sábado, 5 de abril de 2014

Hostilidades

La actual descomposición social fue parida por Cristina, quien, sin embargo, mira sorprendida sin comprender bien qué pasó. Como si fuera una hippie de los años 60, ahora proclama la paz y el amor con los dos dedos en “V” y mezcla palabras del lenguaje papal como “misericordia” o “periferia”, pero no reconoce que, durante su gobierno y el de su marido, se inoculó el veneno del odio en las venas abiertas de la Argentina. Semejante nivel de intolerancia por estas horas sólo se explica con una década de descalificaciones y beligerancia desde la cima del poder. Ese discurso autoritario del “vamos por todo” fue permeando y muchos decodificaron que sólo se pueden establecer relaciones de dominación y de prepotencia. ¿O antes de 2003, pese al infierno de 2001, hubo casos de justicia por mano propia? Y eso que estábamos en el horno, merodeando la anarquía. Los medios ya existían antes del desembarco kirchnerista en el poder y, sin embargo, nunca habíamos llegado a semejante tragedia social, con excepción de los crímenes de lesa humanidad.

Es que en la era K los que desataron las hostilidades obtuvieron patente de progres. Radicado en Londres, Ernesto Laclau se enorgullecía mientras sus cachorros de Carta Abierta proclamaban que los que no dan las batallas por la emancipación son tibios que como mínimo se rindieron, o directamente, que se pasaron a las filas del enemigo golpista y oligárquico. Pusieron todas sus fichas a confrontar para construir. Jugaron con fuego en un país que fue devorado por las llamas del terrorismo de Estado.

Los Kirchner se cansaron de fogonear linchamientos desde el Estado. Ametrallaron desde sus medios con estigmatizaciones a diestra y siniestra. Fueron los autores intelectuales y, en algunos casos, también los materiales. Convocaron a sus mejores cuadros para que ejecutaran con frialdad revolucionaria las amenazas a todo tipo de disidencia. Acá hubo una Hebe que humilló a jueces e incitó a tomar los Tribunales. Un D’Elía que llamó a fusilar a la disidencia en Venezuela. Un Víctor Hugo que acusó a Ernestina de Noble de tener las manos manchadas en sangre por haberse apropiado de hijos de desaparecidos, cosa que luego se demostró como absolutamente falsa, casi una expresión de deseo del relator militante. Un Zaffaroni que responsabilizó a los periodistas no adictos de fomentar los crímenes. Y hasta un Verbitsky que levantó su dedito moral pese a que participó de dos guerras, una armada y otra simbólica, como continuidad de la política por otros medios. Eso no es gratis en ningún país del mundo, y menos en Argentina. ¿Qué esperaban cosechar a la hora de su retirada?

Este es el verdadero debate que debe dar la dirigencia política para no repetir esta experiencia nefasta. ¿Cómo fue que llegamos hasta aquí?
A Cristina habría que darle chocolate por la noticia. Sostuvo que todo nace de la más brutal inequidad social. De la marginación de hermanos argentinos cuya vida no vale dos pesos y que, por lo tanto, no podemos exigirles que le den más valor a la vida de los demás. Otra vez las malditas preguntas sobre el origen de las cosas. ¿Quién tiene la culpa de que eso ocurra en esta tierra después de una década de crecimiento a tasas chinas? ¿Quien es responsable de que pese a haber tenido el máximo poder político concentrado desde 1983, todavía hoy las cifras de la desigualdad y la indigencia sean similares a las de los malditos años 90? ¿Son capaces de mentirse tanto a sí mismos para autoconvencerse de que la culpa la tiene Menem o Magnetto? ¿Cómo se llama eso? Masturbación ideológica.

El patético episodio de la conquista de Angola con Guillermo Moreno como vanguardia funciona casi como una metáfora del fin de ciclo. Cartón pintado, escenografía, puro maquillaje industrial para una cosechadora estratosférica (como el cohete de Menem que nos iba a llevar a China en cinco minutos) que se cayó a pedazos en el medio de una quiebra y una estafa. Y arriba de ese mastodonte, como tripulando la campaña hacia el futuro de la patria, la comandante quijotesca Cristina y su más fiel seguidor, el Sancho Panza y gobernador Sergio Urribarri. El cacique de La Salada, Jorge Castillo, que también fue a vender sus productos en la excursión morenista, reveló que los angoleños le dijeron que llevara un barco lleno de ojotas y jeans y que, una vez que llegara, le iban a pagar en el puerto. El representante de la naciente burguesía nac and pop confesó que no exportó ni un pañuelo, y ante la pregunta sobre si iba a aceptar la propuesta de Angola de llevar una suerte de Salada flotante hasta Africa dijo, gramsciano: “Ni en pedo”.

