sábado, 30 de abril de 2011

Como si perdiera

El modo en que se desenvuelve el Gobierno es el de tomar todo como si dejara el poder, aunque todo indica lo contrario.

Desde finales del verano, el oficialismo comenzó a promover la idea de que “Cristina ya ganó”. Más allá de la verdadera intencionalidad del “eslogan publicitario” –dirigido al peronismo en sus diversas vertientes– y de que falta demasiado para las elecciones, sobran razones para pensar que ése puede ser el resultado en octubre o noviembre.
El Gobierno ha construido una verdadera telaraña electoral para atrapar a los votantes: un buen nivel de actividad, aunque la inflación impedirá que la fiesta consumista siga creciendo y ya no se generan nuevos empleos privados. Más subsidios para mantener precios claves bajo control. Un dólar evolucionando nominalmente debajo de la tasa de interés en pesos para desalentar una fuga de capitales aún mayor de la que habrá (¡ojo con esto!), bombardeo permanente de publicidad oficial y de las mentiras oficiales desde los medios de comunicación oficiales y pseudo oficiales, récord de gasto público y anuncios permanentes de más gasto.
Por otro lado, el amplio arco opositor, en lugar de aglutinarse en torno de dos troncos de acuerdos programáticos, como parecía hacia finales del año pasado, aparece cada vez más fragmentado, reduciendo sus chances de polarizar el voto en tercios y forzar una segunda vuelta exitosa.
Pero lo que desconcierta en este escenario es que el Gobierno actúa como si no creyera sus propios vaticinios de permanencia y se apurara por maximizar el presente sin importarle las consecuencias.
El reclamo de la Presidenta en torno al pago de dividendos de Techint en medio del conflicto Anses –empresas privadas-DNU– es un buen ejemplo.
En efecto, un inversor minoritario en una empresa que cotiza en Bolsa, no busca cobrar un dividendo –en todo caso el dividendo es una especie de “bono” o “plazo fijo”–: lo que quiere es ganancia de capital. Es decir que la empresa valga cada vez más para que sus acciones valgan cada vez más. Cuando los accionistas controlantes de una empresa capital intensiva, como Siderar u otras, proponen repartir demasiados dividendos, el mensaje claro es: “Esa plata rinde más fuera de la empresa que reinvertida en ella”, por lo tanto, esa empresa no crece y sus acciones no aumentan de valor. Si el Gobierno dice defender a los accionistas minoritarios, a nosotros (ya expliqué la semana pasada que esto es mentira), lo que tendría que exigir no es más dividendos. Al contrario: tendría que exigir menos para que ese dinero se reinvirtiera, se ampliara la producción y las acciones valieran más en el futuro. A menos que piense que se va en diciembre y que prefiere el dinero de los dividendos ahora para argumentar “miren los fondos que conseguí” y gastarlos. (Más allá de los “negocitos” particulares del eventual manejo de información
sensible.)

Es cierto que no descubro nada nuevo cuando destaco la “maximización” del presente, tan común en el populismo corporativo vernáculo, pero igual me sigue llamando la atención, no sólo porque se ha exacerbado en los últimos meses, sino porque a esta altura hasta resulta innecesario para ganar las elecciones. Con lo que tienen, aparentemente, sobra.
En la misma línea de rifar el futuro se inscribe el vaciamiento del BCRA con el uso de las reservas. La resistencia a ir gradualmente actualizando las tarifas de los servicios públicos y rearmando los contratos con el sector privado para la inversión en energía. El despilfarro de gasto improductivo e insostenible. El desaliento a la producción eficiente de bienes y servicios, derivado de una anárquica y arbitraria política de control de precios, restricciones al comercio e impuestos a las exportaciones.
Y muchos otros ejemplos que escapan a la órbita estrictamente económica pero que hacen al deterioro institucional y que terminan reduciendo la inversión y el salario. (Aunque en esto último hay complicidades de parte de la oposición y de parte del Poder Judicial.)
Néstor Kirchner solía decir: “Júzguenme por lo que hago, no por lo que digo”. Si aplicáramos esa premisa a la Presidenta, podría asegurarles que no se va a presentar a un segundo mandato. Ella y su gobierno actúan como si los fuera a “heredar” el enemigo.
Enrique Szewach

miércoles, 27 de abril de 2011

Marcianos en el espejo

La señora Cristina Fernández presentó en el Salón de las Mujeres la película animada "Marcianos", en la que se que pretende trazar el devenir de la deuda externa y explicar su historia.
La historia oficial, vale aclarar, en la que la deuda externa se muestra atinadamente en íntima asociación con las figuras de los dictadores Videla y Massera junto al inefable Cavallo, pero oh sorpresa, en la misma bolsa aparecen los ex presidentes de la democracia, Alfonsín, Menem, de la Rúa y Duhalde.
Por más que abundan en los últimos años los antecedentes al respecto, no deja uno de sorprenderse ante la irresistible tendencia a reescribir y deformar la historia que es mostrada por parte de algunos personajes, figuras que ciertamente no terminan de entender que solo están de paso, e insisten con su prédica falaz al amparo de un relato ficcional en el cual todos tienen o han tenido la culpa de algo, todos menos ellos que en el ápice vertiginoso de su mitomanía parecieran terminar creyendo , que son lo que hoy quisieran haber sido, pero nunca fueron.
Puede ser probable que al mirarse en un espejo fantaseen con ver la imagen de un victorioso luchador envuelto en la gloria de su gesta épica, como recién bajado de la Sierra Maestra… pero desafortunadamente para ellos, los espejos no entienden de relatos y con la fría objetividad de la plata y el cristal el reflejo que devuelven, sin importar el disfraz que se traiga, es el de unos miserables burgueses obscenamente enriquecidos.
Claudio Brunori

Un drama nacional

No faltan entre nosotros los políticos opositores persuadidos de que encarnan principios republicanos y democráticos que no encuentran eco en la sociedad. Creen que la gente estaría enferma de incultura, oportunismo, confusión, violencia y desaliento. Sin recursos cívicos ni adecuada sensibilidad, esta sociedad -dicen- es incapaz de advertir lo que ellos representan.

Además de presuntuoso, el planteo parece estéril, debido a que invierte las responsabilidades que caben a cada uno de los términos de esa relación entre dirigentes y comunidad.

Si hay políticos que no consiguen despertar el interés de la gente en la proporción que ellos desean es porque, en realidad, no saben cómo hacerlo o no tienen con qué. De ningún modo la gente es incapaz de darse cuenta de lo que significan esos dirigentes, como si de geniales artistas se tratara y a los que el vulgo no supiera reconocer.

Deberían aprender, esos políticos de la oposición, la lección impartida por el Gobierno. El Gobierno ha sabido construir un discurso verosímil para buena parte de la sociedad. Supo hacerse oír y ha llegado a ser representativo. De nada hubieran servido sus abultados caudales de dinero sin esa habilidad. Y ella consiste, como es evidente, en haber podido volcar a su favor esa extendida frustración social tenazmente acuñada por los desaciertos, las arbitrariedades y las reiteradas estafas cometidas contra el país por quienes, en las tres últimas décadas, no han sabido infundirle credibilidad a la democracia recuperada.

El oficialismo no ha hecho otra cosa que recoger con extrema habilidad la siembra de ese hondo desencanto colectivo. Administrando el desengaño y el resentimiento, supo convertirlos, allí donde prendió su prédica, en un fervor militante y polimorfo. La administración kirchnerista preserva y amplía en su provecho esa fractura social que ella no produjo, pero que contribuyó y contribuye a profundizar. De hecho, nadie puede acusarla de haber dado origen a la fragilidad institucional de la Argentina, al espesor mafioso de muchas de sus corporaciones, al incumplimiento de la ley, al derrumbe de los partidos políticos, a la incautación impune de los módicos ahorros bancarios de tanta gente ni al pavoroso repliegue de la educación pública en consonancia con el auge del narcotráfico. Pero lo que sí tuvo lugar con esa administración fue la fulgurante capitalización del descontento colectivo por parte de un gobernante singularmente astuto y decidido a ensanchar su módico protagonismo provinciano al precio que fuere. Nadie sino Néstor Kirchner supo concebir, después de Perón y Alfonsín, la frustración colectiva como recurso propicio para la construcción de poder político. ¿Cambios estructurales? Ninguno sobrevino desde entonces. La pobreza sigue invicta pero asistida. La desocupación, malamente compensada por el paternalismo estatal. El tráfico de drogas, intocado. La inseguridad, intacta. La inflación, desatada. La policía, inmersa en la corrupción. Y 700.000 jóvenes arrinconados en la ignorancia y la falta de empleo, mientras la ley vocifera su demanda sin encontrar en el Gobierno otra cosa que oídos sordos.

