jueves, 18 de julio de 2013

La vorágine banal del relato

En estos días es noticia un militar acusado de violaciones a los derechos humanos, participante del Operativo independencia en Tucumán en los años de plomo, sospechado de haber apoyado el alzamiento carapintada de los 90, dueño de una fortuna que no puede explicarse con sus ingresos y que manejó durante años el servicio de inteligencia del Ejército. Resultaría atinado suponer que se habla de este sujeto porque lo han llevado preso al penal de Marcos Paz, o lo someten a juicio y es separado de la fuerza mientras se sustancia la causa, ya que el Gobierno fue, hasta ahora, implacable con los militares sospechados de haber violado los derechos humanos durante la última dictadura.

Nada de eso, la noticia es que ese militar ha sido nombrado Jefe del Estado Mayor del Ejército por el gobierno de la señora Fernández de Kirchner, un gobierno que desde hace años utiliza el pasado para hacer política interna, manipulándolo sin pudor al acusar falsamente a opositores o meros críticos, lo cierto es que ante el más pequeño atisbo de crítica no ha dudado en descalificar a quien osase alzar su voz, apelando a términos cada vez más vaciados de sentido, como destituyente, oligarca, golpista, genocida, etc.

Permítaseme detenerme en la palabra genocida, bastardeada y abusada en la vorágine banal del relato, si hasta el Papa Francisco fue (des)calificado como “el genocida Bergoglio” por la claque del progresismo cool, combativo y "revolucionario" que en las primeras horas de rabia y estupor salió a vomitar odio y resentimiento, para pasar luego, en una indigna y vergonzante voltereta, a aclamar a “nuestro querido Papa”.

El doble discurso se ha instalado hace tiempo con obscena impunidad, pero no deja de resultar doloroso asistir al silencio cómplice de las organizaciones de derechos humanos, con la honrosa excepción del Nobel Adolfo Pérez Esquivel, ante el discurso que ciertos personajes brindan ante lo indefendible, y más doloroso aun es contemplar la doble moral evidenciada por personas que supieron en otros tiempos ser referentes éticos para la sociedad y que han sido quienes blindaron culturalmente  a un poder en el que campea el autoritarismo, el delirio mesiánico, la persistente erosión de los pilares democráticos,  el ataque a los derechos individuales y todo al ritmo de una forma arcaica y cruel del ejercicio absoluto del poder.

Se falsea la historia, se miente, se distorsiona la realidad para que encaje en el “relato”, se protege y encubre a la propia tropa y se somete a “juicios públicos” a los enemigos (y digo enemigos porque para quien gobierna solo existen los acólitos y para el resto ni justicia).  No obstante, como bien nos dice El burlador de Sevilla, no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague, lenta pero inexorablemente se van desintegrando las imposturas, caen inexorables las máscaras dejando al descubierto el verdadero rostro del “modelo”,  y a lo que se vislumbra, a lo que va quedando en evidencia,  no hay relato que pueda ocultarlo. 
Claudio Brunori

martes, 16 de julio de 2013

La doble brecha que mantiene dividido al país

La Argentina es hoy un país atravesado por dos brechas tan profundas como diferentes. Una es política e ideológica; la otra es social. No coinciden ni se superponen. Cada una, a su modo, representa un problema para quienes se hagan cargo del gobierno en 2015, quizá no el más urgente, pero sí uno de los más importantes.

La brecha político-ideológica no es nueva. Desde principios del siglo XX, con otro país y otra sociedad, se formó un patrón de convivencia política dominado por el faccionalismo y la denegación recíproca de legitimidad. Su origen se halla en la idea de la unidad del pueblo y la nación, amenazados por la conspiración de elementos ajenos, como la antipatria o la oligarquía. Tal idea, asumida sucesivamente por el yrigoyenismo y el peronismo, arraigó en experiencias sociales profundas, propias de una sociedad inmigratoria y con fuerte movilidad, de identidad inestable y conflictiva. Los excluidos generaron sus propios argumentos de recusación y la política se desarrolló hasta 1983 en ese contexto faccioso y conflictivo.

En 1983 pareció que se daba vuelta la página. La civilidad se unió alrededor de los derechos humanos y la democracia. La pluralidad fue valorada, aunque ya una cierta intolerancia se insinuó en el campo de los derechos humanos. Luego, mientras la decepción fue restando a la democracia su capacidad aglutinante, los protagonistas o herederos de los setenta abandonaron el lugar de "víctimas inocentes" y reivindicaron sus antiguas luchas y métodos. Se produjo entonces una asombrosa confluencia entre la reivindicación extrema de los derechos humanos y la de la lucha armada. Un compuesto político-ideológico -cabalmente expresado por Hebe de Bonafini- que, más allá de su íntima contradicción, tuvo enorme potencia para erosionar los valores del pluralismo y restablecer la brecha.