Si no fuera por lo dramático de las muertes, la justicia por mano propia y el ojo por ojo, se podría decir que estamos protagonizando una novela del querido Osvaldo Soriano. Parece No habrá más penas ni olvido pero en realidad es Una sombra ya pronto serás.

Alfredo Leuco

jueves, 30 de enero de 2014

Impericia, prepotencia, improvisación y negocios

Impericia. Prepotencia. Improvisación. Negación de la realidad. Búsqueda de fantasmagóricas conspiraciones. Maniobras dialécticas para no asumir los errores que saltan a la vista.

Todo eso es lo que muestran el ministro de Economía, Axel Kicillof, y el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, en pleno desarrollo de una carrera contra la presente crisis económica que podría terminar mal. Muy mal. Como terminó, por ejemplo, su mandato, antes de tiempo, Raúl Alfonsín, en 1989. O como terminó, incluso, Fernando de la Rúa, en diciembre de 2001. Es verdad. Se trata de situaciones distintas. Pero los tiempos parecen acelerarse de manera muy peligrosa, igual que en los casos anteriores. Y los instrumentos adecuados para salir del embrollo empiezan a resultar inservibles. Porque cambian de una semana a la otra. De un día al siguiente. Y a veces, con diferencia de horas. Incluso se anuncian y se ejecutan medidas contradictorias, como la baja de la quita al dólar turista que al final no se ejecutó.

Los movimientos gestuales y corporales de Kicillof el día que Capitanich anunció el falso levantamiento del cepo cambiario fueron reveladores. El ministro lucía desesperado. Parecía un estudiante secundario en medio de una toma. Me dio vergüenza ajena. Y también un poco de tristeza. El ministro manoteó el micrófono, después del retiro intempestivo del jefe de Gabinete, para acusar a los "conspiradores" que quieren el dólar a 13 pesos. Y los comparó con los fanáticos de la convertibilidad del 1 a 1. Como si Néstor Kirchner y Cristina Fernández no hubiesen sido los primeros y más consecuentes defensores de otro gran soberbio: el ex superministro Domingo Felipe Cavallo.

Es increíble que, a esta altura -cuando no hay precios de decenas de productos y se remarca cada 72 horas-, la Presidenta y sus ministros sigan sin pronunciar la palabra inflación. O que después Kicillof asegure, sin que se la caiga la cara de vergüenza, que la devaluación no va a impactar en los precios. O dice cosas sin pensar, o miente, o se trata de un funcionario que ignora los fundamentos básicos de la economía. El problema, en todo caso, es que tanto él como Capitanich intentan disfrazar los enormes errores de gestión con la denuncia de un supuesto intento de golpe de mercado. Cuando Kicillof afirma que hay una movida para imponer un ajuste debería decir que para atacar la inflación y evitar la corrida lo que corresponde es bajar y distribuir mejor el gasto público. Y no se trataría de una decisión "de derecha" o noventista. Sería, en todo caso, el "ajuste" correcto para controlar la inflación. ¿Cómo va a pretender que los sindicatos firmen por una paritaria menor al 30% si el aumento del gasto en el último año superó el 40%? Y cuando uno analiza las partidas del presupuesto que más incrementaron sus gastos, se encuentra con que los subsidios a las empresas y la propaganda son los rubros en los que más dinero se dilapidó. De nuevo: o mienten, o son ignorantes, o no tienen idea de dónde están parados. Al trabajar en la normativa para autorizar a comprar el "dólar ahorro", argumentaron que habían pensado en los que menos tienen. Pero la verdad es que, en la práctica, dejaron afuera a más del 70% de los trabajadores registrados, incluidos los jubilados, porque no llegan a cobrar un ingreso de 7200 pesos. Y ni hablemos de la enorme presión impositiva sobre todos los argentinos incluidos en los registros de la AFIP. Porque no sólo es la presión más alta de la historia. También es una de las más fuertes y regresivas del mundo, con el 21% del IVA a la cabeza. Es decir: un mismo impuesto para todos y todas y sin la más mínima contraprestación en materia de salud, educación y seguridad, donde el Estado de un gobierno nacional y popular debería ser omnipresente.

A la mirada obtusa del ministro de Economía se le agregó, en las últimas horas, el argumento intergaláctico de la Presidenta y del jefe de Gabinete. ¿Vienen por el agua, el oro y el petróleo de la Argentina y por eso atacan al peso y el valor de los activos? ¿Somos la reserva económica, alimentaria y, por qué no, ya que estamos, también la reserva moral del planeta y eso explica la devaluación de la moneda de más del 30% en menos de un mes y una expectativa inflacionaria de entre 30 y 40% para 2014? ¿De verdad esperan que la mayoría de los argentinos crean en semejante teoría conspirativa? Nadie puede estar en contra de un plan como el Progresar, aunque el dinero salga del Tesoro y todavía la Presidenta no haya explicado cómo se va a financiar. Tampoco nadie podría afirmar que es algo malo que el Gobierno trate de evitar que empresarios inescrupulosos suban los precios más allá del impacto de la devaluación. Pero tanto una decisión como la otra no son más que pequeños parches para una goma que está reventada y hay que cambiarle la cámara, antes de que suceda el accidente.