La frustración reiterada lleva al resentimiento y éste no pide sino venganza, pues descree de la Justicia. El oficialismo no aspira a revertir el descrédito de la democracia republicana. Su propósito es instrumentarlo. Y lo sabe hacer. Su palabra da en el blanco de las polarizaciones elementales en las que se complace toda sociedad desencantada. El Gobierno ceba el resentimiento, lo alienta y le da sustento. Ha descubierto cómo potenciar a su favor la desilusión, los agravios y la amargura desatados por los demagogos de la democracia que lo precedieron en el poder. La eficacia evidenciada para lograrlo prueba su talento. En esa estrategia sin escrúpulos consiste su arte. Nadie ha conseguido configurar, como lo ha hecho el oficialismo en sus dos gestiones, un discurso tan preciso para ganar el apoyo progresivo de buena parte de la mitad más dañada de una totalidad partida. El Gobierno ha rentado su padecimiento. Ha encauzado hacia su molino las aguas del escepticismo que el abuso precedente del orden constitucional terminó inspirando en tanta gente. Ha compensado con sentimentalismo, clientelismo, maniqueísmo y mitología un formidable vacío de identidad.

Y del otro lado ¿qué? Del otro lado, los que se dicen capaces de restañar la democracia vilipendiada. No todos ellos provienen del despedazamiento de los partidos. Pero todos acusan, muy a su pesar, los efectos de ese despedazamiento. Invocan la necesidad de recuperar lo perdido: el respeto por una Constitución burlada, la dignidad de las instituciones que hoy sobreviven anémicas, la equidad social asentada en el desarrollo y la educación. Conforman, estos políticos, las partes desgajadas de una estructura ausente. Reivindican, en todo lo que emprenden, el valor de una unidad de la que no son expresión. Y eso para desesperación de quienes quisieran confiar en ellos. Es que no han sabido transformar, al menos hasta hoy, el relato de nuestras desgracias en un discurso unánime y esperanzador. No son persuasivos, son sintomáticos de aquello mismo que aseguran combatir: el monólogo, la fragmentación, el caudillismo, la vocación principesca.

El discurso oficial supo ubicarse en el centro de la escena. Y se valió para ello del desapego a la democracia republicana generado por la perversión impuesta al sistema a lo largo de los años en que se pasó de la extrema expectativa en sus virtudes a la desilusión radicalizada. El discurso opositor, en cambio, atomizado en incontables voces que se disputan un rol estelar, no ha sabido vertebrar la disconformidad mayoritaria con el kirchnerismo. Una disconformidad que ya se ha pronunciado en las elecciones legislativas en el año 2009 y que sigue luchando contra el desaliento, a la espera de una respuesta convincente por parte de una dirigencia opaca. Pero esa inoperancia no es hija del aire. Hunde sus raíces en la historia argentina. Los Kirchner optaron por rentabilizar en provecho propio la decadencia de la República. La tendencia opuesta, esa que busca remontar la cuesta del deterioro, deberá poner en juego recursos culturales, lucidez política y habilidades retóricas que, hasta ahora, brillan por su ausencia.

No corresponde, pues, ver en el proceder del Gobierno sino la consumación de un persistente desprecio por la ley y las instituciones ya vivo y cultivado con ahínco en la primera mitad del siglo pasado. Incumplida la transición del autoritarismo a la democracia, iniciada a fines de 1983, el kirchnerismo representa en buena medida el desenlace previsible de tanto desatino previo. Javier González Fraga lo ha señalado bien: "Los Kirchner lograron apoderarse de las reivindicaciones de los débiles y atropellados de los últimos cuarenta años. Frente a eso, la racionalidad cumple un papel muy acotado". Tan acotado, se diría, que aún está lejos de caracterizar las conductas indispensables que se le reclaman a la oposición y que conforman la base de las expectativas de un amplísimo sector social que golpea a sus puertas sin ser atendido todavía.

No estamos, por cierto, en la Grecia antigua. Entre nosotros, la historia no está condicionada por el destino. Pero sí lo está por la mayor o menor aptitud para aprender de los propios desaciertos. ¿Habrá aún quienes lo adviertan a tiempo?
Santiago Kovadloff

lunes, 25 de abril de 2011

El desierto crece

Si Cristina se retira del escenario político y decide no presentar su candidatura para la renovación de su mandato en las próximas elecciones: ¿qué dejan el kirchnerismo y el Frente para la Victoria para el futuro de los argentinos? ¿Qué estructura de poder queda en pie y cuál es la dirigencia con capacidad de liderazgo para que se profundice el modelo iniciado hace ocho años? Un modelo que necesita, según sus propios escuderos, que se mejoren sus logros, se corrijan sus errores, y que requiere una desvelada vigilancia de sus guardaespaldas para evitar retrocesos que sólo ansían neoliberales, oligarcas y gorilas. ¿Serán Verbitsky, D’Elía, Abal Medina, Boudou, Zannini, De Vido, promisorios Wados y Recaldes…cuáles de estos preferidos, ya fuere en la construcción de la ideología o relato de este último período, o en la implementación de sus políticas, está en condiciones de asumir un rol conductor si la Presidenta da por terminada su actividad política por un tiempo o para siempre? Ninguno. ¿Y qué hacemos con esta respuesta paralizante? El anuncio contento de sí y frívolo de este atributo negativo no sólo es un exabrupto político sino un escándalo semántico. Hay que tener sangre fría para dar respuestas tan rápidas sobre cuestiones de esta envergadura. No podemos ni queremos aceptar este vacío. Intentemos nuevamente con la pregunta enunciándola de otra manera: ¿quién asegura la continuidad de una política que pretende ser una realidad perdurable, resultado de una concepción del rol del Estado, de una idea de Nación, del funcionamiento aceitado y viable de los sectores de la sociedad civil para que se beneficie el conjunto y no el fruto de una aventura política de un personal gubernamental transitorio? Nadie. Otra vez la nada dicha de un modo ligero y definitivo. Nos ofrecemos una última oportunidad e insistimos con este enigma oracular: ¿quién garantiza la continuidad de esta política que lleva dos períodos? Silencio. La pitonisa hace ruido, se agita, ronca y escupe pero se calla. Nos arroja a la cara esta evidencia: a falta de nepotismo, no hay sucesión. No hay parientes, ni herederos, no hay cónyuges, la dinastía no ha sido configurada y el vacío no será llenado por nadie.

¿Qué tipo de sociedad es la que depende de la eternidad de un solo individuo para que nadie tema un caos si el Unico se disipa y esfuma? ¿Cómo se llama el paradigma que hace posible la preparación de un terreno baldío, apto para el desencadenamiento de la violencia por ausencia de corona? ¿Qué clase de psicología política se diagrama para que a la partida del Irreemplazable cunda la angustia colectiva? Hablamos de una sociedad que sólo puede vivir en el marco de la servidumbre voluntaria.
Hay países que tienen estructuras políticas que organizan su devenir en vistas de la continuidad. Cuidan hasta los mínimos gestos públicos para que la previsibilidad sea una variable ponderada. Sus dirigentes saben que la continuidad agrega valor a sus países y a sus pueblos. Continuidad no significa necesariamente conservación de lo adquirido, sino pensamiento estratégico. Objetivos compartidos por los principales sectores de una sociedad. Pueden existir desacuerdos sobre políticas coyunturales, diferentes concepciones de la acción política, divergencia respecto de las prioridades. Pero hay una voluntad consensuada de mantener el sistema, sin que por eso se trabe el dinamismo social ni se impida la renovación de autoridades. Esto es posible no porque haya una idea definitiva de hacia dónde se quiere ir, sino una clara idea de hacia dónde no se quiere volver. Hay un rechazo compartido de un pasado que fue destructor y de fantasmas que hacen revivir épocas trágicas que nadie pretende resucitar. Es por eso que se cuidan la continuidad institucional y los engranajes de la república representativa por vía electoral. Lo percibimos en Chile, Uruguay y Brasil. En estos países, un período de cuatro años –con una o ninguna posibilidad de reelección– no es un obstáculo para pensar una política. A nadie se le ocurre que en tan poco tiempo no se puede hacer nada. Por el contrario, se cree que si la política implementada ha sido favorable para la mayoría de la población, un sucesor con la misma línea partidaria la continuará y nada precioso se perderá en el camino. Se intentará terminar lo comenzado, mejorar lo ya realizado y no demoler lo construido. En un sistema configurado de este modo, los miembros de la colectividad perciben que sus vidas privadas pueden trascender más allá de la lucha individual por sobrevivir, y que existe algo así como un esfuerzo común y una clase política con vocación dirigente. Que no es lo mismo que la tan aplaudida vocación de poder.

