lunes, 30 de diciembre de 2013

La "bella indiferencia" de una Presidenta ausente

Freud utilizó la expresión “bella indiferencia” para referir a cierta distancia afectiva que caracterizaba a una de sus pacientes.
Lo que confería singularidad al caso era que aquella mujer parecía desconocer su responsabilidad sobre angustias que padecía a causa — precisamente— de algo que había realizado.
Hace apenas unas semanas comenzaba en Córdoba una ola de saqueos que mantuvo en vilo a la sociedad.
Una conjetura muy verosímil señala que fue la tentación oportunista del Gobierno Nacional (al negar el envío de la Gendarmería para infligir un daño político al Gobernador José Manuel De la Sota), lo que terminó encendiendo la mecha del incendio que pronto se propagó a otras provincias.
Sin embargo, días después Cristina apareció bailando exultante en el festejo de los 30 años de la democracia, luego de sentenciar que la seguidilla de saqueos no había sido más que un intento para desestabilizar al gobierno nacional y popular, que representaría la quintaesencia de la democracia.
Desde hace dos semanas una intensa ola de calor transformó las ciudades en virtuales hervideros. Los cortes de luz fueron multiplicándose a lo largo de los días. Niños, ancianos y familias enteras sin agua. Edificios sin ascensores. Centros de salud que no pueden atender a sus pacientes. Comerciantes que han perdido su mercadería. Calles tomadas por protestas que los funcionarios no parecen querer escuchar.
Un Jefe de Gabinete que cada mañana pretende envolver a la ciudadanía con una retórica tan ampulosa como ineficiente.
Un Gobierno Nacional cuya principal acción, hasta ahora, consistió en señalar la responsabilidad de las empresas de energía a las que amaga con quitarle las licencias. Y una Presidenta que está ausente, como en tantas otras ocasiones en que el infortunio se hizo presente.
Algún día, sociólogos, historiadores y analistas políticos teorizarán sobre el kirchnerismo.
Como ocurre con cualquier ejercicio histórico, probablemente se proceda a un análisis político-estructural de aspectos macro, tales como el modelo económico, la estructura distritibutiva, la política de derechos humanos, la tensión con los medios, el relato, la sanción de leyes sobre libertades civiles, y otras facetas políticas.
Difícilmente se centre en detalles tan precisos y reveladores como la indiferencia presidencial ante las angustias ciudadanas; sobre su profunda insensibilidad ante el sufrimiento del otro; sobre la recurrente vocación de auto situarse en esa especie de Olimpo autoconstruido, donde habitarían los espíritus más sensibles y las mentes más lúcidas.
Hace apenas unos meses, en un rapto de lucidez lingüística, Cristina sentenciaba que “La Patria es el prójimo”. Ese prójimo que hoy está abandonado a su suerte. Y sujeto a la triste indiferencia presidencial. 
Federico González

viernes, 20 de diciembre de 2013

Nada


Era la fiesta de ella y nadie se la iba a arruinar, cayera quien tuviese que caer. Este mecanismo puede ser considerado como acontecimiento excepcional, porque en verdad lo es. El capricho imperial atrasa a escala mundial, a menos que se compita con el venezolano Nicolás Maduro, el nicaragüense Daniel Ortega, el sirio Hafez Assad o el norcoreano Kim Jong-Un. Consiste en que lo que se exhibe como algo determinado, es todo lo contrario. Mueca poderosa e inquietante: se propone como celebración lo que es apenas un simulacro. La frialdad profunda es maquillada como goce apasionado.

¿Fue la “fiesta” del 10 de diciembre una maniobra histérica? Podría describírsela así, aunque ese mecanismo suele funcionar de manera más instintiva que deliberada. En los hechos, el histeriqueo es más una operación incontenible de la psiquis que un plan cerebralmente alevoso. Pero son mecanismos similares, el casamiento perfecto entre la mentira y la verdad.

El gobierno de la Argentina siempre necesita comunicar alegría. Su pulsión incontrolable es proyectar felicidad, como sea. Patrocina la difusión de una luminosidad casi religiosa. Milita en pos de una dicha obligatoria, a la que lubrica con ingentes recursos económicos. Esta gente ama la espectacularidad y por eso el regisseur de la Casa Rosada es un señor poderoso que concreta las puestas en escena más extravagantes que el grupo gobernante necesita. El escenario cívico argentino se ha convertido en el tinglado montado para desplegar un show de luz y sonido a la carta, a pura fuerza bruta, tamboriles y hasta sartenes para cacerolear, como las que zamarreó la presidenta. 
Motivos siempre habrá: la ley de medios, el Bicentenario, la democracia. Lo importante no es el qué, sino el cómo. Es la misma ideología del asueto serial. Así, la quincena final del año será un interminable feriado. Todo vale para “disfrutar”, el verbo organizador central de esta época. La Argentina bate records mundiales de días sin trabajar, a-puro-disfrute. Somos ricos y tenemos de sobra, ¿para qué mezquinarle tiempo al ocio? Hay que festejar. Pasarla bien es el nombre de la religión nacional en una Argentina enganchada al feriado eterno, al proverbial por-cuatro-días-locos-que-vamos-a-vivir, por-cuatro-días locos-nos-tenemos-que-divertir.

Los que celebran sin remilgos ni complejos, son también maestros de la negación cuando la visita truculenta resulta ser la muerte de argentinos. Contrita en sus interminables 36 meses de riguroso pero elegante luto, Cristina Kirchner no ha querido nunca complicarse con otras muertes. Este 10 de diciembre le importaba, más que nada, empañar a su objeto del deseo, medirse con Raúl Alfonsín, para demostrar que le ganaba, un abrazo avieso que pretendía nada más que ocupar el cetro de un republicanismo en el que ella no cree y al que no practica.
La otra cara de esa desasosegante alegría oficializada es la gelidez concreta que el poder ejecutivo de la Argentina dispensa, sin pestañear, al caído. Es una heladera que ha petrificado no pocos corazones. Cuando fue secuestrado Julio López (aún hoy desaparecido), Hebe Bonafini pareció congratularse. Dio a entender que por algo sería. Ahora la empardó la antes respetable señora de Carlotto, para quien hay dudas sobre la decena de muertos de esta semana. “Hay que ver quiénes son” balbuceó. No existe el sufrimiento cuando no afecta a los que mandan. El de los otros ni siquiera se lo admite.

Por cuerda separada, reina la fiesta. Cortejada por su falange de proveedores “artísticos”, jugosamente remunerados por la Casa Rosada, la presidenta expresa con meritoria franqueza sus preferencias estéticas y éticas. Invitados VIP al 10 de diciembre, Sofía Gala se roza con Ricardo Forster. Moria Casán con José Luis Manzano, Florencia de la V con Andrea del Boca y Pablo Echarri con Bonafini. En el escenario, los contratados hacen su delivery. León Gieco, el que pedía que la muerte no le sea indiferente, perpetra conscientemente su derrape: con argentinos muertos en uno saqueos tenebrosos, él proclama que esta vez sí es indiferente.

Una alfombra de helado cinismo transita el escenario nacional, en paralelo a unas celebraciones murgueras totalmente desprovistas de espontaneidad. Ya desde 2010, el kirchnerismo copó el mercado de la movida bullanguera. Como quien compra sexo porque odia las incertidumbres que implica la seducción, el Gobierno se enfiesta con murgas alquiladas. Allá va la presidenta, con una rígida sonrisa facial que mucho tiene de rictus pétreo y aderezo quirúrgico.

Baile de mascaras en el país donde todo lo que parece ser, en realidad no lo es, y en el que nada de lo importante pareciera ser visible. Binomio espantoso: estamos festejando la nada, mientras hay cadáveres todavía calientes.

Pepe Eliaschev

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La Argentina, encallada en la historia

Hegel soñaba el proceso histórico como una forma de síntesis y superación de cada etapa precedente. En el reverso de esta concepción, la Argentina vive una forma regresiva del tiempo y una retroversión de la historia. De hecho, pareciera que el motor de nuestra historia se hubiera detenido. El presente, en nuestro caso, no es superación ni síntesis, sino la zona de acumulación del pasado, sin poder dejarlo atrás. En los pliegues del presente aparece una y otra vez el déjà vu . No es una excepción este final de ciclo kirchnerista, que se está convirtiendo en una ultraantología de escenas del pasado. La tendencia a la repetición, en sus aspectos más nocivos, muestra que bajo la proclama de la revolución hemos tenido un simulacro conservador, y un profundo respeto y arraigo en el statu quo . Porque la Argentina es el cambio en la superficie y la permanencia en lo profundo.

En efecto, la tensión social de estos días nos ha retrotraído a lo más nefasto de principios de siglo. Hordas primitivas invadiendo el Obelisco con la excusa de un festejo, ante la indolencia e impasividad de los poderes públicos; saqueos e incendios en más de una docena de provincias, en las cuales los vecinos debieron armarse en defensa propia ante la ausencia del Estado y la huelga policial. Estas escenas han mostrado nuevamente la fragilidad del tejido social, porque denotan que sólo la fuerza pública parece evitar el delito de gente que convive una al lado de la otra. A su vez, la corrupción, como emblema de los años 90, sigue teniendo una vigencia absoluta. Su volumen y descaro no sólo se ha repetido sino que ha ido in crescendo , con su complemento de impunidad, como lo muestra la suspensión del fiscal Campagnoli, mensaje cuasi mafioso para jueces y fiscales que se animen a investigar el poder.

Yendo más atrás aún, nos visitan nuevamente la inflación y las políticas de parche de los años 80, con emisión monetaria, déficit fiscal, controles de precios, cortes de luz y riesgo de default . Problemas que, al igual que en aquella época, son enfrentados con improvisaciones infantiles. De hecho, bastaría una brusca caída de la demanda de dinero y un aumento de su velocidad de circulación para espiralizar del todo la inflación. Podría continuarse la enumeración también hacia atrás, porque se hicieron presentes numerosos rasgos del autoritarismo predemocrático, como la imposición del temor para toda expresión de ideas diferentes. La matriz autoritaria de producción de iluminados sigue intacta, zona de donde brotan tanto la evangelización como las herejías, de derecha y de izquierda.

