lunes, 8 de octubre de 2012

Las trampas legales del populismo



A diferencia del constitucionalismo moderno, que fija las bases fundamentales de la organización social, en la variante populista los textos no están hechos para durar, sino para cambiar en función de las necesidades del proyecto de poder.

El constitucionalismo es un producto de la modernidad concebido para fijar límites al poder. Sus instituciones fueron ideadas para perdurar en el tiempo y consolidar un núcleo de derechos y garantías fundamentales. El constitucionalismo populista es un producto posmoderno que implica una regresión al poder sin límites. Propicia constituciones maleables con el objetivo de eternizar un proyecto de poder presente. Nuestra Constitución abreva en la tradición de la razón plural, democrática y republicana. Sus principios y valores nos definen como Nación. El desafío es cumplirla, no reformarla.

El Estado constitucional se nutre en los ideales de libertad , igualdad y fraternidad. El Estado de Derecho, su ahijado, que postula la sumisión del Estado a la ley, ha plasmado principios y garantías inalienables de cara al futuro. Sobre esos fundamentos sólidos de protección de la sociedad civil frente a las tentaciones del poder autoritario, el constitucionalismo moderno pudo avanzar e incorporar a su base dogmática derechos sociales, económicos y culturales ("derechos humanos de segunda generación") y derechos y garantías vinculadas al medio ambiente y a la solidaridad social ("tercera generación"). La interdependencia de todos estos derechos y garantías y sus posibilidades de realización han generado y motivan debates que traducen proyectos políticos que compiten por la alternancia en el poder. En esa alternancia, hay mayorías y minorías circunstanciales que asumen roles de oficialismo y oposición en el marco de un sistema de reglas con controles y equilibrios que hacen previsibles los cambios.

En el siglo XX, Bertrand de Jouvenel sostuvo que las sociedades se resisten a que el porvenir sea absolutamente desconocido, más bien prefieren que sea preconocido. Crean instituciones, conceden poderes al Estado y planifican el futuro para acotar la incertidumbre. Para Jouvenel, todo poder es, de alguna manera, poder sobre el porvenir. Porque el poder es capacidad de acción que afecta a lo que viene y no sólo al más inmediato presente. El Estado constitucional no sólo fija límites al ejercicio del poder presente, también da previsibilidad a los cambios en el ejercicio del poder futuro. Su vigencia acota riesgos, aporta confianza y tiende un puente de certidumbre institucional entre el pasado, el presente y el futuro.

Muchos autoritarios estigmatizan al constitucionalismo moderno por su tradición liberal y su evolución concomitante al desarrollo del sistema capitalista. La Revolución Inglesa de 1688, la independencia norteamericana de 1776 y la Revolución Francesa de 1789 son hitos políticos innegables en la construcción del Estado constitucional; pero los derechos civiles y políticos que se derivaron de aquellas gestas fueron precisamente los que, en el futuro, permitieron modelar cambios e instituciones que tradujeron la acumulación y el crecimiento capitalista en desarrollo económico y social para los pueblos.

Sin derechos humanos de primera generación, es una quimera imaginar la vigencia de derechos humanos de segunda y tercera generación. Los experimentos de ingeniería social que por derecha o por izquierda se propusieron sintetizar la razón con la libertad y la igualdad, en realidad, empezaron aplastando la libertad bajo el pretexto de la razón y acabaron por mostrar que en esa misma razón se reproducía un delirio de poder. Los desvaríos de la razón instrumental y autoritaria siempre estuvieron al acecho de la tradición constitucional y del Estado de Derecho, pero nunca pudieron socavar sus fundamentos y abolir sus ideales. Las sociedades más prósperas y desarrolladas del planeta conviven bajo el Estado de Derecho.