En nuestro país, el poder tiene la pretensión de ser ilimitado en el tiempo y en el espacio. Los presidentes aspiran a convertirse en tótems. Ocho años de kirchnerismo dejan a una reina en medio de un desierto político. No sólo en la oposición se perciben la esterilidad y la sequedad de dirigentes. Se fueron todos, tanto de un lado de la trinchera como del otro. Pero abundan los capataces. Las prebendas distribuidas en estos años han creado zonas de poder que dependen de la corona y amenazan con ir al asalto de la plaza pública si a alguien se le ocurre cuestionar este sistema y su red de jefaturas. Ningún auditor deberá atreverse a pedir la apertura de algún libro de cuentas. Esta realidad también es parte del modelo elaborado por el kirchnerismo. El Uno, su corte y sus legiones. Si se va el Uno, las legiones se matan entre sí. Lo vimos en el ’74 con la muerte de Perón, escena que la corporación cultural ha bautizado como la de una época maravillosa. No es extraño, entonces, que se sienta el deseo de que Cristina Fernández se quede otros cuatro años, y más tiempo aún gracias a una reforma constitucional, un deseo basado en el temor, una operación que se hará clamor para que no se vaya y no nos deje solos, a nosotros, los argentinitos desguarnecidos, y que no le dé entrada a la famosa ingobernabilidad. En conclusión: siempre estamos en el mismo lugar. Veinte años no es nada. Agitados e inmóviles. Décadas de democracia y todo lo sólido se desvanece en el aire. Nada ha cambiado. Somos siervos de la corona hasta el final. Megalómanos, gritones, patoteros, y de rodillas. Ya sea con dictaduras militares, democracias proscriptivas, populismos plebiscitarios, con minorías perseguidas, parece que a los argentinos nos gustan las tiranías. La historia nos dice que entre lo antiguos griegos los tiranos tenían un aspecto benévolo y otro maligno. Por un lado repartían pan, por el otro, no se iban más. La sociedad los amaba mientras disfrutaba de prosperidad, se la debía al Uno, pero cuando las vacas estaban flacas, pedían Otro. De no hacerlo, a estos ancestros civilizatorios les quedaban dos caminos: la democracia, concebida como el gobierno de la equidad que corre el riesgo de degenerarse en la dominación de una multitud que vive en el caos de las opiniones sin autoridad; y la aristocracia, que definían como el poder en manos de los virtuosos y de los que saben, con la posible desviación de convertirse en una plutocracia. Mucho no hemos avanzado en nuestro abanico de alternativas políticas. Aquel mundo ateniense se desmoronó. No quedaron ni tiranos, ni demócratas, ni aristócratas. Aquella polis griega desapareció y emergió una nueva realidad: el Imperio. Pero nosotros, ni ese sueño podemos albergar. De esa pretensión desmedida se ha encargado nuestro Gran Hermano del Mercosur.
Tomas Abraham

sábado, 23 de abril de 2011

El modelo K se opone al desarrollismo

El modelo adoptado a la salida de la convertibilidad aspira a ser, al menos en el discurso de buena parte de sus defensores, la continuidad de las políticas adoptadas en nuestro país entre 1958 y 1962, durante el gobierno de Arturo Frondizi. En este sentido, en la apertura de las últimas sesiones legislativas y refiriéndose al crecimiento industrial durante el “modelo K”, la Presidenta aseguró que en los últimos años el país dio un salto cualitativo hacia el desarrollo económico. Precisamente, la teoría desarrollista plantea, en esencia, la necesidad de un cambio cualitativo de la estructura económica del país como condición indispensable para superar el subdesarrollo.

Intentando desentrañar este “modelo productivo”, es difícil avanzar más allá de ciertos enunciados como: priorizar el mercado interno, “luchar contra las corporaciones”, proteger la industria nacional o sostener el superávit comercial a cualquier costo. De cambio cualitativo de la estructura económica, prácticamente nada.

Para el desarrollismo no existía ninguna contradicción entre mercado interno y externo: el primero debía ser la base de la expansión industrial para asegurar el componente social del desarrollo. La expansión de las exportaciones industriales ocurriría como consecuencia de la satisfacción de la demanda doméstica, no de su postergación.

La experiencia histórica posterior lo comprobó: las inversiones industriales, que se radicaron masivamente en el país durante esos cuatro años, fueron la plataforma del gran proceso de diversificación de la estructura del comercio exterior argentino que se plasmó a comienzos de los 60. Hoy en día, muy por el contrario, el 71% de nuestras exportaciones son productos primarios y manufacturas de origen agropecuario.

En la estrategia económica diseñada por Rogelio Frigerio se priorizaban las inversiones en áreas claves como la energía, uno de los sectores que mejor explicaba el déficit de divisas y donde se observaba la mayor cantidad de recursos subutilizados. Exactamente a la inversa de lo que ocurre en el presente, en el que, por falta de inversión y previsibilidad, nos estamos por transformar nuevamente en un país importador de combustibles.

Para el desarrollismo, el objetivo principal era favorecer la inversión, no sólo por sus efectos sobre el balance de pagos sino por su impacto multiplicador en la economía interna. La inversión, orientada hacia los rubros esenciales y más reproductivos, atrae otras inversiones y expande en forma sostenida el mercado interno, generando trabajo calificado y mejorando la remuneración de los asalariados.

Los déficits del comercio exterior eran uno de los síntomas del subdesarrollo, pero nunca su origen. Muchos países de estructuras económicas atrasadas exhiben balances comerciales superavitarios: la expansión de las exportaciones en base al aprovechamiento más intensivo de los recursos naturales no es necesariamente síntoma de buena salud económica. Durante la experiencia desarrollista, el balance comercial fue en general deficitario, pero este sesgo se explicaba por la importación de equipos e insumos que requería la industrialización y más que se compensaba con la entrada de inversiones extranjeras directas, que venían a expandir la base productiva.

En estos días, con la mirada puesta únicamente en el balance de pagos, se pisan indiscriminadamente las importaciones –entre ellas, las de bienes de capital–, que venían creciendo de la mano del dólar barato.

En cada una de las encrucijadas críticas que se sucedieron durante los cuatro agitados años del gobierno de Frondizi, el criterio para enfrentarlas era: ¿cuál es, entre las decisiones posibles, aquella que contribuye a hacernos más Nación? Con lucidez estratégica, Arturo Frondizi y Rogelio Frigerio comprendieron el papel decisivo que debía jugar el Estado nacional en un mundo tímidamente que se comenzaba a globalizar, y en el que las grandes corporaciones multinacionales adquirían un rol cada vez más determinante.

Ese capital monopólico, indispensable para acelerar el proceso de desarrollo, tiene intereses distintos pero no necesariamente contradictorios con los de la Nación. La decisión del Estado y la fuerza política que ello acarrea son la herramienta para imponer a las corporaciones actuar en el marco del interés de la Nación, esto es, aportar a la integración social, económica y geográfica del país.

Si en los 90 crecíamos porque en gran medida nos inundábamos de dólares prestados, ahora estamos creciendo por las divisas provenientes del azar de los precios internacionales. Pero además, como no estamos construyendo nuevas capacidades humanas y empresarias, ese ingreso de dólares también nos está llevando a una creciente polarización social.

Nuestra economía y gente se primarizan día tras día. En los vilipendiados 90, la participación de la industria en el PBI era del 17%; ahora está abajo del 16%. Por cada cien empleos que se crean, seis son para la industria y 36 para el sector público, mientras buena parte del resto de los puestos de trabajo se generan en el sector informal, en gran medida con sueldos por debajo de la línea de pobreza.

El gobierno de Frondizi aplicó, desde el primer día de gestión, el sinceramiento de las variables más relevantes: salarios, precios, tarifas y tipo de cambio. Estas debían quedar determinadas no por el arbitrio de los funcionarios de turno, sino por el funcionamiento de las leyes económicas. Sin este prerrequisito, no hubiera habido posibilidad de atraer las inversiones que sí resultaban imprescindibles para dar ese “salto cualitativo”.

Medio siglo después, y como en décadas recientes, volvemos a usar el dólar y las tarifas como ancla antiinflacionaria. Los subsidios a los servicios públicos llegan al 14% de la recaudación nacional y ya superan a los ingresos provenientes de las retenciones a las exportaciones, aportando a que nuestras cuentas fiscales, bien medidas, ya estén en rojo.

Tenemos suerte: el tipo de cambio aguanta porque Brasil, inundado de dólares de las commodities y de la liviandad monetaria de los EE.UU., nos deja algún margen de maniobra. Pero nuestra estructura industrial es tributaria del abastecimiento de la industria brasileña porque no desarrollamos perfiles más modernos, más integrados. Y nuestro déficit del comercio con Brasil crece aunque, respecto del dólar, haya un súper real.

Hemos perdido una oportunidad inédita de replicar, a favor de un marco externo que nunca fue mejor, aquel período de nuestra historia en el que sí se impulsó un audaz cambio cualitativo de la estructura económica, aún pendiente. Encarar un proceso de industrialización y de integración del país que genere empleo de calidad e incorpore a los millones de argentinos que están afuera del sistema, sumergidos en el asistencialismo y la falta de horizontes, se hace cada vez mas imperioso.
Rogelio Frigerio(N)

martes, 19 de abril de 2011

Cámpora y el neocamporismo

Es curioso el actual neocamporismo que asoma de diversas maneras. La agrupación La Cámpora, fundada nada menos que por el hijo del matrimonio Kirchner –hecho de por sí significativo–, se supone que nuclea un amplio sector juvenil que adhiere fervorosamente al actual gobierno.

