jueves, 22 de agosto de 2013

El eterno retorno: Isabelitis

Los dueños de la pelota son los dueños de las balas. Torneo de supremacismo idiota para acreditar quién la tiene más larga. Así funciona el grupo gobernante en la Argentina. ¿Dialogar después de la derrota? Sí, claro, ¿cómo no?, pero a condición de que sea con peces “very grossos”, no con los “suplentes”, y eso sólo si se acepta que lo del 11-8 no fue una “cagada a palos tremenda” (Mario Ishii) sino un triunfo en la Antártida. Bien considerado, no hay en verdad sorpresas. Si entre mayo de 1973 y mayo de 1974 desafiaron a Perón a balazo limpio, ¿por qué hoy no calificarían como triunfo de la “aristocracia” a ese 74% que no votó por ellos hace siete días?

Mismo disco rígido, misma matriz, idéntica sustancia: en la Argentina el vanguardismo goza de muy buena salud. Se expresa en el “nunca menos”, en el “vamos por todo”, y en el “ni un paso atrás”. Pero, entiéndase, se trata de un vanguardismo de necedad imbatible. Siempre hubo en el mundo y en la vida “pasos atrás”. Stalin dejó venir a Hitler en 1941 cuando la Alemania nazi invadió la URSS, e incluso antes, cuando en 1939 pactó con él una paz provisoria, mientras la izquierda mundial se retorcía de angustia. El “general invierno” y el heroico Ejército Rojo batieron a la Wehrmacht. Tras su catastrófico ataque al cuartel Moncada en 1953, Fidel Castro y sus hombres quedaron diezmados. Ya en libertad, cerraron la boca y se prepararon. Bajaron del Granma en 1956, atraparon el poder en 1959 y siguen en el poder, varios de ellos ya casi nonagenarios.

En la Argentina, en cambio, no sucede lo mismo. Acá, país de taitas bravos, todos la tienen larguísima. Así funcionó el PRT-ERP tras el triunfo del peronismo en marzo de 1973, asegurando luego del mítico 25 de mayo con Cámpora, Allende y los cubanos a su lado, que la “guerra” continuaba. Y continuó, hasta que terminaron de despedazarlos en el invierno de 1976. Los Montoneros no fueron mucho más astutos. No “firmaban” las operaciones desde mayo de 1973, pero las siguieron haciendo. Mataron a José Rucci para que Perón entendiera cómo eran las cosas. En 1974 regresaron a la clandestinidad y empezaron a atacar cuarteles y comisarías. Con sus armas amartilladas, siguieron a los tiros hasta bien entrado 1981, delirantes “contraofensivas” incluidas.

Permanece esa misma soberbia prepotente que con palabras definitivas describiera y categorizara Pablo Giussani (1927-1991) en su mítico e indispensable libro de 1984, La soberbia armada. Se trata de un atributo criminal despiadado. Funciona como si la verdad les perteneciera. Quienes no llegan a ella son tarados o ingenuos, que luego “ya entenderán”. Los coroneles de La Cámpora padecen de una seria indigestión de historias sesgadas, mal engullidas y pésimamente digeridas. Pero no son unos ingenuos muchachos empapados del romanticismo de una era que les parece sublime. Que desde trincheras presuntamente peronistas se estigmatice o devalúe la capacidad popular para entender un proyecto ideológico radicalizado es una paradoja cruel.

Fue Arturo Jauretche quien ironizó para siempre a las patrullas avanzadas de un, para él, bizarro marxismo que le temía al pueblo. Pero el lenguaje de La Cámpora conlleva otro atributo escalofriante: es el mismo que seduce a Cristina Kirchner. Una Argentina regurgitante parece retornar a los debates anochecidos de los tardíos años 60. Vuelve a cuestionarse desde la vanguardia y con altanería el “nivel de conciencia” de un pueblo.

Herederos del voluntarismo ciego de hace cuarenta años, son de una vejez política hoy inconcebible, estólidos emisarios del arcaísmo “revolucionario”. Lo dice y lo proclama la Presidenta: las cosas que le pasan a ella y a su gobierno son la culpa de quienes le formatean la cabeza al pobre pueblo, engañado, seducido, confundido, necesitado de una vanguardia que venga a desenajenarlo.

Foquismo sin armas, pero puro y duro. ¿Fracasamos? ¡Más de lo mismo! Este menú se decora con un añadido particularmente revulsivo, expresión de lo más retrógrado y antidemocrático del peronismo. Humillada en estas elecciones (como si no hubiera sido ella quien eligió y mandó al muere a Martín Insaurralde, así como volvió a martirizar al imposible Daniel Filmus), para ella sólo es destacable el “triunfo” en esa Antártida que el incurable irredentismo nacional sigue llamando argentina, pese a que ya ni queda el rompehielos: 46 votos sobre 122 electores.