Este motivo ideológico se expandió en los noventa, en un debate fluido y abierto, mezclado con los reclamos por la democracia republicana y social que generó el menemismo. El kirchnerismo integró estos variados elementos -el progresismo, el setentismo y los derechos humanos- dentro de la antigua matriz peronista de la unidad del pueblo y la exclusión. El enemigo, definido de manera genérica, fueron los militares, el campo, Clarín o los jueces, de acuerdo con la coyuntura política y con las diferentes sensibilidades de los seguidores. A diferencia del peronismo original y de los setenta, hubo poca sinceridad y un uso instrumental, casi hipócrita, del discurso. El gobierno machacó empeñosamente y logró reconstruir la brecha política. Muchos se sintieron más cómodos con ella que con el pluralismo de 1983.

Los opositores tuvieron un papel más pasivo: recibieron los cachetazos sin estar convencidos de que debían devolverlos, porque les preocupaba la institucionalidad y porque se enredaron en las meritorias formas externas del discurso oficial. Pero no pudieron evitar el lugar en que los colocó el Gobierno. De ese lado hubo poca argumentación eficaz, y el vacío se llenó con descalificación personal, más bien mezquina. Una buena parte de la gente común contempla hoy, sin entender demasiado, el feroz enfrentamiento de dos grupos más apasionados que razonantes, encastillados en sus argumentos, que no encuentran terreno común para dialogar y que ni siquiera coinciden en los hechos y los datos sobre los que discutir.

La segunda brecha divide en dos a la sociedad: la parte normalizada o establecida y el mundo de la pobreza. Se trata de un fenómeno relativamente nuevo: antes de los años setenta la Argentina tuvo pobres y "villas miseria", pero no un mundo de la pobreza. Éste se formó desde fines de los setenta, por el desempleo -fruto de la apertura económica y las privatizaciones- y por la deserción del Estado. Viene creciendo de manera sostenida, hasta incluir una cuarta parte de la población, o quizás un tercio. Entre diez y doce millones de argentinos están privados de lo que nuestra sociedad y nuestra época han llegado a considerar lo mínimo de una existencia digna.

En estas cuatro décadas, la sociedad argentina se polarizó y se segmentó. A una parte no menor le va muy bien. Otra parte -las "clases medias" y los trabajadores formalizados- logra con dificultad mantener lo que antes se llamaba la "decencia": la vivienda, el trabajo, la confianza en la educación, la expectativa de que los hijos estén mejor. También una cierta confianza en que el mejoramiento individual guarda alguna relación con el interés general. El mundo de la pobreza también tiene solidez e identidad, y una fuerte capacidad para reproducirse. Se ha consolidado un tipo de sociabilidad comunitaria, una forma de entender la vida y un conjunto de valores y expectativas singulares, que ya no dependen de la falta de empleo. Ni el trabajo estable ni la educación ocupan un lugar central, y la ley tiene una significación relativa. Pero, en cambio, son sólidas las jefaturas personales, de referentes o de "porongas".

Son dos partes diferentes, pero con muchas relaciones. Hay nexos positivos, como el Estado, que llega cuando hay que apagar un incendio, o las organizaciones voluntarias, que articulan redes solidarias. Pero los nexos negativos son más fuertes: las organizaciones delictivas, el narcotráfico y hasta la policía, ubicada a ambos lados de la ley. La Salada, importante para la subsistencia de los pobres, constituye en el fondo un formidable mecanismo de explotación. Finalmente la política, enganchada con el poder público, ha montado un sistema para traducir la ayuda estatal en apoyo político y votos.

Los que hablan por los pobres son pocos. Los sindicatos tienen su base en los trabajadores formales. Muchas organizaciones sociales se han integrado a la maquinaria del gobierno, y sus dirigentes medraron. Perdieron fuerza las organizaciones piqueteras más radicales, que en su momento impulsaron su autoorganización. Sólo sigue siendo efectivo el recurso de irrumpir en el mundo de la sociedad establecida para recordar su existencia, con piquetes o con la cotidiana ocupación de las calles. Suficiente para la dádiva, pero insuficiente para generar políticas más consistentes.