En suma, la sensación es que, en el plano sustancial, la Argentina es un barco encallado en la historia. Nada logra mover nuestras cuestiones más profundas de su estancamiento. Nietzsche, aunque en términos de orden metafísico, concibió la noción del eterno retorno de lo mismo como la carga más pesada: "Vamos a suponer que cierto día o cierta noche un demonio se introdujera furtivamente en la soledad más profunda y te dijera: esta vida tal como tú la vives y la has vivido tendrás que vivirla todavía otra vez y aún innumerables veces". Éste es el demonio que atormenta a la Argentina desde hace años. Es la impresión onírica de haber vivido todo lo que estamos viviendo. Y es, probablemente, la carga más pesada para el ánimo de los argentinos y la mayor razón para su desesperanza.

Que los restos de nuestra historia se reciclen una y otra vez tiene un correlato en una política que carece de inspiración e innovación y de visión del futuro. La vaca, viva o muerta, es una acertada figura para nuestros recursos dormidos. Nuestros gobernantes tienen una función rumiante frente a lo que necesita ser resuelto: emprenden una masticación indefinida, sin digestión ni expurgación. Es por eso que nuestro país sufre una monumental indigestión histórica.

A la Argentina le cabe la línea que Marx destinara a la filosofía: nos hemos dedicado a interpretarla, pero de lo que se trata es de transformarla. Cada diez años un gobierno convierte a la población en conejo de Indias de un experimento político que la devolverá a los casilleros iniciales de su avance. Así, el movimiento de la Argentina no es lineal y ascendente, sino errático y circular, destinado a mantener su statu quo más profundo. En nuestro caso, nuevamente invirtiendo los dichos de Hegel, no es la repetición de la historia lo que la convierte en farsa, sino la farsa lo que lleva, una y otra vez, a la repetición de la historia.

Ahora bien, ¿cuál es la consecuencia, en una sociedad, de repetir una y otra vez la historia? ¿Es inocuo que los hechos vuelvan una y otra vez? ¿Estamos simplemente frente a un lucro cesante de nuestro destino, o tiene esto secuelas más graves? La primera secuela es que la evidencia de lo inmutable genera altos niveles de frustración en la población, cosa que opera como uno de los combustibles de la violencia. Pero la otra consecuencia de la repetición indefinida es la impermeabilización de la conciencia y la destrucción de los umbrales de reacción de la gente. En esto radica la perversión de lo que se repite.

En efecto, hace 12 años, dos muertos eran suficientes para hacer caer un gobierno. Hoy, 13 muertos no son suficientes para suspender una fiesta en la que baila, en desconexión con la realidad, la Presidenta. Imaginemos también lo que siente el argentino medio cuando se alimenta nuestro reino del oxímoron al enviar a uno de los ejemplares más encumbrados de la viveza criolla como representante argentino a las exequias de Mandela. El fármaco que hemos ingerido para que esto sea posible es el de la reiteración y vaciamiento de sentido.

Es que lo más grave del vale todo de características exponenciales que estamos viviendo hoy en la Argentina es que genera una devaluación masiva de los hechos. Vemos que pasan decenas de eventos graves en pocas semanas, sin que a la larga se produzcan consecuencias. El tsunami de impunidad que observamos hace perder las referencias, y la velocidad de los acontecimientos hace que no tengan tiempo de producirse como significado. Y que no alcancen a adquirir valor. Así como se lavan los activos en efectivo visibilizándolos y depositándolos en el sistema bancario, un lavado de valores colectivo se produce también cuando se habilita la exteriorización de la ausencia de Derecho en la vida pública en forma crónica, sostenida e impune. Con hechos fabricados en material descartable es muy difícil avanzar en nuestra historia y dar un paso decisivo hacia adelante.

A su vez, de la banalización de los hechos a no asumir la responsabilidad sobre los propios actos hay un pasaje inmediato. El movimiento generalizado de irresponsabilidad se ve también liderado por el Estado, como lo muestra la reciente ley que aniquila el derecho a las reparaciones que le debe el Estado a los ciudadanos, la ley de auto-amnistía para lo ocurrido en estos años. Esa tendencia a la no responsabilidad se observa en cómo todo lo que ocurre se imputa a una conspiración o a un agente externo. Es la imposibilidad de asumir error alguno y, por lo tanto, la imposibilidad de modificarse a sí mismo.

Pero nunca se señalará lo suficiente que el misterio insondable no radica en la obscenidad del poder, sino en la ausencia de una insurrección profunda frente a este estado de cosas. El misterio es la debilidad de la rebeldía colectiva, probablemente horadada por la gota que cae una y otra vez. En cualquier caso, se ve que la energía de nuestra desdicha no ha sido suficiente todavía para producir un cambio. Ojalá ocurra en 2015, aunque todavía falta mucho para eso. Ya que antes de llegar se impone otra pregunta: ¿estamos en vías de experimentar una nueva crisis, a pesar de ser evitable? No lo sabemos, pero no se puede descartar que las produzcamos, aún innecesarias, porque es el único mecanismo de cambio que hasta ahora parece haber funcionado. En este sentido, la repetición más sutil es que la Argentina cede, cada tanto, al encanto de su desplome.

Enrique Valiente Noailles

lunes, 28 de octubre de 2013

Esta vez es distinto


Las urnas dieron una lección al kirchnerismo. Todos los liderazgos emergentes tienen una matriz dialoguista.

Esta vez la responsabilidad de Cristina como mariscal de la derrota es mas grave porque apareció un quiebre cultural y el tan negado fin de ciclo. Ayer la inmensa mayoría del pueblo argentino confirmó el fracaso de su estilo de conducción maltratador hacia adentro y hacia afuera de su tropa y de un nivel inédito de concentración del poder.

La ausencia de la Presidenta dejó a sus ministros girando en falso, sin saber hacia dónde ir, tomando medidas contradictorias, con extraños niveles de autonomía y con una actitud menos agresiva. Parecían más herederos de Fernando de la Rúa que de Cristina. Son los costos que hay que pagar cuando no se deja que florezca ninguna flor y cuando se elige la fidelidad y el verticalismo a la capacidad y la eficiencia. Suele decir Alberto Fernández (la tercera pata de la mesa del poder matrimonial durante años) que la Presidenta castiga a aquellos que tienen la osadía de expresar alguna disidencia por mas suave que sea. Son condenados a la Siberia y a una catarata descalificadora y permanente del oligopolio mediático que edificaron con nuestros dineros.

Su política de fabricar enemigos a toda hora como una manera de construir poder también se vino a pique, pese a que encontró justificación ideológica en los libros neopopulistas de Ernesto Laclau. En realidad su autoritarismo no viene de los libros. No es una actitud racional y militante. Tiene tres vertientes menos heroicas. La generacional, que en los 70 le ponía apellido a la democracia (burguesa, partidocrática, etc) pero que no creía en sus valores profundos, la territorial que los transformó en señores feudales y patrones de una estancia propia llamada Santa Cruz, y la personal surgida del carácter tanto de Néstor como de Cristina, incapaces de cosechar amigos o lealtades mas allá de la subordinación de la política. Siempre eligieron ser temidos a ser queridos. Eso fracasa porque todos los nuevos liderazgos que surgieron en las urnas son la contracara del estilo de Cristina. Tanto Massa, Macri, Binner, Cobos, Scioli si califica y hasta Capitanich tienen una matriz mas dialoguista, sin afiliarse a la lógica perversa que solo divide el mundo entre amigos y enemigos.

La composición social del voto es también un daño terrible al relato presuntamente progre nacional y popular. Massa en la provincia ganó en lugares del Conurbano donde solo es posible hacerlo con un gran respaldo de, por lo menos, un sector popular entre los habitantes más necesitados. Massa no es un fenómeno de derecha clase mediera y cacerolera. Es el capo de una nueva generación de peronistas que aprovechan el poder que nace de esa democracia de proximidad llamada intendencia. Y Néstor tampoco es Perón. A tres años de su fallecimiento no se registra su foto en las casas de los mas pobres como ocurrió con el general y con Evita. 

Cristina fue votada por fragmentos de trabajadores y excluídos y por eso llegó al 54% de los sufragios en el 2011, pero no se instaló eternamente en el corazón de los humildes. Néstor y Cristina son una referencia para militantes neofrepasistas y peronistas impresentables que necesitaban una locomotora que los empujara. Es difícil que el kirchnerismo supere el desafío y no se diluya en la historia como le pasó al menemismo y el duhaldismo. No hubo posibilidades de organizar un acto por Néstor realmente masivo y la celebración del 17 de octubre fue módica en presencia y sin llegar al mínimo acuerdo de un orador que los representara.

No solo hay fin de ciclo. También hay un nuevo proyecto de liderazgo que en 120 días sacó más de 4 millones de votos en la provincia y se convirtió en el candidato mas apoyado en las urnas. La autoestimulación que generó el Frente para la Victoria con un Amado Boudou exaltado de mentirita resultó patética. Una mueca propia de entierro de carnaval. Es cierto que en el 2009 también se anunció erróneamente que terminaba la etapa K del peronismo. Pero esta vez es distinto. Porque no hay posibilidades de que Cristina sea candidata y no existe nadie medianamente confiable para el núcleo duro que los represente en la competencia electoral. Hoy el kirchnerismo pinta mas para un partido de cuadros que de masas. Para un círculo cerrado que ahorrará años pero que difícilmente vuelva al poder después de 2015. Han sembrado mucho odio y división.



Alfredo Leuco

domingo, 22 de septiembre de 2013

La Presidenta y la devastación de la verdad

"Tengo una vaca que habla, le decíamos a Néstor. Y él nos contestaba: traela que quiero oírla. A Cristina le dicen: doctora, tengo una vaca que habla, y ella les pide un informe. Como los funcionarios le tienen tomado el tiempo, y quieren embarcarla en ese proyecto, le mandan un paper optimista, lleno de contabilidad creativa, y le venden a continuación lo fundamental: un acto, la excusa de una ceremonia militante para hacer un anuncio glorioso y dirigirse directamente a la sociedad. Cristina no resiste esa tentación. Y entonces va al toro con la vaca que habla. En cuanto los periodistas llaman a los expertos y comprueban que las vacas no tienen lenguaje humano, los mismos funcionarios que remaron el asunto preparan el contragolpe: el informe oficial es serio, esos expertos representan intereses espurios y los medios mienten. Una vez más. Puertas adentro, las cosas están saldadas, porque al menos quedó la sensación en el aire de que hay buenas noticias, y porque la refutación no es creíble. Ellos no tienen, en el submarino donde viven, conciencia plena de los papelones, y de cómo va calando hondo en la gente la idea de que macanean con las cifras y con las anécdotas".