Y sin embargo… En el acto en la cancha de Huracán, conmemorando el triunfo electoral del doctor Cámpora, no se habló de Cámpora y sí, mucho, de Néstor Kirchner. Evidentemente, cualquier pretexto sirve y todo apunta a crear el mito de Kirchner como el gran luchador, supuesto continuador –junto con su esposa– de la heroica lucha popular por la liberación.
En la gran exposición de “Homenaje al pensamiento y al compromiso nacional”, donde se informa con detalle y muy creativamente sobre 25 grandes figuras, desde Perón y Eva hasta Cátulo Castillo, Cámpora no aparece. (Como tampoco figura Yrigoyen). Allí, los dirigentes que “concretaron los sueños” populares habrían sido Evita, Perón y Néstor Kirchner, a pesar de que éste murió habiendo perdido unas vergonzosas elecciones.

Hay frases que definen, ponen un sello a ciertos hechos. La Década Infame tituló un libro el gran pensador José Luis Torres, y así quedó consagrado el período 1930-1943. Miguel Bonasso llamó a Cámpora “el presidente que no fue” en un enjundioso ensayo. Pero se equivocó, porque fue presidente, un tiempo corto, 49 días, pero cumplió una misión –que Perón lo sucediera–, y lo que hizo o permitió hacer fue lo que determinó que se tuviera que ir. O sea, Cámpora fue presidente.

No era un político de grandes luces ni tenía demasiados antecedentes. Había cumplido bien su papel, presidiendo la Cámara de Diputados en los primeros gobiernos del general Perón y nada más. Cuando se lo eligió como candidato, muchos lamentaron que no fuera otro que tuviera más experiencia, y más capacidad.
Cámpora tuvo que ser candidato porque Lanusse cometió otro gran error, al no quitar un impedimento formal (una fecha de llegada al país) para posibilitarle al General el acceso directo al gobierno. Era casi una pelea de barrio: al “no lo dejo” de Lanusse seguía el “ya vas a ver que sí” de Perón.

Cámpora era exactamente un vicario que, en una época de grandísimas dificultades y conflictos, con una guerrilla muy activa y con Montoneros presionándolo fuertemente, se vio sobrepasado en el cumplimiento de las instrucciones de su mandante. Bonasso plantea la renuncia de Cámpora como producto de maniobras ocultas de López Rega y su entorno, y todo su libro tiene un tono de revelación, con documentos reservados, de una conspiración.
En realidad, Perón no estuvo satisfecho con el manejo de Cámpora y se lo manifestó: lo veía débil frente a las provocaciones que recibía, y terco en mantener ciertos hombres que lo rodeaban, como Righi, que era ministro del Interior. Principalmente por eso se tuvo que ir; además, indudablemente, de intrigas y manejos propios de la política y de la cercana herencia que se preveía con un Perón anciano y enfermo.

Lo de Cámpora está explicado por Perón en su libro Conducción política: cuando un dirigente se equivoca, el conductor “no tiene por qué enojarse, porque no lo sanciona por haberlo perjudicado personalmente; lo sanciona porque está haciendo mal la causa de todos, y para evitar males mayores lo saca” (cap. V).
Con el rescate y, a la vez, el olvido de Cámpora como gran figura, el kirchnerismo quiere significar que el presente político es algo así como la realización de aquello que Cámpora no pudo hacer. “El que no fue” aparece redivivo en personas y hechos actuales. Y este es otro malentendido: porque Righi, Gullo y algunos otros no son lo que fueron en tiempos de Cámpora: hoy son burócratas olvidados de la patria socialista, simples gestores que pasaron por el menemismo y que ahora encontraron conchabo con Cristina. Todo lo demás es literatura, como el mito de Kirchner y la supuesta continuidad entre Eva Perón y Cristina.
Angel Nuñez

jueves, 14 de abril de 2011

Voracidad y poder para violar la ley

Las políticas populistas suelen envolverse en argumentos que, a primera vista, tienen la sensatez del sentido común. Por ejemplo: los funcionarios justificaron ayer el avance del Estado en los directorios de empresas donde tiene participación la Anses diciendo que se pretende defender el patrimonio de los trabajadores, que fue invertido en esas compañías. Salvo que se sea un explotador despiadado, la consigna suena, en principio, inobjetable. Es una pena que, a medida que se la examina, lo que parecía una verdad evidente comience a mostrar un signo inverso. Es decir: cabe temer que los intereses que se dice resguardar sean los que correrán mayor peligro.

Una incógnita preliminar es si los fondos previsionales están mejor o peor asegurados en empresas cuyo gobierno está sometido a la arbitrariedad del Poder Ejecutivo. Cristina Kirchner volvió a modificar una ley a través de un decreto, sin que quede clara la necesidad ni la urgencia para hacerlo. (Salvo que la asamblea anual de Siderar, del grupo Techint, está citada para mañana, y el kirchnerismo pretende imponer allí al militante de La Cámpora Axel Kicillof.)

Ese DNU es más controvertido porque elimina una cláusula sin la cual la estatización de las AFJP tal vez no habría sido aprobada: la que establece que, cualquiera que fuera su posición accionaria, el Estado no tendría derecho a una representación superior al 5% en la conducción de las empresas. La "defensa de los intereses de los trabajadores" -o, si se prefiere, la premura por designar a Kicillof- es invocada, entonces, como un pretexto para violar la ley.

Es obvio que ni siquiera un fin tan noble como la preservación del patrimonio de los contribuyentes a la Anses debería ser superior a las normas. Pero no es tan seguro que, en adelante, los intereses de los trabajadores estarán mejor custodiados. El kirchnerismo se ha cansado de demostrar que ese objetivo no lo desvela. Por ejemplo: la Anses, que podría comprar bonos argentinos en el mercado a una tasa del 10%, le presta dinero al Tesoro al 6 o 7 por ciento. La misma negligencia se ilustra con anécdotas menos relevantes. ¿Es verdad que, en una década, ese organismo llevó su planta de personal de 8000 a 16.000 agentes? ¿Qué relación guarda esa expansión con el clientelismo oficial? ¿Existe allí una política de viáticos e "inversiones" ligada al proselitismo? ¿Qué rol juega La Cámpora en esas prácticas?

Para aceptar que la expansión oficial sobre las empresas redundará en beneficio de los trabajadores y de los jubilados, habría que demostrar que los representantes del Estado defenderán esos intereses aun cuando se enfrenten a las preferencias del Gobierno. Por ejemplo: los delegados de la Casa Rosada en una distribuidora eléctrica o gasífera, ¿pedirán aumentos de tarifas para que mejore la ecuación de la empresa y, en consecuencia, la de sus accionistas? En esa encrucijada, ¿velarán por los activos de "los abuelos" o cumplirán las instrucciones de Olivos? Esta pregunta se la están formulando quienes invirtieron en acciones de esas compañías, apostando a que serían conducidas con la pretensión de volverlas más rentables y no de someterlas a las urgencias de la política. Para ayudarlos con la respuesta, ahí está Guillermo Moreno, con sus guantes de boxeo, enriqueciendo las deliberaciones de Papel Prensa.

No son interrogantes teóricos o preventivos. El Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la Anses ha destinado miles de millones de pesos a proyectos de generación energética a gas –en un país que tiene cada vez menos gas– o a usinas nucleares obsoletas. A pesar de que en el sitio web de ese organismo (www.anses.gob.ar/FGS/inversion_proyectos.php) se prometen dictámenes de universidades nacionales sobre la razonabilidad de esas inversiones, jamás fueron publicados. Es válido preguntarse si realmente se hicieron.

La primera trampa conceptual es, entonces, que la expansión del poder del Estado en los directorios afecta sólo el interés de las grandes empresas. Como si, en este caso, ese interés fuera contradictorio con el de sus accionistas, entre ellos, los contribuyentes a la seguridad social. Por supuesto, la mayor influencia de los representantes de la Anses puede determinar también el deterioro de las compañías. La Unión Industrial Argentina y la Asociación Empresaria Argentina alertaron ayer sobre ese peligro. Nada que objetar, salvo la falta de visión de largo plazo que caracterizó a muchos hombres de negocios cuando se estatizó el sistema previsional: en esa decisión está la raíz de esta expansión sobre la esfera privada.

Una curiosidad que presentaba ayer el paisaje empresarial es que hay algún dueño de compañía que, sin llegar a festejarlo, acepta el decretazo. "Teniendo al Gobierno dentro de la empresa, podremos protegernos mejor de su arbitrariedad", dijo uno.