La brecha política y la brecha social son intolerables, pero diferentes. La primera envenena la convivencia y obstaculiza la reflexión colectiva. La segunda constituye un problema estatal y sobre todo un desafío ético. Hay pocas relaciones entre ambas. La protesta de los pobres carece de la fibra ideológica y política que movilizaba a villeros y trabajadores en los setenta, y también del sentimiento que en su tiempo suscitaron Perón y Evita. Con los Kirchner hay más cálculo que pasión, y muy poco amor. En cambio, hay pasión entre quienes se alinean ideológicamente con el Gobierno, pero sus ideales no pasan particularmente por los pobres. No se parecen a los jacobinos de la Revolución Francesa, que honraban la igualdad del pueblo, sino a los de Napoleón, que encontraron en el discurso jacobino un instrumento eficaz para el mejoramiento personal.

Son problemas que requieren políticas distintas. En el caso de la brecha ideológica, poco puede hacerse con este gobierno. Cuando cambie, habrá que tener bien presente la nefasta experiencia de 1955 y evitarla. El pluralismo y la convivencia -que parecen cuadrar poco con nuestro ADN cultural- deben volver a ser, como en 1983, un principio básico, y habrá que hacer todo lo necesario para que quienes hoy están en costados distintos de la brecha vuelvan a convivir en armonía. Aunque no sea apasionante, es un objetivo razonable.

Cerrar la brecha social, en cambio, es una tarea de largo plazo, más bien un horizonte, de esos que ayudan a caminar. A las dificultades específicas hay que sumar la previsible resistencia de todos los que se benefician con la pobreza, incluyendo políticos tentados con heredar el sistema. Es una tarea de todos: de los gobiernos, de sus opositores y de la sociedad civil y sus organizaciones. Sobre todo, es la tarea del Estado. Un Estado que hoy está hecho jirones y que, simultáneamente, debemos empezar a recomponer.
 Luis Alberto Romero 

martes, 2 de julio de 2013

La década no está ganada, sino desperdiciada

El Gobierno dilapidó el viento de cola y, con una mala asignación de recursos, dejó caer la infraestructura del país.
La década del 80 fue la "década perdida" , en la Argentina y en América latina. Nuestra Presidenta ahora considera que esta es la "década ganada" . Estos calificativos exigen prestar atención a tres hechos nuevos en el escenario mundial de los últimos años. Primero, la tasa de interés internacional es hoy la más baja de los últimos 50 años y ni llega a la mitad del nivel de 2002. Segundo, gracias a estas tasas mínimas la inversión externa se derramó sobre toda América latina; comparando con el año 2000, hoy es 15 veces mayor en Perú y Ecuador; 10 veces, en Uruguay; seis veces mayor en Chile y Colombia, y dos en Uruguay. La Argentina no sólo permaneció al margen de esta tendencia, sino que desde 2005 se fugaron 84.000 millones de dólares. Tercero, los precios internacionales para nuestras exportaciones son los más altos de los últimos 40 años. Según el Indec, los términos de intercambio se duplicaron respecto de 1986; en mayo de 2003 la soja se cotizaba a 232 dólares y ahora vale 550. Gracias a estos excepcionales términos de intercambio nos hemos beneficiado con recursos adicionales que superan los 150.000 millones de dólares.

Es así como, financiado por estas rentas extraordinarias, el gasto público en la última década se multiplico más de tres veces, pero la infraestructura no se benefició de esta multiplicación. Por ejemplo, hay un gran déficit de agua potable y cloacas, elementos esenciales para reducir la mortalidad infantil y las enfermedades de transmisión hídrica. Unos 8,2 millones de habitantes carecen de agua por red y 21 millones no tienen cloacas.

En el conurbano, el 30% de la gente no tiene agua por red, el 63% carece de cloacas y el 39% no tiene gas por red. Las inversiones fueron insuficientes. La creciente urbanización también agudizó los daños por inundaciones, como en La Plata, pero la inversión en esta protección hídrica ha sido mínima: se gasta 10 veces más en subsidiar a Aerolíneas Argentinas.

La infraestructura vial está atrasada frente a un parque automotor que creció un 90% en la última década, con un creciente "pasivo vial" por falta de inversiones. José Barbero señala que tenemos apenas 2500 kilómetros de carreteras de calzada doble, pero necesitamos más del doble. La red nacional y las rutas provinciales se degradan por falta de inversiones y sobrecostos notorios. Un kilómetro de carreteras de cuatro carriles le cuesta ahora al Estado casi el doble que en la década anterior.

Las cosechas crecen pero el ferrocarril de cargas retrocede por carencia de inversiones, incrementando así los costos logísticos. El ferrocarril transporta menos del 10% de la carga, mientras que en Canadá lleva el 55%; en Alemania, el 54%, y en Estados Unidos, el 47%.