El operador de la metáfora vacuna anda como un fantasma errante por la Casa Rosada y sufre por los rincones. Tiene la sensación de que, desde hace por lo menos dos años, su propio gobierno se dedica noche y día a errar en público. Es cuidadoso en separar el famoso "relato" de esta simple compulsión por el traspié discursivo. Una cosa es articular una épica, engañarse y hasta engañar, y otra muy distinta es equivocarse fiero. La acción deliberada y marketinera es discutible, pero forma parte de la política nacional. La negligencia que deja desacomodada todo el tiempo a la Presidenta es una praxis insólita y autodestructiva. Cada semana hay dos o tres ejemplos de este mecanismo según el cual se lanzan datos y números desde el atril que después resultan falsos. El público escucha que la producción lechera bate récords, y se entera a continuación de que desaparecieron más de cinco mil tambos en la "década ganada", que el sector está en condiciones críticas y que cayó la producción un 7 por ciento en los últimos seis meses.El público escucha que Cristina se jacta de haber convertido el Churruca en un hospital modelo, y que inaugura con pompa una sala de traumatología. Dos meses más tarde se conocen por pacientes, por profesionales y por una desgarradora carta de Pipo Cipollatti (operaron allí a su madre) detalles escabrosos sobre la atención que se brinda, y también que la sala inaugurada nunca se habilitó y que en el nosocomio de los policías se robaron hasta los televisores.

A este incesante desprestigio por goteo que se autoinflige el oficialismo se suma, naturalmente, el hecho de que el movimiento nacional y popular tiene en cada caja del supermercado un involuntario militante antikirchnerista. Porque cuando el ciudadano común lee la cuenta inverosímil que aparece en el ticket piensa dos cosas. Que la inflación está subiendo de manera febril y que el Gobierno quiere embaucarlo. Pero ese aspecto ya deja la impericia comunicacional para adentrarse de lleno en el terreno de la manipulación. "El gobierno es un marido infiel -me cuenta un ex funcionario de los Kirchner-. Un día dijo una mentira, y después tuvo que decir otra y otra más, para sostener la primera. Y eso lo obligó, a su vez, a generar una cadena de nuevos camelos, verdades a medias y falsas coartadas. Un enredo que sigue la dinámica del dominó. Una ficha lleva a la otra. Y por el camino truchás la aritmética, escondés lo que no encaja, le arrancás algunas páginas a los libros de historia y hasta borrás a algunos personajes de las fotos. A mí personalmente me pasó: los amigos que me quedan en el Gobierno cuentan que me quitaron de algunas fotos con Néstor y Cristina, o que me difuminaron con photoshop , como se hacía en el estalisnismo con los traidores". A Alberto Fernández, por increíble que parezca, le sucedió lo mismo.

Tal vez el principal problema cultural que dejará el kirchnerismo cuando se marche sea precisamente el tremendo daño que le hizo a la verdad pública. La adulteración de las estadísticas, la naturalización de lo apócrifo y la relativización moral de los hechos, que en la Argentina pasaron a ser una cuestión de fe, dejarán cicatrices y huellas sociales. Cuando la economía marcha bien y el consumo es alto, el pueblo funciona a la manera de un dulce amante: mentime un poco que me gusta. Pero cuando comienzan las dificultades, esas mentiras son afrentas. Para este estado de conciencia actual, los gobiernos populistas acuden siempre al mismo truco. Esta semana, Cristina lo dijo sin eufemismos: "Sería bueno que cada argentino pudiera mirar por sí mismo sin que nadie le lave la cabecita todos los días desde un aparato de caja boba". Su colega Nicolás Maduro explicó, a su vez, que la razón de que Caracas sea la segunda ciudad más violenta del mundo y que ya hayan asesinado a seiscientos presos en las cárceles venezolanas durante lo que va del año, radica en que las películas del tipo del Hombre Araña (sic) resultan muy violentas. La patria es el otro, el culpable también. Y el pueblo, que es tan ramplón, puede ser llevado como res al matadero por los medios y los periodistas, que le lavamos el cerebro. Qué malos somos.

La Cámpora resulta, en ese sentido, un fenómeno donde se condensan muchas de estas devastaciones de la verdad. Los soldados de Cristina han sido adoctrinados para "aguantar los trapos" sin hacer preguntas y para profesar un odio hasta físico por la prensa. Algunos de sus integrantes fantaseaban en la intimidad, hasta no hace mucho, con llevar a cabo todas sus reuniones políticas en la redacción de la calle Tacuarí, que iba a ser allanada y colonizada por la nueva juventud maravillosa. El aparato de propaganda intentó probar a través de ellos que no había mayor epopeya que la obediencia ciega, que representaban la lucha contra las corporaciones y que encarnaban el regreso de la política. El resultado a la vista es que La Cámpora fue un fallido intento por crear una corporación propia que pudiera ejercer la vigilancia y el control mediante políticas de copamiento. Sin preparación para gestionar, el día a día les fue limando el glamour y los fue mostrando asombrosamente ineficaces. Cuando debieron revalidar títulos en el mundo joven, como las universidades, fracasaron de manera estrepitosa. No consiguieron inserción profunda en los barrios humildes. Y su fuerte ambición, regada de soberbia, logró que otros kirchneristas les dieran la espalda. Chocaron con funcionarios, dirigentes, legisladores, intendentes y gobernadores de peso, y se ganaron la tirria de todos. No saben consensuar ni seducir, y en realidad expresan la antipolítica, ese agujero negro donde los propios son "tibios" y los ajenos son "zánganos". Inflexibles revolucionarios de Palermo Hollywood encorsetados dentro de una democracia constitucional en la que no creen, tomaron el 54% como una tarjeta de crédito sin límites. Y al colisionar de frente con las urnas, después de haber sido escondidos durante la campaña porque se transformaron en piantavotos, quedaron perplejos. Se volvieron viejos muy rápidamente. Nadie sabe qué será de los camporistas fuera del invernadero del Estado, donde algunos ganan fortunas. También son, a su modo, víctimas de la mentira y la grandilocuencia. También ellos creyeron que podían reemplazar al PJ. Y que las vacas hablaban.
Jorge Fernández Díaz

martes, 10 de septiembre de 2013

Los tiempos de la historia y el raro sonido de la palabra futuro

El filósofo Tomás Abraham repasa las ideas políticas que dominaron la Argentina desde la recuperación de la democracia. Destaca la gran mutación que se produjo en 2003, cuando se engendró el relato que ve en los veinte años anteriores sólo monstruos. Y pide recuperar el espíritu de la gran inmigración, porque hoy el país pasó del arraigo a la fuga.

Me pidieron que escribiera sobre estos treinta años de democracia. Pero hablar del pasado es lo que solemos hacer. Pelearnos sobre lo que nos pasó se lleva gran parte de las energías políticas. Pensar en lo que vendrá exige hablar sobre lo que queremos y cómo conseguirlo.
Pasaron muchos gobiernos, pero la sociedad parece reproducir los mismos mecanismos que la instalan en hábitos esclerosados. Cambiar de tema no es fácil, remover estructuras mentales menos.
La palabra “futuro” tiene un sonido raro, como si la escucháramos por primera vez. Antes de introducirla en la nota, sigamos el dictado convencional para comenzar desde el principio.