La voracidad produce, a veces, la ceguera. El Gobierno analiza la posibilidad de modificar la ley de sociedades para ampliar las atribuciones de los directores que representan al Estado en las empresas, con el argumento de que son los depositarios del "interés general". En ese concepto está mejor expresado que nunca que el espíritu de esta reforma es, más que defender los intereses de los jubilados, plegar a las grandes empresas a las directrices políticas del oficialismo.

Sería un error, sin embargo, ignorar que detrás del nuevo avance de Cristina Kirchner sobre el Congreso se esconde una lucha de poder. La CGT de Hugo Moyano salió a escena para recordarlo. Exigió ayer que los directores de la Anses en las empresas salgan de sus filas. Es lo que venía sucediendo como resultado de las gestiones de algunos sindicatos, hasta que la Presidenta prefirió el semillero de La Cámpora. La retracción de Julio De Vido dentro del Gabinete no es ajena a este giro.

El conflicto de los gremialistas con la "juventud maravillosa" que rodea a la señora de Kirchner no es nuevo. Salió a luz por primera vez cuando se supo que en la detención de Gerónimo Venegas tuvo que ver un almuerzo de otro neocamporista, el secretario de Justicia Julián Alvarez, con el juez Norberto Oyarbide. Ahora el camionero suma otro reclamo a su amenazante manifestación del próximo 29 en la avenida 9 de Julio.

La dirigencia partidaria, mientras tanto, permaneció ayer casi ajena a esta discusión. La indiferencia, acaso, esté originada en que buena parte de ella comparte el supuesto de la iniciativa oficial: entre las empresas y el bienestar general existe una contradicción intrínseca. Ese axioma cubre hoy casi toda la cultura política argentina.

Imposible asistir a esta disputa y no recordar a Fernando Henrique Cardoso, que hace poco más de un año, en referencia a su país, dijo: "Estado, sindicatos y movimientos sociales se funden en los altos hornos de los fondos de pensión para engendrar, gracias a la desmoralización de los partidos, un populismo autoritario". Cardoso acuñó un neologismo para designar ese fenómeno brasileño. Lo llamó "subperonismo".
Carlos Pagni

miércoles, 13 de abril de 2011

Sistemas retóricos

Timerman, el canciller. No quisiera decir nada que le suene molesto u ofensivo, algo que pudiera bajarme de una lista conjetural de grafómanos relevantes que van de gira por las ferias editoriales para posar al lado de gigantografías que exhiben los rostros de notables escritores como Diego Armando Maradona. Pero… el lunes 4, en Jerusalén, cuando fue interrogado por los periodistas israelíes acerca de la existencia de un supuesto pacto secreto argentino-iraní por el cual nuestro Gobierno abandonaría la pista (precisamente iraní) a cambio de un incremento de la mutua actividad comercial, y apretado un poco para que diera una respuesta simple, un sí o un no, Timerman contestó que preguntas como aquélla le hacían los militares a su padre en centros de detención de la dictadura, basadas en hechos imaginarios, como la presunta determinación israelí a invadir la Patagonia. Negar una respuesta debida en función del rol que se desempeña comparando la pregunta con aquellas realizadas en la mesa de torturas supone un fuerte desbalance en el sistema retórico del canciller. Para que una comparación sea posible, debe existir una mínima equivalencia entre los dos términos de la comparación. Cuando no se puede dar un no por respuesta, lo que se lee no es un no, sino un sí.
Daniel Guebel

lunes, 11 de abril de 2011

No hay otra

Por qué nos impusimos la idea de que no podemos escapar de nuestro destino peronista. No hay poder sin caja.

Hace unos días me preguntaban en una entrevista si era posible gobernar a nuestro país sin el peronismo. Conocemos este tipo de cuestionario. Es parte de nuestra liturgia y de nuestro sentido común. Por supuesto que sí, respondí. Se lo viene haciendo hace muchos años. La razón es sencilla y evidente: el peronismo no existe. Es un carro al que se sube todo el mundo: Menem, De Narváez, Carlotto, Macri, Duhalde, Hadad, Pérsico, Scioli, los Saá, Víctor Laplace, Filmus, Palito Ortega, Timerman, Moyano, Boudou, cualquiera. El peronismo es una moneda, un circulante social que permite el funcionamiento del mercado político. Pero la pregunta manifiesta una inquietud. Es la que siente aquel que se da cuenta de que nuestro país no tiene futuro y que sólo es espectador de su destino. En este caso, un destino peronista.

Ser partícipe de una vivencia colectiva con estas características nos retrotrae a tiempos antiguos. Nos devuelve a la época trágica en la que los griegos adoraban a los dioses que determinaban el naipe o el lote que les tocaba en vida a cada uno de los seres humanos. Aquel que transgredía la norma divina desencadenaba un cataclismo del que era una de las principales víctimas. No es que el personaje depuesto se fuera en helicóptero por los cielos de Tebas, sino que se acostaba con su madre sin saber que lo fuese, mataba a su padre o se le suicidaba un hijo. Así era la vida y la advertencia que los poetas trágicos les hacían a sus conciudadanos cuando se atrevían a desafiar el orden cósmico y se creían más poderosos de lo que en realidad eran. Para que esta alerta tuviera la eficacia deseada, se rememoraba el orden mítico que la justificaba.

Entre nosotros, que no somos griegos antiguos, también hay un ansia de crear mitos y ungir a dioses y reyes que delimiten un espacio sagrado, o sea, intocable. La convicción de que “no se puede” gobernar sin algo que no existe, es sugerente, atractiva. Nos da como comunidad un aura extraña, un misterio metafísico, la posibilidad de ser personajes de un relato de ficción. Nos convertimos en un pueblo de fantasmas reunidos en un aquelarre en torno a un venerado tótem. Después de todo, ¿cómo se llama el No Existente que provoca creencias enfervorizadas en su nombre? Dios. Por eso, el interés por la política que ha renacido entre nosotros y que muchos celebran es en realidad un retorno teológico, un sentimiento de intensidad religiosa.

¿A alguien se le llega a ocurrir que nuestro país puede ser gobernable entre 2011 y 2015 sin Cristina? ¿Es posible creer que un rejunte entre Mauricio Macri, Chiche Duhalde y Ricardito Alfonsín puede constituirse en la plataforma de una opción política y en una alternativa de gobierno? Imaginar que los de PRO –que vaya a saber de dónde sacan esta idea de que los pobres son “pobrecitos”–, la jefa de manzaneras que quiere reunir nuevamente a la familia argentina en torno de su marido, y este extraño hijo de un nuevo rey Lear bastardeado en su legado, se unan por un espanto compartido para labrar el porvenir político nacional, nos sitúa en la otra rama de la filosofía, la patafísica, dominio en el que los bufones son reyes.

El carnaval es la otra cara de la tragedia. Así vivimos, entre la patafísica y la metafísica, entre procesiones y carnavales. Sin embargo, no sólo de cielo vive el hombre, ni sólo de hostias. Existe el orden terrenal. La costumbre en nuestro país dice que cuando un dirigente se retira de un puesto político, deja el campo minado para el que sigue. Más aún si pertenece a otro partido. Vacía los cajones, se lleva los proyectos, desarma computadoras, embolsa discos duros, se come la información y deja una deuda impagable. Se va sonriendo con un hasta la próxima y ¡que tengas suerte! El ejercicio del poder en nuestro país se basa en la discontinuidad. Es decir, en una esperanza sísmica. El deseo de que al sucesor le vaya mal es muy tentador. También lo es la creencia en el Uno irremplazable que sabotea al próximo. La venganza será terrible. Esto no sólo acontece ahora. Pasó casi siempre. ¿O acaso don Carlos Menem no daba imagen de todopoderoso y dueño absoluto de dos mandatos y el mejor ubicado para un tercero? ¿No fue él quien se fue con un “hasta luego” después de dejar un paquetito con una bomba llamada deuda externa?

Esta idea de un salvavidas en el poder es variada. El sentimiento de que sin las dictaduras sobrevenía el caos y la violencia irrestricta convencía a más de uno. La consigna de que si el poder no se conquistaba en forma total y militar el pueblo seguiría viviendo oprimido también era una evidencia revolucionaria. Somos hijos del Uno, o de la Una, un modo clásico de venerar el poder que Etienne de La Boétie inmortalizó como el de la servidumbre voluntaria.
Cuando vemos que Tabaré se va a su casa, Bachelet a la suya, Lula ídem, no se debe a que extrañan al perrito y al sillón de lectura. Es un ejercicio diferente del poder. Se lo llama “continuidad”, no eternidad, que no es lo mismo. Tiene que ver con las instituciones. El dicho repite que los hombres pasan y las instituciones quedan: así es, en otros países. En el nuestro, los hombres y las mujeres se quedan, y las instituciones se compran.

