lunes, 29 de abril de 2013

El simulacro kirchnerista

El oficialismo construye una realidad paralela y autosuficiente a través de un discurso vacío que se desentiende de la verdad; así, logra sus objetivos, pero destruye el idioma común.
 
El kirchnerismo ha fracasado. Es suficiente con observar en torno nuestro: la pobreza, los malos resultados de la educación; las infraestructuras, inútiles, arruinadas e incapaces de prestar los servicios que se esperan de ellas; la producción, concentrada fundamentalmente en industrias extractivas y en manufacturas ineficientes y subsidiadas por el Estado o por los consumidores; la riqueza de la sociedad, cada vez peor distribuida. No hay más que mirar las turbias aguas en las que alguien muere, ahogado por la incapacidad y por la corrupción. Basta con observar para sacar la única conclusión posible: el Gobierno ha fracasado. No han fracasado, claro, los kirchneristas. Ellos tienen poder y tienen riquezas. Un poder que disfrutan, en cuyo ejercicio encuentran un goce que seguramente no se reduce al dinero que obtienen por estar allí, enquistados en el Estado y en sus dependencias, pero que posiblemente se alimenta también de ese dinero.
 
Resulta cuando menos inquietante esa combinación del fracaso de las políticas públicas y el éxito privado de los dirigentes, los funcionarios y sus socios. Especialmente inquietante, dado que esa combinación ha sido convalidada por la sociedad en elecciones democráticas. Inquietante porque, más allá del hecho evidente de que las oposiciones no supieron convertirse en alternativas, y más allá también de la cuota que los clientes electorales del Gobierno le aportan, lo cierto es que a una parte significativa de la sociedad esa convivencia entre el fracaso de lo público y el éxito privado de los funcionarios no parece provocarle rechazo. Es más: le inspira aprecio. Suficiente aprecio cuando menos para votar, una y otra vez, a los responsables de los fracasos colectivos.
 
¿Qué hay, entonces, en el kirchnerismo que convoca esos votos? ¿Cuál es el rasgo distintivo que vuelve atractivo a un gobierno incapaz de reducir la pobreza, controlar la inflación, asegurar la calidad de la educación, incluir a los jóvenes en la sociedad o brindar electricidad suficiente? Un gobierno incapaz -peor, indiferente- de evitar que los trenes choquen, que los barrios se inunden.
 
Para muchos, la incompetencia y la corrupción marcan la gestión kirchnerista, pero ésos no son sus rasgos distintivos. No es más incompetente, por caso, de cuanto lo fue el gobierno de la Alianza, y la corrupción fue, hace ya tiempo, la marca particular del menemismo. Lo que parece caracterizar al gobierno actual, lo que parece introducir una diferencia, un sello original, eso que lo hace distinto y singular, es la mentira. El kirchnerismo ha hecho de la mentira un arte: miente las biografías de sus líderes, miente las estadísticas públicas, miente en sus intenciones y en sus hechos, en las obras inexistentes que inaugura dos veces, en las cifras que dan cuenta de la pobreza y en el costo que tiene alimentarse siendo pobre. El kirchnerismo, principalmente, miente.
 
La mentira nunca está ausente de la vida política. Pero en una jerarquía de los vicios no ocupa el lugar principal: nadie espera de los políticos una absoluta sinceridad pública. Es más: algunos pensadores, como Hobbes o Mandeville, han incluso argumentado a favor de un cierto grado de hipocresía. Judith Shklar, en su clásico libro sobre los Vicios ordinarios , reserva el peor lugar, el más infame, a la crueldad, y señala que la hipocresía es inevitable en la política: la política democrática sólo es posible, afirma, con algo de disimulo y pretensión.
Como alguien famosamente dijo: "Es difícil creerles a dos millonarios que hablan de los pobres". Pero, aunque la hipocresía sea sin dudas un rasgo prominente del discurso y de las prácticas kirchneristas, de su permanente doble estándar, no es su característica principal. Así como la sucesión permanente de mentiras es algo distinto que una gran mentira, la sucesión interminable de conductas hipócritas no es una gran hipocresía. Es un simulacro, y el simulacro, a diferencia de la mentira y de la hipocresía, carece de toda conexión con la verdad, es indiferente a cómo son las cosas en la realidad.
 