Pasado

La caída de Alfonsín fue el fin del sueño socialdemócrata. Los modelos políticos españoles e italianos de Felipe González y de Benito Craxi que se evocaban en aquellos tiempos se derritieron como si fueran de cera. En 1985, el discurso de Parque Norte se basaba en una idea de modernidad cultural fundada en valores de pluralismo, tolerancia y equidad. Cuatro años más tarde, la realidad estaba lejos de reflejar a una sociedad pacificada. La Tablada y los escombros junto a los cadáveres eran recorridos por un presidente atrapado y sin salida acompañado por un coronel siniestro: Seineldín.
Esa pretensión socialdemócrata era compartida por el peronismo renovador. Bajo el paraguas de Antonio Cafiero como la otra cara del alfonsinismo, la oposición se organizaba de la mano de jóvenes políticos como Manzano y Grosso. La demolición del sistema progresista y reformador generó una figura llamada Carlos Menem, que llegaba a la presidencia invocando a Facundo Quiroga, a la gesta malvinense y con la promesa de la nacionalización de todos los bienes británicos. 
En pocos años, la campaña nacional, popular, rosista y caudillesca hizo lugar al jolgorio de las relaciones carnales convertidas en una deuda impagable. 
Hecha la incipiente experiencia política posdictadura, busquemos los términos precisos para calificar a los primeros mandatarios de la nueva democracia. ¿Fueron malos? ¿Demonios? Uno es calificado como el presidente de la hiperinflación, de la Obediencia Debida y del Punto Final. El otro es recordado por ser el de la entrega, el desguace, la frivolidad y la corrupción. Uno el del estado de sitio y el de la ingobernabilidad, el otro el de Río Tercero y la AMIA. Por lo tanto, el consenso de la mayoría los tildó mientras eran operativos de enviados del mal.
(Ciertos homenajes póstumos a ex presidentes son en su mayoría procesos melancólicos, cuando no hipócritas).
La Alianza fue el fin de otro sueño: el de la importancia de la ética en política, y el de la creencia de que los males del poder provienen de la corrupción. La invocación de la mano limpia concluyó en las coimas del Senado y en la confiscación del dinero de los ahorristas. 
En consecuencia, para la crónica reciente, el relato del pluralismo, de la integración al mundo y de la ética terminó por engendrar monstruos. Así se consideraron los primeros veinte años de la democracia argentina. 
Después se produjo la gran mutación. Hace diez años se hablaba de anomia, de anarquía, de Estado fracasado. También de trueque, gatos asados y muerte por hambre en el NOA. Hoy se anuncia que aquella Argentina de la miseria sólo quedará atrás si este modelo de crecimiento con inclusión sigue vigente y regente para siempre.
¿Habrá sido así la historia de los primeros veinte años de democracia? ¿Y así también los últimos diez?
Desde mi punto de vista, el gobierno de Alfonsín tiene sus méritos. Juicio a las Juntas, apertura y reforma universitaria, creación del Mercosur, pregón insistente sobre las virtudes de la democracia republicana. 
¿Qué decir de las 13 huelgas generales de la CGT entre 1984 y 1988 cuando, dos décadas después, a la reacción del campo por medidas fiscales inconsultas y arbitrarias se la condenó por ser destituyente? ¿Cómo calificar la animadversión de una Iglesia representativa de poderosos sectores económicos y políticos ante un gobierno que había legislado el divorcio y presumía de una tradición laica? ¿Qué decir de un ejército con poder de fuego y redes de apoyo político en la sociedad civil que en nombre de Malvinas, el nacionalismo popular y otras consignas redituables amenazaba con quebrar el gobierno constitucional? ¿Del vaciamiento bancario? ¿De la condena de la Sociedad Rural? ¿Del sistema de creencias y conveniencias de la sociedad argentina en los primeros años de la democracia?
¿Y Menem? ¿Tan condenable fue que, luego de que el país se desangrara y murieran miles de personas asesinadas de los modos más sádicos imaginables, quisiera dar muestras de una reconciliación y de la superación de cuarenta años de odio entre peronistas y antiperonistas? ¿Nada hay que reconocer, ni mérito alguno que destacar, en el haber logrado un sistema de alianzas militares que le permitieron aislar y desarmar el último intento de un golpe de Estado fascista preparado por Seineldín en vísperas del arribo del presidente de los Estados Unidos?
No es frívolo afirmar que la historia argentina, diagramada desde el poder con el maquillaje de algunas academias, es una novela. Un relato de ficción. La historia es para nosotros, lectores de la argentinidad, un motivo de alta intensidad emocional al tiempo que un entretenimiento compartido. Si bien ha sido escrita por cientos de historiadores, a veces parece que todos pudieran ser resumidos en el nombre de un bardo cuyas palabras hicieron a un pueblo: Homero; si quieren, agreguen Simpson. 
Es posible que, de todos los universos imaginados desde que Sherezade iniciara su relato de Las mil y una noches, en el caso nacional, la historia sea para nosotros el género que enmascara con un cuento de hadas una realidad no santa, cuya consecuencia es la postergación del pensamiento y la captura de nuestro sueño.
No distinguimos entre historia y hagiografía. Nuestra formación escolar añora la vida beatífica de los tiempos coloniales. 
El revisionismo histórico se ha concentrado en denunciar el monopolio portuario y atacar las pretensiones hegemónicas de los porteños. Convirtió el espíritu de sospecha de la hermenéutica del siglo XIX en pereza intelectual, y no sólo por su contribución al agregado de feriados. Como dijo Halperin Donghi, bajo cada monumento se busca alguna miseria. Sus ideales oníricos imaginan una patria federal con artesanías pujantes, saladeros dinámicos, siestas coloniales, atardeceres pampeanos, estancieros verdaderamente criollos e historiadores subsidiados. Todo su arsenal crítico se invierte en achacar la culpa de nuestros inútiles devaneos y nuestro estancamiento a la generación del 80, a su política de integración al mercado mundial liderado por el imperio británico y a la indiscriminada política inmigratoria. Cuando no al ideal civilizatorio de Sarmiento, con la boca cerrada y los ojos vendados ante nuestra actual integración “bolivariana” al mercado mundial liderado por China. 
Nacionalismo con chicana se ofrece a granel para felicidad de muchos. Así se narra el relato actual desde el poder, con el agregado del setentismo, que sostiene que en un país con tanta desigualdad el sistema representativo no es más que un despacho de contadores al servicio de la oligarquía, y que la justicia social sólo llega de la mano de un jefe absoluto conductor y protector de los pobres. 
Este tapiz termina de tejerse con residuos mal digeridos del socialcristianismo tradicional y con el armado de la nomenclatura propia de un supremo soviet. 
En un país como el nuestro, que ha crecido según el relato oficial a tasas llamadas “chinas”, donde en diez años ha mejorado la vida de casi toda la población, donde la agroganadería se ha enriquecido, los industriales poseen plantas en actividad, las clases medias han reconstituido su sistema tradicional de consumo vía automóviles, electrodomésticos y turismo, los educadores han mejorado sus salarios ylos trabajadores se han reinsertado en el proceso productivo luego de años de depresión, ¿cuál es el motivo por el que, en lugar de vivir en una sociedad apaciguada, dispuesta a dialogar sobre su pasado, rectificar errores, reconocer pasos en falso, sospechar de los fanatismos y consolidar el progreso, se encuentra hoy en un clima de odio social, político y en una batalla cultural que fracciona la sociedad en bandos enemigos?
Porque el espíritu de revancha es para muchos conveniente.


Presente

Nuestra sociedad no ha modificado su matriz productiva desde 1929. Depende de sus materias primas para financiar bienes de capital, tecnología y energía. Sus partidos políticos tradicionales tienen acta de defunción. La política depende de los recursos del Estado, desde el gobierno central hasta las intendencias. La caja distribuye y construye poder. El funcionamiento de las instituciones ha ingresado en un camino regresivo peligroso. Caudillos con matones al servicio de un jefe en una red de mandos piramidal con mecanismos totalitarios dependen de un sistema coercitivo de lealtades. El problema se agrava porque los cabos de esta red están sueltos y dispersos. Es un andamiaje que se ha infiltrado en las fuerzas de seguridad, en la protesta social, en los clubes de fútbol, en las zonas marginales, en el narcotráfico.
Vivimos en una supuesta democracia de tipo plebiscitaria reforzada por el poder de resonancia de medios masivos de comunicación y de sus recursos periodísticos. Funciona a golpes de efecto, con una Justicia y una ley bifrontes. La Presidenta, al anunciar que la Constitución no se reformaría, dio el guiño que muchos esperaban para que se iniciara la operación clamor. 
Este tipo de democracia tiene algunas consecuencias. Una es la desaparición del Estado. Al menos de un Estado configurado en lo que se llama democracia republicana. No se trata sólo de la división de poderes que garantiza los derechos ciudadanos, y mucho menos de la apropiación estatal de fuerzas productivas ni de recursos estratégicos, sino de algo más cotidiano, vital e imprescindible: del monopolio de la violencia bajo el imperio de la ley. 
Se lo llama seguridad, y se intenta hacer creer que es un problema inventado por los ricos, los rubios o la oposición. Se oculta que los delitos más salvajes se perpetran en los barrios marginales y los padecen los sectores más humildes. Para desdibujar su realidad se nos compara con la ciudad de San Pablo, y así mejorar la imagen de una vida pretendidamente sosegada.
Por otro lado, se niega un clima de embrutecimiento generado por un pensamiento que ha reemplazado la crítica por la delación, el fanatismo y las amenazas, que se justifican en nombre de una concepción de la política como espacio donde se agudizan los conflictos, en los que uno solo de los protagonistas queda en pie.
Se insiste con que en nuestro país hay libertad de prensa, que nadie está en la cárcel por sus opiniones y que la crítica al Gobierno es sostenida, corporativa, artera. Se nos presenta un poder que hace gala de generosidad porque presta la libertad –supuestamente un derecho inalienable– sin dejar por eso de alimentar una especie de odio cívico, interciudadano, que parece ser útil a facciones encumbradas en el Estado a las que les reditúan las divisiones.
El “vamos por todo” no es mera retórica. La implosión del sistema de seguridad y la distribución anárquica de armas de fuego son una realidad. Además, las condiciones emergentes para focos de violencia que ya se perciben están legitimadas por lo que se llama “el relato”.
Liberación o dependencia, pobres contra ricos, oligarquía contra pueblo, Estado contra mercado, monopolios contra Gobierno y el reciclaje del vocabulario setentista con la imagen de Evita Montonera y del tío Cámpora envasado ofrecen una inmejorable liturgia para los nuevos factores de poder. 
Vivimos tiempos de cruzada ideológica, que rememora la de la década anterior a la bautizada como “maravillosa”, como lo fue la revolución argentina del Opus Dei de los 60. Este gobierno, como aquél, hace de la cultura un aparato de Estado con la misión de elaborar un relato fundacional. Por supuesto que hay diferencias ideológicas entre los cursillos de la cristiandad y las clases de camporismo en las escuelas, la cara y ceca de un solo canon, con la convicción compartida de la importancia de una batalla cultural para regenerar a la nación. Y la matriz ética es idéntica: búsqueda de herejes y traidores, en un caso ateos, marxistas, hippies, judíos, y en el otro gorilas, los de la Corpo, destituyentes y neoliberales. El mismo maniqueísmo, la misma profecía salvacionista encarnada en un nuevo santo llamado Nestornauta.
Es cierto que ningún poder se establece sin relatos. Pero no es lo mismo un gobierno que deja en la sociedad civil la creatividad y la responsabilidad de sus producciones culturales potenciando su realización con el apoyo estatal de acuerdo con un abanico amplio de tendencias estéticas e ideológicas, que un Estado ocupado por un grupo que se arroga una misión histórica regeneradora.
Distribuida la baraja social de un modo bélico que separa leales de traidores, la simulación –inmejorable palabra originada en un libro de Rodolfo Terragno– consiste en acusar al bando contrario de agresión y arrogarse la voluntad pacificadora. “A nadie han tratado tan mal” es la persistente queja de la víctima en su función actoral. 
Tenemos la particularidad de que nos gobierna un tipo de político que hace de la confrontación y del sectarismo su modo exclusivo de perpetuarse en el poder. Pero todo tiene un límite. 
Quizás los que hoy presiden la república piensen que también deberán retirarse aunque sea por un tiempo. Especularán con un caos futuro. Menem le entregó a De la Rúa una bomba de tiempo. Deuda externa, déficit fiscal, recesión económica. Hoy la política económica del modelo kirchnerista se saca el antifaz con su adhesivo de crecimiento con inclusión y queda la cara descubierta y tajeada de una economía convertida en un casino. Este gobierno, en caso de no seguir, ya prepara su bomba de tiempo para que le estalle al que venga. Desde una justicia deformada –en la que jueces y fiscales se juegan la vida cada vez que los ocupantes del poder son investigados– convertida en un monstruo jurídico, hasta una economía diagramada por fulleros, con su timba de patacones verdes por ahora demorados, desabastecimiento, controles a viajeros, lavado de dinero y fuga precipitada de capitales generados por la corrupción.