Esto último es muy importante. No hay plenitud de poder ni Uno irremplazable sin la Caja. Es el Tabernáculo posmoderno. El dinero es el cimiento del poder del Uno. Sin dinero, el Uno queda pulverizado y obliga a confederar a las partes en disputa. La multiplicidad no es domesticable una vez lanzada al ruedo. En nuestro país, los únicos gobiernos civiles duraderos debieron su permanencia al superávit de caja. Con déficit nos arreglamos con los golpes de Estado. A pesar de no existir el peronismo, asegura el Uno. De ahí que se pueda gobernar sin el peronismo, pero imposible hacerlo sin las corporaciones comandadas por una dirigencia vitalicia. No se puede gobernar sin la CGT, sin la Banca, sin la Federal y la Bonaerense, sin los caudillos armados que administran el delito, sin el empresariado agrupado en sus cámaras, sin los jefes que controlan los movimientos sociales, sin el personal de planta de la burocracia estatal, sin los Barones provinciales, sin los medios de comunicación propios y ajenos. En nuestro país el poder convence. En la conformación de sus estamentos, en su poder extorsivo, en la momificación de su dirigencia, se garantiza la única continuidad real.

El peronismo es el nombre que se da a sí mismo el personal gubernamental que pacta con estos dispositivos de poder en los que se distribuye la clase dominante. Es una entidad nominal que agrupa y legitima un acuerdo prebendario que asegura la continuidad de una misma hegemonía. La Corte Suprema, el Poder Legislativo, los jueces, los educadores, los que están a cargo de funciones de autoridad y de aplicación de las leyes son un decorado de terracota. Nuestras instituciones habitan palacios de estuco. Por eso cuando alguien dice: “Ok, estoy de acuerdo en que este gobierno miente, patotea y roba, pero algunas cosas las hace bien. ¿O no? Pero además, ¿qué otra alternativa hay, me podés decir?”. La respuesta que todos damos es bien conocida: “No, la verdad que no se me ocurre, tenés razón, no hay ninguna”.
Tomas Abraham

miércoles, 6 de abril de 2011

Corrupciones del poder

De nuevo, la corrupción agita pasiones, como si nuestra sociedad no pudiera poner punto final a un argumento que alude a la degradación de las leyes. Son prácticas que reaparecen constantemente con diferentes rostros. Por un lado, los de funcionarios y sindicalistas, protagonistas de escándalos que concluyen en los estrados judiciales o invaden el espacio público con violentas amenazas; por otro, el perfil que se va formando con las percepciones individuales que recogen encuestas y comparaciones internacionales.

Este último aspecto es digno de mención. En el Indice de Percepción de la Corrupción del año 2010, que prepara Transparencia Internacional (una organización civil que reclama el estricto cumplimiento de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción), la Argentina está ubicada en una suerte de suburbio del planeta en esta materia, debajo de los 100 primeros países sobre un total de 178. En una escala que, de menor a mayor corrupción, va del 10 al 0, la Argentina marca 2,9 puntos cuando Chile tiene 7,2; Uruguay, 6,9, y Costa Rica, 5,3. Brasil (3,7), Colombia y Perú (ambos con 3,5) gozan de una mejor valoración que la que los argentinos se adjudican a ellos mismos.

Nos queda, sin embargo, un premio consuelo, pues Nicaragua (2,5) y Venezuela (2,0) están peor situados. Buena compañía: en estos países con sociedades polarizadas hay gobiernos duramente cuestionados debido al ejercicio hegemónico del poder presidencial.

¿A qué se debe semejante visión de la cosa pública? Nuestro gobierno, junto con los de Venezuela y Nicaragua, esgrime una respuesta que a los tres les calza a medida. De Caracas a Buenos Aires, esos líderes que se dicen populares combaten, con discursos y decisiones concordantes, una poderosa confabulación de medios de comunicación ("dictadura mediática", la llamó hace pocos días Hugo Chávez, en La Plata). Los medios en manos privadas son, de este modo, los grandes pervertidores del siglo XXI: en tanto vanguardia de un nuevo y denostado imperialismo, producen a diario una conciencia falsa y hacen que la gente se comporte como dóciles seguidores de tales artimañas.

Este desprecio hacia la capacidad del ciudadano para elegir lo que quiere leer, escuchar o mirar es un rasgo clásico de regímenes que se creen investidos de verdades seculares. El efecto corruptor de los medios, denunciado por esos gobernantes, debería por consiguiente extirparse o limitarse rigurosamente para que florezca la verdad que ellos detentan. Para este relato, no hay corrupción en las esferas del poder político, sino imágenes ficticias de corrupción; no hay dolo, engaño, prebendas ni enriquecimientos fastuosos, sino una superposición de mentiras cuidadosamente urdida por los medios porque, en definitiva, la corrupción no puede tener cabida en gobiernos en los que refulgen virtudes militantes.

Es un "mundo al revés" en el cual Chávez recibe premios por defender la libertad de comunicación, un galardón tan disparatado, según Ricardo Alfonsín, "como darle a Torquemada el premio a la tolerancia religiosa". Por estos atajos, se desplaza el eje de atención con el propósito de ubicar exclusivamente la corrupción como parte constitutiva del pasado de las dictaduras que asolaron al país en los años 60 (lo cual sin duda es cierto). Así se va montando el escenario de una purificación jacobina que tiene la voluntad de abarcar un número cada vez mayor de culpables. Mientras los crímenes de la guerrilla gozan del beneficio de la prescripción, la tipología de los crímenes del terrorismo de Estado se estira permanentemente con el ánimo de abarcar nuevas figuras delictivas.

Esta estrategia para poner el pasado en la picota sirve de paso para enmascarar las corrupciones del presente. ¿Cómo suponer, en efecto, que un gobierno devoto de la Justicia para castigar los crímenes del pasado, incorpore en su gestión una cohorte de personajes que trafican con el capitalismo de amigos o, desde el campo sindical, extorsionan y desafían los estrados judiciales? Existe entre nosotros una inclinación morbosa a convertir la historia en un tribunal de instrucción que coexiste con otra actitud, no menos malsana, de sustraer los hechos del presente al escrutinio de la Justicia. Por cierto, no todo es blanco y negro. Hay juicios en marcha y procesados tras las rejas, pero mientras no se advierta un comportamiento más consecuente al respecto, este esquema de los dos escenarios (uno implacable con el pasado; el otro condescendiente y laxo con lo que ahora ocurre) conservará rotunda actualidad.

En la política democrática sólo el principio del respeto a la legalidad puede poner coto a los hechos susceptibles de ser calificados de corruptos. La corrupción es una cuestión de grado directamente relacionada, en cuanto a sus posibles sanciones, con la legitimidad y efectividad del Poder Judicial. Si esta piedra de toque del orden constitucional no responde, entonces no sólo la corrupción afecta determinados comportamientos individuales y colectivos, sino la raíz del Estado de Derecho.

En sí mismo, el Poder Judicial debería contar siempre con los medios legítimos de la fuerza pública para impedir que se conculquen los derechos que la Constitución enuncia y garantiza. Si el Poder Ejecutivo, titular de la fuerza pública en los órdenes nacional y provincial, no acata las órdenes judiciales y no concurre con las fuerzas policiales bajo su mando para hacer cumplir la ley, el principio de legalidad se corroe y las leyes se oxidan. El poder legal se transforma en mera fachada desde el momento en que las autoridades que integran el Poder Ejecutivo desobedecen mandatos judiciales (por ejemplo, para desalojar conjuntos habitacionales ilegalmente ocupados o levantar bloqueos que impiden la distribución de diarios) y se colocan por encima de la ley. Son gobernantes irresponsables que rinden pleitesía a una interpretación hegemónica de la democracia.

De proseguir por este camino, podríamos llegar a un punto en el cual los gobernantes hacen uso de la fuerza según su puro arbitrio. De este modo, se habría franqueado una frontera. Al no sujetarse a los controles intraestatales del Poder Judicial, el Poder Ejecutivo correría en rueda libre sin otros límites que no fueran los de su propio cálculo y sentido de la oportunidad. Esta es otra vuelta de tuerca que oprime todavía más nuestra maltrecha democracia institucional: mientras los gobernados estarían obligados a cumplir la ley, los gobernantes, por sus propias acciones y omisiones, se desentenderían de esta obligación.

Habría que preguntarse si estos episodios no evocan el título del capítulo XVIII del los Discursos ... de Maquiavelo. ¿En qué medida, en efecto, se puede "conservar un gobierno libre en un Estado corrupto"? No hay por qué aceptar en un todo esta hipótesis tan temible -sería, obviamente, un error de interpretación-, pero las tormentas que estallan en esta atmósfera cívica perturbada por la intolerancia no prenuncian tiempos más despejados. Nuestra democracia cruje porque no terminamos de aceptar el valor de los frenos y contrapesos aplicados al gobierno emanado de la soberanía del pueblo. Tenemos una democracia de grandes fines liberacionistas, envuelta en retóricas que bajan línea al enemigo con el aparato de la propaganda oficial, y carecemos de una democracia de medios institucionales capaz de albergar a todos, amigos o adversarios, en un sentimiento compartido de seguridad individual y colectiva. Para eso están las leyes que aquí no se cumplen.
Natalio R. Botana

sábado, 2 de abril de 2011

Por un periodismo no fascista

No es cuestión de hacerse los finos y disfrazarnos de epistemólogos. Dos mil quinientos años de filosofía no han podido lograr un consenso sobre qué es la objetividad. Lo que sucede con el periodismo en nuestro país no es parte de esta eterna discusión sobre neutralidad, subjetividad o imparcialidad. Se trata de fascismo. No hay que olvidarse de esta palabra. Hay un capitalismo fascista.