Al simulador, a diferencia del mentiroso, la verdad lo tiene sin cuidado y, por ello, su discurso es lo que en inglés se denomina bullshit : cháchara, palabrería, charlatanería. Al simulador no le interesa mentir respecto de algo en particular (las cifras de la inflación, por ejemplo, o su heroico pasado revolucionario). Le interesa satisfacer sus objetivos y, para eso aspira a manipular las opiniones y actitudes de su público, sin poner ninguna atención a la relación entre su discurso y la verdad. Se trata, como escribió Harry Frankfurt en un ensayo ya clásico sobre el concepto de bullshit , "de un discurso vacío, que no tiene ni sustancia ni contenido". Cuando el discurso del Gobierno se construye con una sucesión de mentiras, lo importante no es que intenta engañar respecto de cada una de las cosas que tergiversa, sino que intenta engañar respecto de las intenciones de lo que hace. El problema del Gobierno no es informar la verdad ni ocultarla. Decir la verdad o falsearla exige tener una idea de qué es verdadero, y tomar la decisión de decir algo verdadero y ser honesto o de decir algo falso y ser un mentiroso. Pero para el Gobierno éstas no son las opciones: el kirchnerismo no está del lado de la verdad ni del lado de lo falso. Su mirada no está para nada dirigida a los hechos, no le importa si las cosas que dice describen la realidad correctamente: sólo las elige o las inventa a fin de que le sirvan para satisfacer sus objetivos.
 
¿Por qué, entonces, un gobierno con semejante discurso persuade a tanta gente para que lo vote?
 
En tiempos en que las pertenencias partidarias y las identidades ideológicas son frágiles, y en que las personas actúan cada vez más como consumidores y menos como ciudadanos; en tiempos en los que el abismo entre la riqueza privada y la pobreza de los bienes públicos no deja de aumentar, en los que el voto se decide, mayoritariamente, por la coyuntura de la economía, el simulacro sirve al poder como un almacén de coartadas al que sus votantes acuden para elegir los argumentos que justifican su elección.
Infinito repertorio de frases hechas y lugares comunes, clasificados en grandes estanterías bajo nombres que resultan pomposos porque han perdido su sentido -inclusión social, soberanía, poderes fácticos, modelo, matriz productiva diversificada, derechos humanos, democratización de la palabra, derechos de las minorías, democratización de la Justicia, proyecto nacional-, el simulacro con el que el Gobierno ha sustituido lo real permite disfrutar de los beneficios inmediatos del presente sin por ello sentir traicionados los principios.
 
El simulacro produce votos para el Gobierno, al mismo tiempo que crea una zona de confort para sus votantes. Zona de confort que se extiende también a quienes no lo votan, porque, así como para muchos resulta cómodo permanecer bajo la hueca burbuja de la retórica gubernamental, muchos otros también hallan ventajas en colocar en el Gobierno la fuente de todo mal y de toda desgracia. Las responsabilidades colectivas se desvanecen en la autocomplacencia: el simulacro ha resultado exitoso para el Gobierno porque ha resultado útil a la sociedad.
El simulacro kirchnerista es adecuado para una sociedad que vive el presente sin querer enterarse de que lo hace consumiendo futuro. Pero el éxito del simulacro anticipa el fin de lo social, porque el bullshit corrompe las bases mismas de existencia de la sociedad: el idioma común. Al haber destruido toda relación con la verdad y, más aún, con la realidad, ese idioma está muerto. El simulacro es impune, porque su promesa no puede nunca ser medida contra las evidencias de la realidad: las aguas en las que se hunde el futuro de ciudadanos que están más allá de toda esperanza no tienen la capacidad de ahogar el discurso vacío que produce el poder. Así, el simulacro instala un presente perpetuo, un presente que cancela -muchas veces, de las que hay tristes evidencias, de forma literal- toda promesa de porvenir. Continuar viviendo bajo el simulacro es condenarse a no tener futuro.
 