Futuro

El futuro, hermosa palabra. Nuestro país no termina con el kirchnerismo. La corrupción tampoco termina con el kirchnerismo. Además, no se trata de corrupción sino de impunidad. Lo que este gobierno inauguró –de un modo semejante al de Menem– es un nuevo robo para la corona con fiesta y algarabía. Nadie oculta su enriquecimiento personal, salvo los mecanismos puestos en funcionamiento para lograrlo. Pero lo que también introdujo es un cambio en el relato. Pasó de la frivolidad menemista a la moralidad de los derechos humanos y a la prédica igualitaria legitimada por héroes y mártires del pasado. Por eso llevó a cabo una estafa ideológica. Un lenguaje emancipador que encubre negocios personales por parte de personajes camaleónicos.
Pero hablemos del futuro, nuestro tiempo ausente. Argentina es una reserva natural en un planeta que se agota. Agua dulce, tierra fértil, minerales estratégicos, energía, plataforma submarina con riqueza pesquera. Esta inmensa riqueza ha permitido que se organizara una economía extractiva. Se chupa lo que hay. Se contamina el agua, se malgasta energía, se desertifican los suelos y se deja contrabandear la pesca. 
Si queremos que estos dones terrestres redunden en beneficio de la sociedad se necesitan capitales, tecnología y recursos humanos. Por lo tanto, obliga a ubicarse de un modo tal en el mercado mundial que permita el acceso a las mencionadas fuerzas productivas. Para lograrlo, nuestra nave nacional debe arriar la bandera del patrioterismo y enarbolar otra, quizás la celeste y blanca, sin tanto griterío y un poco más de seriedad.
Los vociferantes que hablan de los imperios, de lo mal que se portan los ricos, de los abusos que se permiten los gigantes, olvidan el sentido de las proporciones. La política tiene un principio ineludible: saber quién se es, con qué se cuenta y qué puede hacerse.
Nuestro país puede ser original en cómo destruirse. Lo ha hecho en su medida y armoniosamente con sus riquezas y su pueblo. Pero no es tan inventivo en cómo construirse. Inserto en mercados continentales a merced de la demanda global, su margen de maniobra tiene un radio de giro muy corto. El delirio de grandeza y la bravata compensatoria terminan no en el mito heroico, sino en la mitomanía.
Nadie quiere pensar en el término de veinte años, pero esos veinte de todos modos pasarán, y cada vez más rápido, en especial cuando se mira para atrás. Proyectar sólo para dos, como se hace de acuerdo con el calendario electoral, es más agitación que movimiento.
No es fácil pensar en el largo plazo. Invocar un posible consenso sobre políticas de Estado no debe ser una salida retórica. Hay una costumbre entre politólogos –ya sean académicos, periodistas o políticos profesionales– de diseñar planes faraónicos, desde migraciones poblacionales hasta nuevos mapas regionales, planes de seguridad, ingresos al mercado mundial con productos de alto valor agregado, todos los ingredientes del orden y el progreso de los argentinos, que dignifican simposios y textos ritualmente correctos. 
Esta tendencia del idealismo racionalizado no toma en cuenta algo básico: los factores de poder. Argentina no es un desierto que haya que poblar, ni siquiera lo era en tiempos de Alberdi. La sociedad no es una materia prima que se pueda moldear de acuerdo con una ingeniería progresista que supone el triunfo de la cordura.
Los gobiernos de nuestro país se encontrarán con resistencia gremial y corporativa absoluta si se quiere mejorar el funcionamiento de sectores de la economía y la sociedad. Negociar con los centros dispersos de poder será una imposición para que un nuevo elenco que comience un período presidencial se proponga terminarlo. 
La sociedad no está dividida en clase media, pobres e indigentes. El tejido social tiene un entramado bastante más sutil, con varios filamentos por debajo de la superficie. 
Hablar de los pobres sin serlo es un deporte muy practicado. Lo ejercemos con la habilidad que tiene el tero, ave símbolo de la protesta generalizada. Su graznido es el de los grupos de interés que se ponen de acuerdo en oponerse a lo que aparentemente los daña, pero nunca hablan de lo que los beneficia. En realidad, nadie querrá ceder nada de lo obtenido ni en espacios de poder ni en recursos. 
Por eso es necesario que se piense al país con visión de futuro. Como lo hicieron algunos grandes de nuestra historia. Fuimos un país en el que millones de habitantes vinieron a “poner”: dinero, trabajo, ideas, proyectos, esfuerzo; en el que poco y nada se pedía salvo trabajo, libertad y paz. Nuestros padres y abuelos vinieron de lugares de hambre, persecución y guerra. Ese país tenía futuro. No era un país en el que se “sacaba” dinero, riquezas, inteligencia. Hemos pasado del arraigo a la fuga. Revertir ese proceso es la tarea.

viernes, 6 de septiembre de 2013

La caza de brujas, el nuevo recurso cristinista

Un día después de que Cristina Fernández de Kirchner denunció a través de Twitter un intento destituyente contra su gobierno, el otrora líder piquetero Luis D'Elía les puso nombre y apellido a los supuestos golpistas y hasta adelantó la fecha del imaginario alzamiento: el 8 de noviembre.

Las tácticas de victimización no son novedad en el kirchnerismo. Desde hace años, la Presidenta viene recurriendo a ellas. Empezó metiendo mano a cuestiones de género para persuadir a la sociedad de que gobernar un país es más difícil para una mujer, un planteo absolutamente relativo en un siglo XXI en el que cada vez más mujeres rigen los destinos de sus países. Siguió con el efecto luto, tras la muerte de Néstor Kirchner, que ayudó a moderar las críticas opositoras durante algún tiempo. Y, desde hace menos tiempo, arremetió con las teorías conspirativas y las denuncias sobre grupos destituyentes, que tuvieron dos grandes blancos: los medios periodísticos no complacientes con su gobierno y el Poder Judicial.

El relato cristinista se basa en construcciones ficcionales. El problema es que muchos de los propios funcionarios y dirigentes del oficialismo se ven forzados a terminar creyendo que esos escenarios imaginados realmente existen y terminan actuando en consecuencia.

Así, terminan persuadidos de que la inflación es exclusiva responsabilidad de empresarios inescrupulosos que pugnan por obtener ganancias desmedidas remarcando precios e invirtiendo cada vez menos. La respuesta a ese equivocado diagnóstico pasa por los ineficaces controles de precios y los gritos de Guillermo Moreno. El relato oficial no habla de la emisión monetaria descontrolada ni de la falta de estímulos y de confianza para las inversiones productivas.

Con el cepo cambiario ocurrió algo semejante. No hace mucho, la jefa del Estado esgrimió que como nuestro Banco Central no puede emitir dólares y necesitamos esos dólares para comprar los insumos indispensables para producir y para pagar la deuda pública, había que restringir la venta de moneda extranjera. Por aquel entonces, contábamos con unos 45.000 millones de dólares de reservas brutas. Nunca se entendió por qué, en tiempos de Néstor Kirchner, con reservas que llegaron a ser de sólo 18.000 millones de dólares tras la cancelación de la deuda con el FMI, no fue necesario aplicar un cepo cambiario. Hoy, desde la aplicación de ese candado, las reservas se ubican por debajo de los 37.000 millones y, dentro de pocos días, cuando se liquiden los Bonar VII, serán inferiores a 35.000 millones.

En estos días, en que se percibe que la ciudadanía le picó en las primarias abiertas el boleto hacia 2015 al cristinismo, la Presidenta vuelve a recurrir con énfasis a las teorías golpistas para victimizarse.

D'Elía ha denunciado que el llamado "círculo rojo" -metáfora con la que Mauricio Macri pareció describir a sectores que sueñan con la unión de la oposición para destronar al kirchnerismo en las urnas- "pretende ganar las presidencias de Diputados y Senadores y, con el argumento de chorra y loca, destituir a Cristina el 8-N". Por si fuera poco, identificó como los supuestos golpistas a varios empresarios y dirigentes políticos y sindicales.

La equiparación entre la posibilidad de que la oposición se quede con la presidencia de la Cámara baja y un golpe puede sonar ridícula en cualquier democracia seria. En los Estados Unidos, donde gobierna el demócrata Barack Obama, al frente de la Cámara de Representantes se halla un republicano.

Si las construcciones ficticias a partir de las cuales se tejieron diagnósticos sobre la inflación y el mercado cambiario terminaron en verdaderos fracasos, cabe preguntarse si los escenarios basados en imaginados intentos destituyentes no podrían terminar en una caza de brujas más propia de la Edad Media y de la Inquisición que de una democracia moderna.
Fernando Laborda

jueves, 22 de agosto de 2013

El eterno retorno: Isabelitis

Los dueños de la pelota son los dueños de las balas. Torneo de supremacismo idiota para acreditar quién la tiene más larga. Así funciona el grupo gobernante en la Argentina. ¿Dialogar después de la derrota? Sí, claro, ¿cómo no?, pero a condición de que sea con peces “very grossos”, no con los “suplentes”, y eso sólo si se acepta que lo del 11-8 no fue una “cagada a palos tremenda” (Mario Ishii) sino un triunfo en la Antártida. Bien considerado, no hay en verdad sorpresas. Si entre mayo de 1973 y mayo de 1974 desafiaron a Perón a balazo limpio, ¿por qué hoy no calificarían como triunfo de la “aristocracia” a ese 74% que no votó por ellos hace siete días?

Mismo disco rígido, misma matriz, idéntica sustancia: en la Argentina el vanguardismo goza de muy buena salud. Se expresa en el “nunca menos”, en el “vamos por todo”, y en el “ni un paso atrás”. Pero, entiéndase, se trata de un vanguardismo de necedad imbatible. Siempre hubo en el mundo y en la vida “pasos atrás”. Stalin dejó venir a Hitler en 1941 cuando la Alemania nazi invadió la URSS, e incluso antes, cuando en 1939 pactó con él una paz provisoria, mientras la izquierda mundial se retorcía de angustia. El “general invierno” y el heroico Ejército Rojo batieron a la Wehrmacht. Tras su catastrófico ataque al cuartel Moncada en 1953, Fidel Castro y sus hombres quedaron diezmados. Ya en libertad, cerraron la boca y se prepararon. Bajaron del Granma en 1956, atraparon el poder en 1959 y siguen en el poder, varios de ellos ya casi nonagenarios.