Los partes de guerra del ERP y de Montoneros en los años 70 y 80 seguían hablando de victorias y de glorias, mientras sus filas iban siendo aniquiladas inexorablemente. Ganadores, triunfales, recibidos con alborozo por el pueblo, avanzaban en trance mental rumbo a la toma del Palacio de Invierno. Años más tarde, en 1989, los atacantes de La Tablada también fueron a matar, convencidos de que la victoria los esperaba bajo los cadáveres.

Apesadumbrada conclusión que describe la encrucijada nacional, la idea de victoria sigue embriagando hasta el delirio a quienes detentan el poder. Se han descripto como Frente “para la Victoria”. Si sólo fuera por la descomunal batalla ganada en la Antártida, se trataría apenas de una impostura de pequeñoburgueses con la cabeza recalentada (los llamaban “termocéfalos” en el Chile de Salvador Allende). Pero es bastante más grave que eso: con sus disparates de esta semana, para muchos Cristina Kirchner parecería haber avanzado varios pasos rumbo a una progresiva identificación con Isabel Perón. Sólo faltaría que ruegue no ser hostigada.
Pepe Eliaschev

lunes, 19 de agosto de 2013

La presidenta que nunca miente

En sus tiempos de gloria, ahora extraviados luego de las elecciones primarias, en el kirchnerismo fueron con frecuencia groseros y maleducados.

Esencialmente patoteros. D’Elía, Kunkel, Aníbal Fernández, el canciller Timerman, la autoproclamada stalinista Diana Conti. La lista sería extensa. Y ni siquiera excluye a la Presidente en sus días de furia más rotunda. El estilo de Néstor Kirchner hizo escuela y el arte de la descalificación y la retórica del insulto, solapado o abierto, pasó a ser norma sagrada en el manual de la ortodoxia oficial. Un credo de la ofensa y el agravio.

Además, el kirchnerismo hizo del doble discurso y hasta de la mentira y el cinismo político una bandera que justificaron con sus elecciones plebiscitarias del pasado. Por lo visto no están dispuestos a cambiar ni aún con la experiencia todavía fresca del reciente tropiezo en las urnas, disfrazado con eso de ser “la primera fuerza política del país” , sonsonete lanzado esa misma noche por la red de medios oficialistas. Cálculo obvio: fueron los únicos competidores a nivel nacional en los 24 distritos. Con el mismo criterio podría decirse que el 70% no kirchnerista es hoy la abrumadora mayoría del país.

Una presidente enojada y con desprecio por el pronunciamiento popular no ayuda a su propia necesidad política: la estrategia titánica de revertir en octubre la fuerte caída de agosto. La vía para al menos intentarlo es un ánimo sereno, el diálogo abierto y no la convocatoria prepotente, con gritos destemplados y el ninguneo a los adversarios políticos. Pero no. Se la ve enojada con la vida y con la política: con empresarios que antes llevaba en aviones por el mundo con cotillones para festejar agravios como muchachones de barrio prepotentes y de poco seso.

Enojada con el banquero que hasta ayer nomás fue su hombre de confianza en las finanzas. Con los sindicalistas que fueron sus socios políticos del pasado, a cuyos representados llamaba “los morochos”, se supone que con afecto. Su furia con los medios no domesticados se ha vuelto un clásico que ya nadie toma en serio, sobre todo después del “ocultamiento” de la prensa hegemónica sobre la “victoria” oficialista en la Antártida: inolvidable blooper.

En los primeros días de duelo tras la derrota, su frase que más impacto causó fue “yo no miento” . Lo dijo la Presidente con un INDEC que en el mes de julio difundió una inflación de 0,9%, pese a la disparada habitual de precios por las vacaciones invernales. Y que asegura que los precios treparon en un año sólo 10,6%.

La misma presidente que se ufana de la “inclusión jubilatoria”, pero por otro lado ordena bloquear el pago de sentencias a favor de los jubilados por un legítimo reajuste de sus haberes. Las demandas ya son 690.000 y el Gobierno tiene previsto cancelar sólo 25 mil este año.

A ese ritmo, harían falta 24 años para hacer un acto de justicia con esa gente que aportó toda su vida esperanzada con una recompensa en la vejez. Simplemente, el Gobierno espera que la mayoría de ellos muera. Pero la Presidente no miente.

Osvaldo Pepe