Alejandro Katz

jueves, 18 de abril de 2013

18 de abril. Por qué salir a la calle


Al cabo de diez años, el Gobierno debe varias asignaturas: subsiste la pobreza estructural, la democracia no está consolidada y valores importantes de nuestra sociedad permanecen amenazados por múltiples causas que van desde fenómenos naturales como inundaciones y lluvias hasta el flagelo del crimen urbano; desde la decadencia educativa hasta la desigualdad social. Pese a ello, el Gobierno está consagrado centralmente a su pervivencia en el poder, cueste lo que cueste.
Hace ya tiempo en las redes sociales se convocó a una movilización para expresar el malestar que circula en la sociedad argentina. La fecha elegida fue el 18 de abril, hoy. La actualidad vertiginosa ha hecho que ella coincidiera con una reforma judicial que el Gobierno intenta imponer de manera drástica, imprevista, sin debate previo. Al mismo tiempo, un medio de comunicación revela que un empresario habría enviado al exterior una impresionante fortuna de dudoso origen, operación que, por la estrecha relación que mantiene el involucrado con el círculo gobernante, inevitablemente salpica a éste. El costado farandulero de los protagonistas de esta opereta puede que la frivolice. Quizás ése sea el costo que se ha debido pagar para que tales hechos , que no son nuevos sino reiterados, perforen la distracción de la opinión pública argentina. Son dos hechos distintos -una reforma, una revelación-, pero están fuertemente entrelazados: intento de reforma judicial y visibilidad mediática de la corrupción se imbrican y explican. Sin embargo, la actualidad argentina es mucho más densa y presenta un entramado donde es fácil perderse.
A fines del año pasado, el Gobierno quiso zanjar la diferencia que lo enfrenta al grupo Clarín mediante un emplazamiento a la justicia, el 7-D. Se profirieron diversas amenazas percibidas como auténticos ukases. El fracaso de esa estrategia fue vivido por el oficialismo como un ultraje. El jefe de Gabinete profirió expresiones cloacales contra los órganos judiciales y el ministro de Justicia equiparó esas resoluciones con un golpe de Estado.
Unos meses después, la iniciativa presidencial retoma aquellas disputas. La reforma judicial que implementa ahora el Gobierno parece una respuesta a aquellas decisiones judiciales, vividas por el poder como un inaceptable desafío. La división de poderes de pronto se ha tornado intolerable para el kirchnerismo. Pero, ¿cuál es la razón de semejante prisa? Resulta indigerible la pretensión oficialista según la cual su único interés es mejorar el sistema judicial. Los cambios estructurales -y el país necesita muchos- no pueden hacerse a tambor batiente, sin reflexión ni consenso. Esta manera de legislar es un dislate, como lo demuestra que los propios partidarios del Gobierno tuvieron que hacerse oír reclamando cambios en la redacción de los proyectos. Dicen, en una metáfora reveladora, que el Gobierno necesita blindar la reforma para que ella perdure.
En tales condiciones, ¿qué otra cosa podemos pensar de la mentada reforma los ciudadanos sino que ella conlleva un propósito oculto? Se ha dicho que esconde una ingeniería electoral tan sofisticada como incomprensible para los legos: los candidatos al Consejo de la Magistratura irían colgados de las boletas del FPV para arrastrar votos oficialistas. Aquí surge como un fantasma omnipresente la nunca desmentida vocación re-reeleccionista. Cualquier medio sirve si el Gobierno necesita ganar las elecciones legislativas de octubre de 2013 con un porcentaje del 47% de los votos para obtener los dos tercios de las legislaturas y forzar una reforma constitucional.