En la Argentina, en cambio, no sucede lo mismo. Acá, país de taitas bravos, todos la tienen larguísima. Así funcionó el PRT-ERP tras el triunfo del peronismo en marzo de 1973, asegurando luego del mítico 25 de mayo con Cámpora, Allende y los cubanos a su lado, que la “guerra” continuaba. Y continuó, hasta que terminaron de despedazarlos en el invierno de 1976. Los Montoneros no fueron mucho más astutos. No “firmaban” las operaciones desde mayo de 1973, pero las siguieron haciendo. Mataron a José Rucci para que Perón entendiera cómo eran las cosas. En 1974 regresaron a la clandestinidad y empezaron a atacar cuarteles y comisarías. Con sus armas amartilladas, siguieron a los tiros hasta bien entrado 1981, delirantes “contraofensivas” incluidas.

Permanece esa misma soberbia prepotente que con palabras definitivas describiera y categorizara Pablo Giussani (1927-1991) en su mítico e indispensable libro de 1984, La soberbia armada. Se trata de un atributo criminal despiadado. Funciona como si la verdad les perteneciera. Quienes no llegan a ella son tarados o ingenuos, que luego “ya entenderán”. Los coroneles de La Cámpora padecen de una seria indigestión de historias sesgadas, mal engullidas y pésimamente digeridas. Pero no son unos ingenuos muchachos empapados del romanticismo de una era que les parece sublime. Que desde trincheras presuntamente peronistas se estigmatice o devalúe la capacidad popular para entender un proyecto ideológico radicalizado es una paradoja cruel.

Fue Arturo Jauretche quien ironizó para siempre a las patrullas avanzadas de un, para él, bizarro marxismo que le temía al pueblo. Pero el lenguaje de La Cámpora conlleva otro atributo escalofriante: es el mismo que seduce a Cristina Kirchner. Una Argentina regurgitante parece retornar a los debates anochecidos de los tardíos años 60. Vuelve a cuestionarse desde la vanguardia y con altanería el “nivel de conciencia” de un pueblo.

Herederos del voluntarismo ciego de hace cuarenta años, son de una vejez política hoy inconcebible, estólidos emisarios del arcaísmo “revolucionario”. Lo dice y lo proclama la Presidenta: las cosas que le pasan a ella y a su gobierno son la culpa de quienes le formatean la cabeza al pobre pueblo, engañado, seducido, confundido, necesitado de una vanguardia que venga a desenajenarlo.

Foquismo sin armas, pero puro y duro. ¿Fracasamos? ¡Más de lo mismo! Este menú se decora con un añadido particularmente revulsivo, expresión de lo más retrógrado y antidemocrático del peronismo. Humillada en estas elecciones (como si no hubiera sido ella quien eligió y mandó al muere a Martín Insaurralde, así como volvió a martirizar al imposible Daniel Filmus), para ella sólo es destacable el “triunfo” en esa Antártida que el incurable irredentismo nacional sigue llamando argentina, pese a que ya ni queda el rompehielos: 46 votos sobre 122 electores.

Los partes de guerra del ERP y de Montoneros en los años 70 y 80 seguían hablando de victorias y de glorias, mientras sus filas iban siendo aniquiladas inexorablemente. Ganadores, triunfales, recibidos con alborozo por el pueblo, avanzaban en trance mental rumbo a la toma del Palacio de Invierno. Años más tarde, en 1989, los atacantes de La Tablada también fueron a matar, convencidos de que la victoria los esperaba bajo los cadáveres.

Apesadumbrada conclusión que describe la encrucijada nacional, la idea de victoria sigue embriagando hasta el delirio a quienes detentan el poder. Se han descripto como Frente “para la Victoria”. Si sólo fuera por la descomunal batalla ganada en la Antártida, se trataría apenas de una impostura de pequeñoburgueses con la cabeza recalentada (los llamaban “termocéfalos” en el Chile de Salvador Allende). Pero es bastante más grave que eso: con sus disparates de esta semana, para muchos Cristina Kirchner parecería haber avanzado varios pasos rumbo a una progresiva identificación con Isabel Perón. Sólo faltaría que ruegue no ser hostigada.
Pepe Eliaschev

lunes, 19 de agosto de 2013

La presidenta que nunca miente

En sus tiempos de gloria, ahora extraviados luego de las elecciones primarias, en el kirchnerismo fueron con frecuencia groseros y maleducados.

Esencialmente patoteros. D’Elía, Kunkel, Aníbal Fernández, el canciller Timerman, la autoproclamada stalinista Diana Conti. La lista sería extensa. Y ni siquiera excluye a la Presidente en sus días de furia más rotunda. El estilo de Néstor Kirchner hizo escuela y el arte de la descalificación y la retórica del insulto, solapado o abierto, pasó a ser norma sagrada en el manual de la ortodoxia oficial. Un credo de la ofensa y el agravio.

Además, el kirchnerismo hizo del doble discurso y hasta de la mentira y el cinismo político una bandera que justificaron con sus elecciones plebiscitarias del pasado. Por lo visto no están dispuestos a cambiar ni aún con la experiencia todavía fresca del reciente tropiezo en las urnas, disfrazado con eso de ser “la primera fuerza política del país” , sonsonete lanzado esa misma noche por la red de medios oficialistas. Cálculo obvio: fueron los únicos competidores a nivel nacional en los 24 distritos. Con el mismo criterio podría decirse que el 70% no kirchnerista es hoy la abrumadora mayoría del país.

Una presidente enojada y con desprecio por el pronunciamiento popular no ayuda a su propia necesidad política: la estrategia titánica de revertir en octubre la fuerte caída de agosto. La vía para al menos intentarlo es un ánimo sereno, el diálogo abierto y no la convocatoria prepotente, con gritos destemplados y el ninguneo a los adversarios políticos. Pero no. Se la ve enojada con la vida y con la política: con empresarios que antes llevaba en aviones por el mundo con cotillones para festejar agravios como muchachones de barrio prepotentes y de poco seso.

Enojada con el banquero que hasta ayer nomás fue su hombre de confianza en las finanzas. Con los sindicalistas que fueron sus socios políticos del pasado, a cuyos representados llamaba “los morochos”, se supone que con afecto. Su furia con los medios no domesticados se ha vuelto un clásico que ya nadie toma en serio, sobre todo después del “ocultamiento” de la prensa hegemónica sobre la “victoria” oficialista en la Antártida: inolvidable blooper.

En los primeros días de duelo tras la derrota, su frase que más impacto causó fue “yo no miento” . Lo dijo la Presidente con un INDEC que en el mes de julio difundió una inflación de 0,9%, pese a la disparada habitual de precios por las vacaciones invernales. Y que asegura que los precios treparon en un año sólo 10,6%.

La misma presidente que se ufana de la “inclusión jubilatoria”, pero por otro lado ordena bloquear el pago de sentencias a favor de los jubilados por un legítimo reajuste de sus haberes. Las demandas ya son 690.000 y el Gobierno tiene previsto cancelar sólo 25 mil este año.

A ese ritmo, harían falta 24 años para hacer un acto de justicia con esa gente que aportó toda su vida esperanzada con una recompensa en la vejez. Simplemente, el Gobierno espera que la mayoría de ellos muera. Pero la Presidente no miente.

Osvaldo Pepe

jueves, 18 de julio de 2013

La vorágine banal del relato

En estos días es noticia un militar acusado de violaciones a los derechos humanos, participante del Operativo independencia en Tucumán en los años de plomo, sospechado de haber apoyado el alzamiento carapintada de los 90, dueño de una fortuna que no puede explicarse con sus ingresos y que manejó durante años el servicio de inteligencia del Ejército. Resultaría atinado suponer que se habla de este sujeto porque lo han llevado preso al penal de Marcos Paz, o lo someten a juicio y es separado de la fuerza mientras se sustancia la causa, ya que el Gobierno fue, hasta ahora, implacable con los militares sospechados de haber violado los derechos humanos durante la última dictadura.

Nada de eso, la noticia es que ese militar ha sido nombrado Jefe del Estado Mayor del Ejército por el gobierno de la señora Fernández de Kirchner, un gobierno que desde hace años utiliza el pasado para hacer política interna, manipulándolo sin pudor al acusar falsamente a opositores o meros críticos, lo cierto es que ante el más pequeño atisbo de crítica no ha dudado en descalificar a quien osase alzar su voz, apelando a términos cada vez más vaciados de sentido, como destituyente, oligarca, golpista, genocida, etc.

Permítaseme detenerme en la palabra genocida, bastardeada y abusada en la vorágine banal del relato, si hasta el Papa Francisco fue (des)calificado como “el genocida Bergoglio” por la claque del progresismo cool, combativo y "revolucionario" que en las primeras horas de rabia y estupor salió a vomitar odio y resentimiento, para pasar luego, en una indigna y vergonzante voltereta, a aclamar a “nuestro querido Papa”.

El doble discurso se ha instalado hace tiempo con obscena impunidad, pero no deja de resultar doloroso asistir al silencio cómplice de las organizaciones de derechos humanos, con la honrosa excepción del Nobel Adolfo Pérez Esquivel, ante el discurso que ciertos personajes brindan ante lo indefendible, y más doloroso aun es contemplar la doble moral evidenciada por personas que supieron en otros tiempos ser referentes éticos para la sociedad y que han sido quienes blindaron culturalmente  a un poder en el que campea el autoritarismo, el delirio mesiánico, la persistente erosión de los pilares democráticos,  el ataque a los derechos individuales y todo al ritmo de una forma arcaica y cruel del ejercicio absoluto del poder.

Se falsea la historia, se miente, se distorsiona la realidad para que encaje en el “relato”, se protege y encubre a la propia tropa y se somete a “juicios públicos” a los enemigos (y digo enemigos porque para quien gobierna solo existen los acólitos y para el resto ni justicia).  No obstante, como bien nos dice El burlador de Sevilla, no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague, lenta pero inexorablemente se van desintegrando las imposturas, caen inexorables las máscaras dejando al descubierto el verdadero rostro del “modelo”,  y a lo que se vislumbra, a lo que va quedando en evidencia,  no hay relato que pueda ocultarlo. 
Claudio Brunori

martes, 16 de julio de 2013

La doble brecha que mantiene dividido al país

La Argentina es hoy un país atravesado por dos brechas tan profundas como diferentes. Una es política e ideológica; la otra es social. No coinciden ni se superponen. Cada una, a su modo, representa un problema para quienes se hagan cargo del gobierno en 2015, quizá no el más urgente, pero sí uno de los más importantes.