Todos los que saben algo de economía básica, desde la izquierda o desde la derecha, están diciendo lo mismo: hay que presentar un plan integral, anunciar y ejecutar las medidas todas juntas, porque sueltas, y a la bartola, no van a tener ningún efecto positivo. Desde el levantamiento parcial del cepo cambiario hasta la suba de las tasas de interés en pesos. Desde el plan de precios cuidados hasta la intención de reducir la brecha entre el dólar paralelo y el oficial. Hay que volver a generar confianza y hacer las cosas sencillas y prácticas que están haciendo Chile, Bolivia, Uruguay, Paraguay o Perú. A esos países no les faltan dólares. Más bien les sobran. Tampoco tienen alta inflación. Y mantienen sus tasas de crecimiento por encima de las de la Argentina. Son, para los funcionarios del gobierno nacional, el peor de los ejemplos, porque sirven para demostrar lo malos que están siendo en la gestión.

El presidente del Banco Ciudad, Rogelio Frigerio, me dijo ayer por radio: "Este gobierno desafió las leyes de la física. Chocó una calesita, algo que, para la lógica, es imposible de chocar". Antes de terminar la conversación, le di un ejemplo concreto de un gerente de un medio al que, ayer mismo, le autorizaron la compra de dólares por 10.000 pesos. Le expliqué que los compró a poco más de 8 pesos y que el banco "tomó" de su cuenta corriente 2000 pesos, como anticipo de ganancias. Le entregaron en la mano casi 1250 dólares. Calculamos que si esa persona hubiera ido al mercado ilegal y hubiese vendido sus dólares a cerca de 12 pesos, habría obtenido, con ese pase de manos, una diferencia de entre 3000 y 4000 pesos. Y todo en unas pocas horas. Es decir: sin trabajar. Frigerio afirmó: "Es pura timba". También opinó que la presión para comprar dólares, si no se hace algo pronto, va a terminar de dejar al Banco Central casi sin reservas en un plazo relativamente corto.

Este desbarajuste, así como va, no puede durar mucho tiempo, porque la realidad va a terminar de poner las cosas en su lugar. Y una cosa más. Habría que prestar atención a la sugerencia de Beatriz Sarlo: antes de que empiece el desbande, todos los precandidatos a presidente deberían comprometerse, en público, a apoyar a los fiscales y jueces para que investiguen a fondo la corrupción de los funcionarios públicos. Porque la impericia, la prepotencia y la improvisación de estos años fueron de la mano con el fenómeno al que el ex ministro Roberto Lavagna definió como capitalismo de amigos. Que el fiscal José María Campagnoli pase de investigador a sospechoso sólo porque estaba haciendo su trabajo es, en este contexto, un dato desalentador. Tan desalentador como el desmadre de la economía.
Luis Majul