En el siglo XXI, el Estado de Derecho enfrenta nuevos peligros. La simbiosis entre el populismo y los valores posmodernos ha entrampado a muchas sociedades en el corto plazo. La entronización del presente y el "imperio de lo efímero" son refractarios a postulados principistas. Todo deviene, todo cambia. También mutan las bases fundacionales de la organización social. El sello distintivo del "constitucionalismo populista" es que los textos no están hechos para durar, sino para cambiar en función de las necesidades del proyecto de poder. Expresan aspiraciones populares de un momento histórico en largos articulados que resumen la sumatoria de las demandas sociales insatisfechas de los individuos, los grupos y las regiones, pero no explicitan los instrumentos para satisfacerlas. En lo político, buscan alinear el todo con la regla de la mayoría y camuflan la participación democrática en el uso discrecional del mecanismo plebiscitario. Para ello, a los tres poderes clásicos (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) suman dos nuevos poderes: el poder ciudadano y el poder electoral. Los nuevos poderes y la herramienta de la reelección ilimitada buscan asegurar la continuidad del proyecto de poder presente. Es lo único que no cambia, donde todo deviene.

Los juristas Roberto Viciano Pastor y Rubén Martínez Dalmau, profesores de Derecho de la Universidad de Valencia e inspiradores intelectuales de este constitucionalismo posmoderno, sostienen que las constituciones deben ser documentos cambiantes que se adapten rápida y flexiblemente a las nuevas condiciones políticas. Deben ser fáciles de enmendar y reformar, y su expectativa de vida no se espera que supere los diez años. Estos autores, que desde su think tank europeo, la Fundación Centro de Estudios Políticos y Sociales, trabajaron activamente en los textos de las nuevas Cartas Magnas de Venezuela, Bolivia y Ecuador, también enseñan que las nuevas constituciones deben ser documentos sin terminar, siempre sujetos a ser enmendados por la gente, "la verdadera depositaria de la soberanía y el poder". ¿Democracia directa como quería Rousseau? No, más bien "democracia delegativa" como lo planteó el documento pionero de Guillermo O'Donnell.

Hay autores que se refieren a las nuevas constituciones como "aspiracionales" para distinguirlas de las constituciones modernas que tendían a ser "protectoras". Con esa diferenciación tienden a sugerir un proceso evolutivo y superador, cuando en realidad, lo que está en juego son plataformas ideológicas y valorativas diferentes. El constitucionalismo moderno que limita el poder y da previsibilidad a los cambios en su ejercicio también sienta las bases institucionales de largo plazo para alcanzar el desarrollo económico y social y satisfacer las aspiraciones sociales. El constitucionalismo posmoderno, por el contrario, libera restricciones al poder presente con la excusa de satisfacer aspiraciones sociales en el corto plazo. Uno rescata valores e ideales históricos para apuntalar un proyecto futuro; el otro aspira a eternizar el proyecto presente. El moderno habilita liderazgos políticos acotados en el tiempo y, de vez en cuando, promueve estadistas; el posmoderno apuntala liderazgos personalistas y caudillescos.

John Rawls, en su Teoría de la justicia, siguiendo la tradición del Estado constitucional y argumentando en contra de la concepción utilitarista que tiende a identificar justicia con eficiencia, asume tres principios constitutivos básicos para realizar el ideal de justicia social: a partir de una dotación igualitaria de derechos y deberes básicos, la justicia social generacional debe ocuparse en especial de los menos aventajados y la justicia social intergeneracional del "principio de ahorro justo", de lo que esta generación deja para los que vienen. No hay ideal de justicia social realizable cuando las sociedades quedan institucionalmente entrampadas en el corto plazo.

La Constitución Nacional que nos rige es heredera del constitucionalismo moderno. La democracia recuperada repuso su vigencia. La acatamos como ley de leyes, pero la cumplimos a medias. Hay derechos y garantías que plantean aspiraciones siempre postergadas (el trabajo digno del famoso 14 bis, por ejemplo). Hay disposiciones de la reforma del 94 que todavía aguardan implementación, como el siempre postergado pacto fiscal (nueva ley de coparticipación). Pero nuestras frustraciones políticas, sociales y económicas no tienen que ver con las bases de nuestro pacto fundacional, sino con la sistemática transgresión a su letra y espíritu. Las páginas más negras de nuestra historia se escribieron cuando la Constitución Nacional perdió toda vigencia. El desafío no es reformarla para institucionalizar el populismo posmoderno, sino cumplirla para generar la alternativa económica y social que nos permita superar las trabas que inhiben la realización de nuestro potencial.
Daniel Gustavo Montamat