La brecha político-ideológica no es nueva. Desde principios del siglo XX, con otro país y otra sociedad, se formó un patrón de convivencia política dominado por el faccionalismo y la denegación recíproca de legitimidad. Su origen se halla en la idea de la unidad del pueblo y la nación, amenazados por la conspiración de elementos ajenos, como la antipatria o la oligarquía. Tal idea, asumida sucesivamente por el yrigoyenismo y el peronismo, arraigó en experiencias sociales profundas, propias de una sociedad inmigratoria y con fuerte movilidad, de identidad inestable y conflictiva. Los excluidos generaron sus propios argumentos de recusación y la política se desarrolló hasta 1983 en ese contexto faccioso y conflictivo.

En 1983 pareció que se daba vuelta la página. La civilidad se unió alrededor de los derechos humanos y la democracia. La pluralidad fue valorada, aunque ya una cierta intolerancia se insinuó en el campo de los derechos humanos. Luego, mientras la decepción fue restando a la democracia su capacidad aglutinante, los protagonistas o herederos de los setenta abandonaron el lugar de "víctimas inocentes" y reivindicaron sus antiguas luchas y métodos. Se produjo entonces una asombrosa confluencia entre la reivindicación extrema de los derechos humanos y la de la lucha armada. Un compuesto político-ideológico -cabalmente expresado por Hebe de Bonafini- que, más allá de su íntima contradicción, tuvo enorme potencia para erosionar los valores del pluralismo y restablecer la brecha.

Este motivo ideológico se expandió en los noventa, en un debate fluido y abierto, mezclado con los reclamos por la democracia republicana y social que generó el menemismo. El kirchnerismo integró estos variados elementos -el progresismo, el setentismo y los derechos humanos- dentro de la antigua matriz peronista de la unidad del pueblo y la exclusión. El enemigo, definido de manera genérica, fueron los militares, el campo, Clarín o los jueces, de acuerdo con la coyuntura política y con las diferentes sensibilidades de los seguidores. A diferencia del peronismo original y de los setenta, hubo poca sinceridad y un uso instrumental, casi hipócrita, del discurso. El gobierno machacó empeñosamente y logró reconstruir la brecha política. Muchos se sintieron más cómodos con ella que con el pluralismo de 1983.

Los opositores tuvieron un papel más pasivo: recibieron los cachetazos sin estar convencidos de que debían devolverlos, porque les preocupaba la institucionalidad y porque se enredaron en las meritorias formas externas del discurso oficial. Pero no pudieron evitar el lugar en que los colocó el Gobierno. De ese lado hubo poca argumentación eficaz, y el vacío se llenó con descalificación personal, más bien mezquina. Una buena parte de la gente común contempla hoy, sin entender demasiado, el feroz enfrentamiento de dos grupos más apasionados que razonantes, encastillados en sus argumentos, que no encuentran terreno común para dialogar y que ni siquiera coinciden en los hechos y los datos sobre los que discutir.

La segunda brecha divide en dos a la sociedad: la parte normalizada o establecida y el mundo de la pobreza. Se trata de un fenómeno relativamente nuevo: antes de los años setenta la Argentina tuvo pobres y "villas miseria", pero no un mundo de la pobreza. Éste se formó desde fines de los setenta, por el desempleo -fruto de la apertura económica y las privatizaciones- y por la deserción del Estado. Viene creciendo de manera sostenida, hasta incluir una cuarta parte de la población, o quizás un tercio. Entre diez y doce millones de argentinos están privados de lo que nuestra sociedad y nuestra época han llegado a considerar lo mínimo de una existencia digna.

En estas cuatro décadas, la sociedad argentina se polarizó y se segmentó. A una parte no menor le va muy bien. Otra parte -las "clases medias" y los trabajadores formalizados- logra con dificultad mantener lo que antes se llamaba la "decencia": la vivienda, el trabajo, la confianza en la educación, la expectativa de que los hijos estén mejor. También una cierta confianza en que el mejoramiento individual guarda alguna relación con el interés general. El mundo de la pobreza también tiene solidez e identidad, y una fuerte capacidad para reproducirse. Se ha consolidado un tipo de sociabilidad comunitaria, una forma de entender la vida y un conjunto de valores y expectativas singulares, que ya no dependen de la falta de empleo. Ni el trabajo estable ni la educación ocupan un lugar central, y la ley tiene una significación relativa. Pero, en cambio, son sólidas las jefaturas personales, de referentes o de "porongas".

Son dos partes diferentes, pero con muchas relaciones. Hay nexos positivos, como el Estado, que llega cuando hay que apagar un incendio, o las organizaciones voluntarias, que articulan redes solidarias. Pero los nexos negativos son más fuertes: las organizaciones delictivas, el narcotráfico y hasta la policía, ubicada a ambos lados de la ley. La Salada, importante para la subsistencia de los pobres, constituye en el fondo un formidable mecanismo de explotación. Finalmente la política, enganchada con el poder público, ha montado un sistema para traducir la ayuda estatal en apoyo político y votos.

Los que hablan por los pobres son pocos. Los sindicatos tienen su base en los trabajadores formales. Muchas organizaciones sociales se han integrado a la maquinaria del gobierno, y sus dirigentes medraron. Perdieron fuerza las organizaciones piqueteras más radicales, que en su momento impulsaron su autoorganización. Sólo sigue siendo efectivo el recurso de irrumpir en el mundo de la sociedad establecida para recordar su existencia, con piquetes o con la cotidiana ocupación de las calles. Suficiente para la dádiva, pero insuficiente para generar políticas más consistentes.

La brecha política y la brecha social son intolerables, pero diferentes. La primera envenena la convivencia y obstaculiza la reflexión colectiva. La segunda constituye un problema estatal y sobre todo un desafío ético. Hay pocas relaciones entre ambas. La protesta de los pobres carece de la fibra ideológica y política que movilizaba a villeros y trabajadores en los setenta, y también del sentimiento que en su tiempo suscitaron Perón y Evita. Con los Kirchner hay más cálculo que pasión, y muy poco amor. En cambio, hay pasión entre quienes se alinean ideológicamente con el Gobierno, pero sus ideales no pasan particularmente por los pobres. No se parecen a los jacobinos de la Revolución Francesa, que honraban la igualdad del pueblo, sino a los de Napoleón, que encontraron en el discurso jacobino un instrumento eficaz para el mejoramiento personal.

Son problemas que requieren políticas distintas. En el caso de la brecha ideológica, poco puede hacerse con este gobierno. Cuando cambie, habrá que tener bien presente la nefasta experiencia de 1955 y evitarla. El pluralismo y la convivencia -que parecen cuadrar poco con nuestro ADN cultural- deben volver a ser, como en 1983, un principio básico, y habrá que hacer todo lo necesario para que quienes hoy están en costados distintos de la brecha vuelvan a convivir en armonía. Aunque no sea apasionante, es un objetivo razonable.

Cerrar la brecha social, en cambio, es una tarea de largo plazo, más bien un horizonte, de esos que ayudan a caminar. A las dificultades específicas hay que sumar la previsible resistencia de todos los que se benefician con la pobreza, incluyendo políticos tentados con heredar el sistema. Es una tarea de todos: de los gobiernos, de sus opositores y de la sociedad civil y sus organizaciones. Sobre todo, es la tarea del Estado. Un Estado que hoy está hecho jirones y que, simultáneamente, debemos empezar a recomponer.
 Luis Alberto Romero 

martes, 2 de julio de 2013

La década no está ganada, sino desperdiciada

El Gobierno dilapidó el viento de cola y, con una mala asignación de recursos, dejó caer la infraestructura del país.
La década del 80 fue la "década perdida" , en la Argentina y en América latina. Nuestra Presidenta ahora considera que esta es la "década ganada" . Estos calificativos exigen prestar atención a tres hechos nuevos en el escenario mundial de los últimos años. Primero, la tasa de interés internacional es hoy la más baja de los últimos 50 años y ni llega a la mitad del nivel de 2002. Segundo, gracias a estas tasas mínimas la inversión externa se derramó sobre toda América latina; comparando con el año 2000, hoy es 15 veces mayor en Perú y Ecuador; 10 veces, en Uruguay; seis veces mayor en Chile y Colombia, y dos en Uruguay. La Argentina no sólo permaneció al margen de esta tendencia, sino que desde 2005 se fugaron 84.000 millones de dólares. Tercero, los precios internacionales para nuestras exportaciones son los más altos de los últimos 40 años. Según el Indec, los términos de intercambio se duplicaron respecto de 1986; en mayo de 2003 la soja se cotizaba a 232 dólares y ahora vale 550. Gracias a estos excepcionales términos de intercambio nos hemos beneficiado con recursos adicionales que superan los 150.000 millones de dólares.

Es así como, financiado por estas rentas extraordinarias, el gasto público en la última década se multiplico más de tres veces, pero la infraestructura no se benefició de esta multiplicación. Por ejemplo, hay un gran déficit de agua potable y cloacas, elementos esenciales para reducir la mortalidad infantil y las enfermedades de transmisión hídrica. Unos 8,2 millones de habitantes carecen de agua por red y 21 millones no tienen cloacas.

En el conurbano, el 30% de la gente no tiene agua por red, el 63% carece de cloacas y el 39% no tiene gas por red. Las inversiones fueron insuficientes. La creciente urbanización también agudizó los daños por inundaciones, como en La Plata, pero la inversión en esta protección hídrica ha sido mínima: se gasta 10 veces más en subsidiar a Aerolíneas Argentinas.

La infraestructura vial está atrasada frente a un parque automotor que creció un 90% en la última década, con un creciente "pasivo vial" por falta de inversiones. José Barbero señala que tenemos apenas 2500 kilómetros de carreteras de calzada doble, pero necesitamos más del doble. La red nacional y las rutas provinciales se degradan por falta de inversiones y sobrecostos notorios. Un kilómetro de carreteras de cuatro carriles le cuesta ahora al Estado casi el doble que en la década anterior.