domingo, 12 de enero de 2014

La derrota cultural K

No es lejano el recuerdo de cuando se hablaba de la “batalla cultural”ganada por el kirchnerismo. Apenas tres años después de aquel juicio impactante, con la misma contundencia y el mismo apoyo empírico aquella vez alegados, podemos proclamar la noticia, en principio muy buena, de su derrota. Necesito aclarar por qué digo que la noticia es “muy buena,” por qué digo que es “contundente,” y por qué digo sólo “en principio”.
La noticia es muy buena porque, finalmente, el kirchnerismo dejó claro que era más un obstáculo que un medio para alcanzar una sociedad más justa, más igualitaria y sobre todo más fraterna. Luego del huracán de su paso por diez años, los niveles de pobreza y desigualdad son dramáticos en términos históricos, y con tendencia al empeoramiento (la diferencia de ingresos entre el 20% superior y el 20% inferior era de 7,36 en 1961, 10,24 en 1986, 12,28 en 2009, y en grave declive desde entonces, si las simuladas cifras oficiales nos permitieran confirmarlo); todos los servicios públicos básicos aparecen abandonados; y los lazos sociales se han corroído hasta los niveles de horror que comprobamos durante los últimos saqueos: vecindarios armados contra un “enemigo interno”, nacido y criado en su propio vientre.
La noticia es contundente porque hoy ya no es necesario hacer esfuerzos de “desenmascaramiento”. Para cualquiera –salvo para el núcleo duro de su militancia– el kirchnerismo es, más que la contracara, la caricatura de los ideales que alguna vez predicó. Años atrás, cualquiera podía entender de qué hablaba el kirchnerismo cuando sacaba el pecho y contraponía el intervencionismo estatal (con el que se identificaba) al neoliberalismo menemista (al que repudiaba con el fanático fervor de los conversos). Hoy, en cambio, el kirchnerismo representa la falta de luz en verano, ante los primeros calores; la falta de gas en invierno, ante los primeros fríos; tarifas subsidiadas para los ricos y caras para los más pobres; una red de transporte que nos condena al sufrimiento, con trenes que luego de la masacre siguen rodando salvajes, amenazantes: un insulto que se graba día a día sobre la piel de un pueblo cansado. Pese a la retórica estatista, fue el kirchnerismo el que obligó a ese pueblo a recurrir al abuso de los proveedores privados. En manos privadas hubo que recalar para proveerse de los bienes dignos que antes garantizaba un Estado bueno: primero salud y educación, luego transporte y seguridad, enseguida el agua porque bajaba sucia, y –la novedad de estos días– generadores de electricidad particulares.
Años atrás, hablar de las continuidades existentes entre menemismo y kirchnerismo resultaba una provocación que corría en desventaja, una injuria que debía demostrarse ante interlocutores impávidos. Hoy, esa continuidad es demasiado obvia como para ser demostrada. No sólo porque el elenco es casi el mismo (repásese la lista de los principales legisladores, gobernadores, intendentes), sino, sobre todo, porque la estructura económica y social del país no difiere mucho de la que entonces predominaba: la economía está tan concentrada y más extranjerizada que durante el menemismo; el país quedó maniatado a la voluntad de los Repsol, los Chevron, las compañías mineras contaminantes y los empresarios del juego. Es decir, seguimos dependiendo de las decisiones de un puñado de empresarios ricos, envueltos en negocios sucios, y aplaudidos por la misma farándula excitada de los años idos.
Carcomida la retórica K sobre el Estado, la de los derechos humanos pasó a ser la última frontera de su legado. La debacle en la materia fue brutal: medidas y nombramientos sucedidos uno tras otro, sin respiro, sin compensación y sin matices: la ley antiterrorista, aprobada –para no dejar dudas– como primera ley del cristinismo. Enseguida llegaron el espionaje sobre militantes sociales (Proyecto X), organizado por el Ministerio de Seguridad; el uso de las fuerzas armadas para resolución de conflictos internos; los nombramientos de Sergio Berni en el Ministerio de Seguridad, César Milani al frente de la Inteligencia, Alejandro Granados en la Seguridad de la Provincia, Alejandro Marambio en el Servicio Penitenciario. No eran errores ni excesos, sino una política consistente, rotunda y sin fisuras, que se coronó días atrás con Hebe de Bonafini abrazada a Milani, nuevo jefe del Ejército, y un coro de partidarios celosos balbuceando tonterías.
Los hechos señalados sólo ilustran el fin de la fábula. Dejo constancia de que hasta aquí no mencioné siquiera a la corrupción; no he dicho nada sobre los diez años de mentiras del Indec; nada del hiper-presidencialismo; nada sobre la hostilidad con los campesinos e indígenas; nada sobre el modo en que desalientan, ridiculizan y atacan a la participación popular, a las ONG, a los grupos ambientalistas; nada sobre el modelo extractivista, clientelista y consumista de desarrollo. No es necesario hacer más esfuerzos argumentativos. Quien no quiera convencerse no será convencido por nadie, pero ya no es necesario convencer a más gente. (Hasta hace poco, muchos veían estos problemas, pero los balanceaban diciendo que el peronismo era liderazgo, la única garantía de gobernabilidad en un país desbocado. Pero luego de meses de una presidenta ausente, con pánico de contaminar su investidura con algún problema; luego de saqueos que recorrieron el país en medio de la falta de luz, gas, agua, trenes, policía, es difícil seguir repitiéndolo. El peronismo no garantiza la gobernabilidad, y es parte fundamental de los problemas que la ponen en crisis).
El kirchnerismo perdió la batalla cultural, pero el problema es que el mal contra el que peleamos lo trasciende largamente. De allí que la buena nueva de su derrota sea buena sólo “en principio.” Las bases de la desigualdad estructural, que el kirchnerismo consolidó como nadie, nacieron antes que él, y seguirán luego de su duelo. Resolver la desigualdad no requiere sólo medidas que no se toman, sobre una estructura de miseria sólida e intacta, sino disposiciones morales y actitudes sociales –un ethos extendido– que hace años quedaron exhaustas. Por eso la derrota del kirchnerismo no significa victoria. La disputa por una sociedad justa, igualitaria, fraterna la venimos perdiendo desde hace años.

Roberto Gargarella