Cuando se elabora el relato fascista del poder, se junta dinero para hacer propaganda mediante un pelotón de mercenarios al servicio de los jerarcas. Frente a ellos no se persignan pegados a un paredón un coro de vírgenes desnudas. Los medios masivos de comunicación no son angelicales: tienen sexo. Constituyen un fenómeno político. Se lo llamaba cuarto o quinto poder. Pero, hace mucho tiempo, una casta de ciudadanos entre el Pireo y Atenas inventó la democracia. Reforzaron la idea en 1668, 1776, 1789 y la extremaron con pobres resultados en 1917.

La idea del inicio no ha variado. Las democracias existen para proteger a la ciudadanía de la arbitrariedad de los poderosos. Los que mandan son los que tienen armas y dinero. Con estos recursos pretenden hacerse dueños de las palabras. Si el mecanismo de defensa de las libertades depende de una burocracia política que distribuye armas y dinero para un bando que la favorece, se desencadena la guerra civil.

La erosión suicida no siempre es un fuego fatuo. Puede ser larvada, constituir un murmullo que se agita o se calma de acuerdo con cada ocasión, una provocación para beneficiarse con la furia descontrolada de un adversario enloquecido, una estrategia a mediano plazo para monopolizar la información.
Por eso es beneficioso que, frente al poder instalado en los gobiernos que manejan sin controles la hacienda pública, como sucede en nuestro país, existan polos empresariales poderosos propietarios de los medios. Es un equilibrio necesario ante los ilegalismos impunes que custodian la manipulación informativa desde el Estado. Mejor varios Leviatanes que uno solo. Mientras los gigantes se miran y miden, los pequeños se infiltran y logran hacer lo suyo.

Un Estado democrático es aquel que, frente a una realidad en la que el dinero manda, pone en funcionamiento la ley que hace porosa la estructura de poder de la sociedad. Fomenta la dispersión de las fuerzas de opinión y posibilita la multiplicación de las fuentes emisoras que dan cuenta de la realidad.

Hasta el momento, la Web es un medio extraestatal democratizador que ahorra trabajo político vertical, diagramación piramidal y gestión ecualizadora. El fascismo se define por la superposición entre información y propaganda. Se basa en el sofisma de que sólo hay propaganda. Que todo es poder. Que nada hay que no sea poder. De este modo el espacio de la información está marcado por una serie de bunkers ocupados por trincheristas que disparan sus avisos y consignas al éter publicitario. Se hacen llamar militantes u operadores. Son soldados de una causa. Frutos natos de la obediencia debida.

La sociedad se convierte en un auditorio ampliado que se divide en sectas a las órdenes de un gran hermano adorado y protector. Los periodistas adulan a su clientela, a sus ramones y rosas, y éstos los obsequian con sus ofrendas de amor.
Esto no es un invento del kirchnerismo y viene de lejos. Lo que hace este gobierno es participar de la fiesta mercenaria y ser uno de sus principales protagonistas. La concentración es un fenómeno mundial como lo es la fusión financiera de medios con otras ramas del mercado de bienes y servicios.

No es en este aspecto que reside la diferencia con otros países. Lo que marca el rasgo distintivo que caracteriza el comportamiento de una colectividad es el promedio educativo de una población y los valores que comparte. El periodismo es una de las ramas de los aparatos educacionales de una sociedad. Es un órgano de producción cultural.

Si la sociedad posee instituciones sólidas y variadas de producción de conocimientos y difusión de obras de valor del pasado y del presente, si la investigación de nuevos problemas y el impulso al desarrollo de fuerzas productivas que necesitan de la ciencia y de la tecnología promueven la diseminación de los espacios de creación, discusión y fundamentación de cada uno de los aportes cognitivos, entonces no hay gigante que se coma toda la realidad y la devuelva maquillada. La sociedad se vuelve exigente y no acepta cosas truchas. Es una cuestión de nivel educativo.
Al periodismo no fascista se lo descalifica como liberal. En nuestro país un liberal es un gorila o un oligarca. En otros lugares y otros tiempos, los liberales eran los disidentes que se jugaron la vida para que no hubiera más inquisidores. Así que no tenemos palabras afirmativas para el periodismo no fascista, aquel que aún considera que el análisis de la actualidad sigue siendo una tarea intelectual.
Toda tarea intelectual requiere como condición sine qua non multiplicar las fuentes de información. Es polifónica. Compara, puede tomar posición respecto de cada tema, pero lo hace al tiempo que ofrece un abanico explícito de alternativas que dispone en estado polémico. Si su ambición es mucha, hasta puede crear un espacio de pensamiento.

En un reciente documental, Public Speaking, de Martin Scorsese, sobre la escritora norteamericana Fran Leibovitz, ella decía que el mundo de la información estaba apagado. Sostiene que a nadie le interesan las noticias. Todos quieren opiniones. No hay más noticias, hechos, acontecimientos. La opinología que tantos desprecian se ha convertido en la máxima aspiración comunicacional. Se ha perdido el arte de la construcción de la noticia. La demagogia, la moralina y el culebrón no han dejado restos.

Al parecer, a nadie se le ocurre que el periodismo es una de las ramas de la historia y que el periodista contribuye a pensar la historia del presente.
Cuando una sociedad se constituye en un foro de propagandistas se embrutece. Se vuelve imbécil. Escupe afiches. No piensa más. Elige muñecos y los quema. Se regodea en su fanatismo. Acusa a quien sea de acuerdo a la receta que le entregan los mayordomos del Jefe o Jefa del Castillo. No tiene otro ideal que la servidumbre voluntaria.
Tomas Abraham

viernes, 1 de abril de 2011

El poder de quien usa “la bolsa y la espada”

Oficialismo y oposición comparten un problema, entre tantos otros: escapar de, y no querer ver, la realidad que ellos mismos generan.
El oficialismo y sus analistas ya no reconocen más los hechos sociales .
Ahora se trata, en todos los casos, de “operaciones mediáticas.


Si hay una trama que nos habla de lavado de dinero, dirigentes gremiales ya condenados por la justicia, financiamiento sucio de la política, negocios terroríficos a costa de la salud de los jubilados, nada de eso importa: el objeto de estudio ya no es más la trama, sino la “operación mediática” que torna visible la trama.

¿Por qué ahora, y no hace una semana? ¿Por qué a través del portal de la Corte Suprema y no por otro canal? ¿Por qué vía Suiza y no vía Finlandia? La noticia de fondo ya no está. En la oposición pasa algo parecido. En parte como resultado de una tradición política caudillista-personalista pero, también, como producto de análisis perezosos que llevan a simplificar lo que siempre es más complejo, la atención se concentra en una figura pública corrupta, un funcionario de comportamiento fascista, o un acto vandálico, como los hay tantos, para luego dar el grito de: “escándalo.” La pregunta, en todos los casos, es la misma: ¿qué decimos de la red política, económica, social, que torna posible la producción del exabrupto de hoy, el surgimiento de un nuevo escándalo del que nos olvidaremos en unos días, corriendo detrás de uno nuevo? En todos los casos, frente a acontecimientos semejantes, conviene dar algún paso atrás y salir de la fuerza gravitacional que nos aleja de los hechos, para pensar y cuestionar las estructuras que se construyen, pacientemente, a través de alianzas, subsidios, sanciones, premios y castigos, todos los días. Necesitamos preguntarnos sobre la estructura de relaciones que se ha forjado en todos estos años, y que favorece no la ocasional aparición, sino la permanencia en el tiempo, de graves violaciones de derechos.

Aquí, quien está en el poder (quien quiera que sea), quien maneja “la bolsa y la espada,” como decía Hamilton, quien controla los recursos públicos y las fuerzas de la coerción, lleva la carga más difícil (lo cual no niega otro tipo de responsabilidades propias de las diversas oposiciones). Quien está en el poder tiene la obligación de dar cuenta prolija de cada uno de sus actos y omisiones, porque maneja las herramientas más sensibles, con los recursos de todos. En cambio hoy, quien está el poder no sólo engaña lastimosamente en la expresión de sus actos (ya sea a través de las estadísticas oficiales, ya sea a través de los portales de noticias públicos), sino que además comienza a sancionar o castigar con la fuerza a quienes se atreven a impugnar su relato .