Las cosechas crecen pero el ferrocarril de cargas retrocede por carencia de inversiones, incrementando así los costos logísticos. El ferrocarril transporta menos del 10% de la carga, mientras que en Canadá lleva el 55%; en Alemania, el 54%, y en Estados Unidos, el 47%.

En el área metropolitana el servicio ferroviario ha retrocedido y origina un alto costo de vidas humanas. Este retroceso es fruto de grandes subsidios mal direccionados, que no estimulan ni la inversión ni el buen mantenimiento de vías y trenes. Entre 2003 y 2011 se invirtió anualmente menos de la mitad de lo invertido entre 1995 y 2001. Las recientes inversiones apenas cubrieron la séptima parte de las necesidades de mantenimiento y reposición del material. Existen también notorios atrasos en áreas clave como puertos, dragados, aeronavegación, ferrocarriles interurbanos, radarización y control del espacio aéreo, esencial para combatir el narcotráfico.

En energía, la carencia de inversiones originó una gran caída en las reservas de gas (60%) y petróleo (20%). Por eso, desde 2003 la producción de petróleo cae un 30%, mientras que la de gas cae, desde 2004, un 20%. La caída en inversiones impacta sobre nuestras cuentas externas, por el fuerte ascenso en las importaciones de combustibles, que este año llegarán a 13.000 millones de dólares, cuando en 2006 el sector energético aportaba más de 6000 millones a la balanza comercial. La carencia de inversiones en hidroelectricidad ha impulsado el consumo de combustibles caros e importados. En 2003, más de la mitad de la generación eléctrica era aportada por la hidroelectricidad; ahora, aporta menos del 30%.

Todas estas carencias de inversión en sectores estratégicos no se explican, como hemos visto, por falta de recursos, sino por mala asignación del gasto público, que está hoy a un nivel récord histórico. Se aumentaron aceleradamente los subsidios fiscales, que ya superan los 20.000 millones de dólares anuales. Estos subsidios son apropiados por los segmentos socio-económicos más favorecidos, porque no existe una verdadera tarifa "social". Cuando comenzaron los subsidios, hacia mediados de la década, eran cifras razonables, pero hoy son tan gravosos que el Gobierno viene postergando desde hace ya varios años las necesarias inversiones en infraestructura, muchas de ellas de carácter urgente y prioritario porque hacen a la seguridad de las personas, como ocurre con el transporte ferroviario. Esta decisión estratégica del Gobierno de priorizar los subsidios a favor de los segmentos de arriba de la sociedad, y al mismo tiempo postergar las inversiones necesarias en los servicios de amplia demanda popular como el transporte público, configura un cuadro de alto riesgo.

Los cuantiosos subsidios que distribuye el gobierno nacional responden a un criterio altamente regresivo, ya que el 20% más pobre de la población se beneficia apenas del 6,3% del subsidio total, mientras que el 20% más rico se apropia nada menos que del 42,7% del total de los subsidios. Es decir, los ricos reciben subsidios 6,8 veces mayores a los subsidios que benefician a los pobres. Por su parte, tenemos la Asignación Universal por Hijo, eficaz política de transferencias monetarias que mejora la distribución del ingreso, ya que concentra estos subsidios en los segmentos más pobres. Pero la magnitud del gasto fiscal en la AUH ni por lejos alcanza a compensar el carácter regresivo de los subsidios económicos, por la sencilla razón de que el fisco gasta en estos subsidios regresivos ocho veces más que en la AUH. En 2005, la inversión pública era el triple de los subsidios; ahora los subsidios son un 50% mayores que la inversión. Un ejemplo de subsidios regresivos es Aerolíneas, ya que el 85% de su déficit proviene de los vuelos internacionales, como Miami, Roma y Madrid. Hay que recordar que quienes administran esta empresa pública que tanto incide en mermar recursos para otras inversiones prioritarias no publican sus balances desde 2008.

Cuando un gobierno pierde la visión del porvenir y no presta atención a la infraestructura del país, compromete su futuro. Pero el futuro siempre llega, a veces más temprano que tarde. Son ya varios años de prioridades equivocadas en el área de infraestructura, muchas de ellas salpicadas por sobrecostos propios del capitalismo de "amigos", que significan achicar los fondos que se dedican a las obras prioritarias. El mayor símbolo de prioridades ya no equivocadas sino absurdas fue el disparate del "tren bala", que entretuvo por varios años al Gobierno, que no prestó atención a las redes ferroviarias urbanas. No invertir en infraestructura es muy costoso, pero el costo para toda la sociedad es mucho mayor cuando la inversión no sólo no es suficiente sino que además está demasiado afectada por la corrupción. Considerando la decadencia y atraso de nuestra infraestructura se puede sostener que la última década no fue ni ganada ni perdida. Fue, simplemente, desperdiciada.
Alieto Guadagni

miércoles, 12 de junio de 2013

Vómitos

Son directos y traslúcidos. Juan Manuel Abal Medina lo blanqueó el otro día, sin reparos: “No se me ocurre otro nombre que el de Cristina para seguir frente al modelo”. Remachó con un añadido: “No entregaría la continuidad de este modelo a nadie que no sea nuestra presidenta”.

¿Razones? “Ella es la que lo representa como ninguno y lo lleva adelante. El resto la seguimos a ella”. Muy lejos de ser un ducho tratadista, balbuceó: “En la actual cuestión (sic) constitucional no puede reelegirse, pero ella no ha dicho nada porque está dedicada las 24 horas a gobernar”.

La pasión por el exceso retórico enciende a los paladines del grupo gobernante. Varones crecidos, pujan sin pudor por impresionar a la dama de sus ensueños. Abal Medina admite la “cuestión” constitucional, pero exige que se defienda a la líder máxima sin medias tintas, una timidez calculadora que escarnecen en la figura de Daniel Scioli. Para Abal Medina, el gobernador bonaerense es culpable por no ser lo suficientemente virulento: “No pelea con el énfasis que nos gusta. Siempre busca no enfrentar demasiado, y eso, a los que creemos que hay que seguir profundizando el modelo, nos genera dudas”. ¿Qué dudas tiene Abal Medina?
En el grupo gobernante se respira un aire religioso, casi místico. Importa la fidelidad, más que nada y al margen de todo. Lo que cuenta es ser fiel a la jefatura. Al rivalizar como uno más de los varones embelesados, el presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez, sube fuertemente la apuesta: “En esto (sic) se es evangélico: o se es frío o se es caliente, a los tibios los vomita Dios”.
En el capítulo III del Apocalipsis de San Juan se dice: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! (15). De inmediato: “Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (16). Ya no prevalecen en el Gobierno las lecturas apresuradas de Gramsci, ni los indigeribles mamotretos populistas del matrimonio anglo-belga Laclau-Mouffe. Tampoco las síntesis escolares de Mao y sus tonterías sobre contradicciones principales y secundarias, con las que se hace gárgaras la nomenclatura gobernante. Signo de los tiempos, se habla ahora con el dogma del Evangelio, aparentemente más elocuente y directo que los onanismos ideológicos. 
Domínguez gatilla la exigencia perentoria de Abal Medina, que ordena “énfasis” a los seguidores de la jefa.

Escenario sin ambigüedades, superadas las añosas referencias a la militancia abnegada de los cuadros de recia factura ideológica, adalides como Abal y Domínguez exigen sobreactuación. Espasmo de religiosidad medieval, reclaman no sólo ser, sino sobre todo parecer. La jefa debe palpar la lealtad, experimentarla y saborearla. Ya no es cuestión de congruencia dogmática; piden “énfasis” exterior, versión 2013 del milenario acto de fe.
Debe notarse la adhesión, hay que certificar la lealtad. Se entiende hoy más que nunca por qué la guardia de hierro de las falanges juveniles se bautizó como La Cámpora. Aquel hombre simbolizaba la lealtad ciega a Perón. Hasta cuando Perón lo humilló, Cámpora le fue leal. Es raro que perpetúen ese apellido político como garantía de fidelidad las víctimas de su propia apostasía ideológica. Perón no recompensó la fidelidad de Cámpora y de la Juventud Peronista de 1973-1974, ¿por qué ahora Cristina sería leal a los leales? 
Nadie garantiza sino la jefa. No hay modelo sin ella: no hay más remedio que perpetrar un desbarajuste institucional para que ese mandato de poder se adecue a los textos legales. En este punto, mucho más que maoístas, gramscianos o laclaunianos, los apóstoles que reportan a la Casa Rosada asumen contornos bíblicos. En el mismo Apocalipsis de San Juan, se dice: “¿Quién no te temerá, oh Señor, y glorificará tu nombre? pues sólo tú eres santo; por lo cual todas las naciones vendrán y te adorarán, porque tus juicios se han manifestado” (15 ,4).

Temer y glorificar, he aquí los verbos cardinales de una década que sólo se puede proteger a sí misma envolviéndose en los lienzos de la deificación de la jefa. Esa sacralización de Cristina Kirchner, un torneo de obsecuencias que asume ribetes soeces, es el tono actual adoptado por el Gobierno. No sólo se les debería agradecer el servicio que prestan al país con su frontalidad (sin Cristina todo se desmorona, confiesan). También se debe subrayar el cambio de libreto, el haber derivado de la jerga marxistoide al delirio místico.
Los vómitos del Todopoderoso a los que alude Domínguez colocan a Cristina en divino altar. Si la tibieza le produce vómitos a Dios, cabe colegir que dicha prudencia suscita similar náusea en la jefa. No hay que ir muy lejos: como Cristina es una diosa, se pone muy brava cuando no recibe la adoración a la que los dioses se sienten acreedores. En Apocalipsis 21, 8, se asegura: “Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda”.
¿Será este tenebroso vaticinio lo que verdaderamente excita a Abal Medina, Domínguez y otros palafreneros? Todo indica que sí, que nada ofusca más al estado mayor del grupo gobernante que la falta de fe y la “cobardía”. Un acre sabor a furia inquisitorial parece dominar los cuarteles generales del Gobierno. Aburridos de la lucha de clases, ahora empuñan las flamígeras espadas de la pureza. Hemos entrado en la etapa esotérica más clamorosa: fidelidad o muerte. Venceremos.
Pepe Eliaschev