En el área metropolitana el servicio ferroviario ha retrocedido y origina un alto costo de vidas humanas. Este retroceso es fruto de grandes subsidios mal direccionados, que no estimulan ni la inversión ni el buen mantenimiento de vías y trenes. Entre 2003 y 2011 se invirtió anualmente menos de la mitad de lo invertido entre 1995 y 2001. Las recientes inversiones apenas cubrieron la séptima parte de las necesidades de mantenimiento y reposición del material. Existen también notorios atrasos en áreas clave como puertos, dragados, aeronavegación, ferrocarriles interurbanos, radarización y control del espacio aéreo, esencial para combatir el narcotráfico.

En energía, la carencia de inversiones originó una gran caída en las reservas de gas (60%) y petróleo (20%). Por eso, desde 2003 la producción de petróleo cae un 30%, mientras que la de gas cae, desde 2004, un 20%. La caída en inversiones impacta sobre nuestras cuentas externas, por el fuerte ascenso en las importaciones de combustibles, que este año llegarán a 13.000 millones de dólares, cuando en 2006 el sector energético aportaba más de 6000 millones a la balanza comercial. La carencia de inversiones en hidroelectricidad ha impulsado el consumo de combustibles caros e importados. En 2003, más de la mitad de la generación eléctrica era aportada por la hidroelectricidad; ahora, aporta menos del 30%.

Todas estas carencias de inversión en sectores estratégicos no se explican, como hemos visto, por falta de recursos, sino por mala asignación del gasto público, que está hoy a un nivel récord histórico. Se aumentaron aceleradamente los subsidios fiscales, que ya superan los 20.000 millones de dólares anuales. Estos subsidios son apropiados por los segmentos socio-económicos más favorecidos, porque no existe una verdadera tarifa "social". Cuando comenzaron los subsidios, hacia mediados de la década, eran cifras razonables, pero hoy son tan gravosos que el Gobierno viene postergando desde hace ya varios años las necesarias inversiones en infraestructura, muchas de ellas de carácter urgente y prioritario porque hacen a la seguridad de las personas, como ocurre con el transporte ferroviario. Esta decisión estratégica del Gobierno de priorizar los subsidios a favor de los segmentos de arriba de la sociedad, y al mismo tiempo postergar las inversiones necesarias en los servicios de amplia demanda popular como el transporte público, configura un cuadro de alto riesgo.

Los cuantiosos subsidios que distribuye el gobierno nacional responden a un criterio altamente regresivo, ya que el 20% más pobre de la población se beneficia apenas del 6,3% del subsidio total, mientras que el 20% más rico se apropia nada menos que del 42,7% del total de los subsidios. Es decir, los ricos reciben subsidios 6,8 veces mayores a los subsidios que benefician a los pobres. Por su parte, tenemos la Asignación Universal por Hijo, eficaz política de transferencias monetarias que mejora la distribución del ingreso, ya que concentra estos subsidios en los segmentos más pobres. Pero la magnitud del gasto fiscal en la AUH ni por lejos alcanza a compensar el carácter regresivo de los subsidios económicos, por la sencilla razón de que el fisco gasta en estos subsidios regresivos ocho veces más que en la AUH. En 2005, la inversión pública era el triple de los subsidios; ahora los subsidios son un 50% mayores que la inversión. Un ejemplo de subsidios regresivos es Aerolíneas, ya que el 85% de su déficit proviene de los vuelos internacionales, como Miami, Roma y Madrid. Hay que recordar que quienes administran esta empresa pública que tanto incide en mermar recursos para otras inversiones prioritarias no publican sus balances desde 2008.

Cuando un gobierno pierde la visión del porvenir y no presta atención a la infraestructura del país, compromete su futuro. Pero el futuro siempre llega, a veces más temprano que tarde. Son ya varios años de prioridades equivocadas en el área de infraestructura, muchas de ellas salpicadas por sobrecostos propios del capitalismo de "amigos", que significan achicar los fondos que se dedican a las obras prioritarias. El mayor símbolo de prioridades ya no equivocadas sino absurdas fue el disparate del "tren bala", que entretuvo por varios años al Gobierno, que no prestó atención a las redes ferroviarias urbanas. No invertir en infraestructura es muy costoso, pero el costo para toda la sociedad es mucho mayor cuando la inversión no sólo no es suficiente sino que además está demasiado afectada por la corrupción. Considerando la decadencia y atraso de nuestra infraestructura se puede sostener que la última década no fue ni ganada ni perdida. Fue, simplemente, desperdiciada.
Alieto Guadagni