Urge salir, entonces, de la limitada coyuntura, para preguntarnos sobre las bases materiales que la hacen posible. Doy breves ejemplos. Puede ocurrir que una gobernadora, apenas electa, haga “declaraciones desafortunadas” (en este caso, a favor de lo peor que representó el saadismo, como fuerza política). A cualquiera le pasa. Pero no es esa anécdota lo que importa. La cuestión relevante es si el Gobierno fortalece la gesta cívica que expulsó al saadismo del poder, o por el contrario pacta con éste .

Puede ocurrir, también, la imperdonable muerte de aborígenes, a manos del gobierno formoseño. Un hecho trágico, puntual, que pudo haberse dado en cualquier otro momento de la historia argentina. La pregunta es si el Gobierno desmonta la estructura de desigualdades que, en Formosa, hambrea y criminaliza a los tobas desde hace años; o por el contrario la afirma y respalda, mientras siquiera presenta como problema lo ocurrido.

De manera similar, puede ocurrir la insuperable muerte de un joven de izquierda, a manos de empleados de la Unión Ferroviaria. La pregunta que uno merece hacerse, entonces, es si el Gobierno peleaba, con el joven muerto, contra los resabios criminales que anidaban en ese sector del sindicalismo, o por el contrario negociaba con éste, a costa de los derechos de los terciarizados.

Frente al “escándalo” más cercano, el de este fin de semana -un bloqueo destinado a castigar a la prensa no oficialista - uno podría preguntarse: ¿es que el Gobierno ha tratado de fortalecer, en todo este tiempo, la democracia sindical, la transparencia y el pluralismo del movimiento obrero; o por el contrario ha denegado hasta la personería jurídica a centrales obreras alternativas, ha hostigado al sindicalismo de izquierda , ha establecido alianzas con sectores sindicales enjuiciados por crímenes graves? Si las respuestas, en todos los casos, son las que uno presume, entonces la cuestión no es por qué ocurren hechos como el de este fin de semana, sino cómo vamos a evitar las violaciones futuras de derechos, que las estructuras creadas alimentan, cada día que pasa.
Roberto Gargarella

Marchas de la bronca

Bronca sin fusiles y sin bombas. Bronca con los dos dedos en ve. La crónica de Miguel Cantilo, el Discépolo de los 70, en su legendaria marcha ayuda a definir algunas cosas que están pasando detrás de las noticias. En el ala izquierda del kirchnerismo se está librando una fuerte batalla ideológica para establecer cuál es la mejor manera de pararse frente a lo que definen como la derecha de su movimiento. Estas peleas por espacios de poder tienen reminiscencias desarmadas (por suerte y por ahora) de las que ocurrieron en los años 70.

Todos coinciden en colgarse de las polleras y las encuestas de Cristina Fernández de Kirchner. La Presidenta, astuta, tiene algo muy claro: sumar todo lo que pueda y de donde sea para evitar la segunda vuelta, donde podría desmoronarse su proyecto. Por eso hizo un llamamiento a no preguntarle a nadie de dónde viene. Ese pragmatismo hace crujir el rompecabezas oficialista y genera tensiones y acusaciones a la luz del día. Es importante seguir de cerca estas escaramuzas porque son las únicas que por ahora pueden evitar la reelección de Cristina: el fuego amigo. Hay movimientos telúricos que se están incubando y que suelen anticipar los terremotos políticos que afectan a todos los argentinos. La confrontación en su propia cancha puede generar que el oficialismo se consuma en su propio fuego. Los misiles entre Hugo Moyano y Cristina fueron (y “son”, porque no terminaron) el ejemplo más contundente, aunque luego se haya querido maquillar el acontecimiento. ¿O quiénes son los políticos que se apropian de las listas y dejan afuera a los negritos?
De hecho, las más grandes derrotas históricas tanto del peronismo como del kirchnersimo fueron autoinflingidas por su gran capacidad de construir y destruir al mismo tiempo.

En este contexto, Luis D’Elía acusó a Emilio Pérsico de haber estado cerca del menemismo en los 90. Ambos dirigentes vienen de la militancia social y viven en villas o asentamientos. Pero representan dos concepciones de acumulación distintas y por eso el pase de factura chicanero. Pérsico, desde el Movimiento Evita, es uno de los motores principales del kirchnerismo auténtico que se agrupa en la Corriente Nacional de la Militancia, que incluye al peronismo y a varias autoridades partidarias. D’Elía y Hebe de Bonafini, entre otros, encarnan a los sectores más extremos y blindados del kirchnerismo antipejotista.

Hebe está convencida de que Hugo Moyano es un traidorazo y patotero al que hay que tener lejos y que hay intendentes fachos que después se dan vuelta. Según D’Elía, no hay que apoyar a Scioli como hace Pérsico porque “tiene convicciones neoliberales y conservadoras a las que nunca renunció. Si fuera presidente, tendríamos un nuevo indulto y se derogaría la Ley de Servicios Audiovisuales”.
Por el contrario, los muchachos de Pérsico vienen trabajando hace tiempo para suturar una herida criminal muy profunda que tienen con la ultraderecha peronista y otra brecha que los separa de los ex menemistas. Por eso aportan sus columnas militantes en todas las convocatorias de la CGT y fomentan el noviazgo entre la JP Evita y la Juventud Sindical Peronista. Son los más claros herederos de aquella guerra “con fusiles y con bombas” que se dio entre el espacio liderado por Montoneros y las distintas vertientes del gremialismo ortodoxo de derecha que en muchos casos alimentaron la Triple A.

De esto último se acusa a Hugo Moyano. Un antiguo dirigente trotskista lo denunció anta la Justicia por su militancia en la Concentración Nacional Universitaria (CNU), un grupo de choque que se sumó a las huestes de José Lopez Rega. Sin embargo, después de 35 años, Moyano fue el principal orador en el homenaje a Jorge Di Pasquale, el combativo secretario general del gremio de empleados de farmacia que fue secuestrado y asesinado. Di Pasquale fue secretario adjunto en la legendaria CGT de los Argentinos de Raimundo Ongaro. En ese cuenco abrevó uno de los hombres más cercanos a Moyano: Juan Carlos Schmid, que estaba sentado a su lado.
Es un gran avance hacia la convivencia pacífica entre los que en los 70 quisieron dirimir a los tiros sus diferencias. En aquella época, nadie se hubiera imaginado esta confluencia civilizada entre fachos y zurdos.
Con menor intensidad ocurre algo parecido respecto de la relación que mantiene la Corriente de la Militancia con Scioli y hasta con Sergio Massa. De hecho, el gobernador de Buenos Aires estuvo en el estadio de Huracán al lado de la Presidenta, y Luis D’Elía fue expresamente excluído de la lista de invitados.

Pero nada es lineal. La única que tiene el “kirchnerómetro” es Cristina y ella prefiere a La Cámpora y a Amado Boudou. Pero por ahora, hasta las elecciones, no veta a nadie. Mediante un video le dio la bienvenida al nuevo partido de D’Elía, que en el Luna Park destacó la presencia y el apoyo del cuasi embajador de Irán, Ali Pakdaman. El ministro de Economía fue la estrella del acto que hicieron Bonafini y Sergio Schoklender en el Mercado Central, donde se agradeció la instalación de la mayor planta transmisora de AM para la radio de las Madres de Plaza de Mayo. Boudou, militante del partido de Alvaro Alsogaray hasta hace unos años y profesor de la universidad más ortodoxa y liberal, es reinvindicado por D’Elía pese a ese origen con una explicación muy particular: “Boudou y Jorge Capitanich también venían de esa procedencia ideológica, pero ellos abjuraron de esas ideas. En cambio Scioli, las mantiene”.
El actor Federico Luppi expresó su preocupación porque “una parte del país sigue apostando por las viejas soluciones fachistas antidemocráticas” y puso como ejemplo que “en estos días le interrumpieron un acto a Martín Sabbatella al grito de ‘zurdos de mierda’”. Dijo Luppi que “esa es la parte del espolón de proa que la derecha argentina coloca siempre como apelativos para descuajeringar el proceso democrático”.

En efecto, una patota de cuatro hombres que se conducían en dos autos sin chapa –que no eran Falcon– le dieron una paliza terrible a algunos militantes de Sabbatella en San Antonio de Padua, partido de Merlo. Uno de los agredidos, Alejandro Mileto, tuvo que ser hospitalizado. Sabbatella responsabilizó por la violencia al intendente kirchnerista Raúl Othacehe y lo instó a “desactivar esas patotas”. La diputada Victoria Donda repudió a esos matones que sobreviven “gracias a los favores mutuos entre ellos y el actual gobierno nacional”. Tal vez Othacehe sea uno de esos intendentes fachos que se dan vuelta a los que apuntó Bonafini. Cantilo y Discépolo rematarían diciendo: “Bronca cuando a plena luz del día, sacan a pasear su hipocresía”. Y en el mismo lodo, todos manoseados.
Alfredo Leuco