A los ojos de una sociedad desanimada y crítica, este intento reformista resulta una exageración. Un puro uso de las mayorías automáticas que el oficialismo mantiene en la Legislatura. Si las encuestas auguran un resultado diverso a sus expectativas, el Gobierno no puede recurrir a cualquier medio. Esto recuerda la frase de Talleyrand: "En política lo que es exagerado puede volverse insignificante".
Con el criterio usado para cambiar la composición del Consejo de la Magistratura, ¿cuál sería el próximo paso del Gobierno? Además de recomponer la estructura electoral, la reforma inevitablemente hace pensar en la búsqueda de una indemnidad para la corrupción que aflora apenas se rasca la realidad. ¿Acaso se buscan jueces complacientes para el futuro? En las elecciones de 2011, el electorado no fue sensible a la corrupción, un flagelo que, parece, sólo conmueve cuando encuentra una sociedad golpeada por problemas económicos. Está pasando en España, donde los medios de comunicación destapan la financiación oscura de los partidos políticos y la propia casa real resulta involucrada. ¿Tendrían la misma repercusión esas denuncias si los españoles navegaran en la bonanza de las últimas décadas? De pronto, irrumpe un hecho mediático y recuerda a propios y ajenos tantas denuncias que cayeron en saco roto, desde los albores del actual régimen, cuando el gobierno de Néstor Kirchner nombró a la esposa de un ministro controladora de las acciones de éste.
La oportunidad de la reforma también suscita sospechas. El país apenas se ha recuperado de un trance amargo: una inundación dejó decenas de muertos, pero al bajar las aguas se vio que ellas eran turbias. Nunca se hicieron las reformas estructurales que hubieran evitado la catástrofe. Los especialistas en materias ambientales lo habían anticipado, pero nadie les hizo caso. ¿Es que pensar en el futuro no es rentable para el corto término en el cual vive el Gobierno?
Que tras diez años de gobierno kirchnerista el índice de pobreza estructural aún alcance el 27% de la población es una pobre performance. Son cifras aportadas por la UCA. Serán cuestionadas, pero pueden ser corroboradas por quien camine las calles de las grandes urbes argentinas.
Es esa realidad desgraciada la que torna provocativa la reforma intentada, más allá de lecturas ideológicas. Para el Gobierno, el salario es ganancia. Para el Gobierno, el diálogo es rendición y la tolerancia, una cobardía inadmisible. Cuando todo el país se alegró por la elección de un papa argentino, la reacción primaria, visceral, de la Presidenta y su entorno fue de disgusto. Después, se recompusieron los gestos. Pero los hechos de hoy desmienten el discurso que proviene del Vaticano. Nada hay más ajeno a la humildad y la conciliación con el prójimo desamparado, mensaje primordial de Francisco, que la arrogancia con la que se erige un gobierno que se pretende amo y señor de la ley.
En estas condiciones, bajar a la calle se torna un desafío, pero también un incentivo. No es una fatiga inútil. Las movilizaciones del año pasado dieron sus frutos. Gracias a la fortaleza que mostraron las manifestaciones callejeras, un tercio de los legisladores actualmente en ejercicio se ha comprometido a no votar nunca por la re-reelección. Puede ser un instrumento importante y habla de que la oposición, cuya impotencia tanto se alega, es capaz de lograr objetivos. La Justicia, animada por la voluntad que se demostró en cada esquina del país, frenó algunas formulaciones antidemocráticas. Al Gobierno se le estrechan los caminos. Como ha dicho Marcos Novaro, el Gobierno "se va quedando sin ideas ni vías de escape y sólo habla ya con el lenguaje del capricho". Bajar a la calle puede demostrar que una sociedad está viva. Quizás parezca a muchos un recurso antiguo e ineficaz. Es volver a fuentes arcaicas, en una época en la que el marketing es omnipresente. Sin embargo, también a la calle recurren los trabajadores organizados, que el 15 de mayo marcharán como lo hicieron el pasado 20 de noviembre.
Ir a la calle puede ser el mejor camino, si se lo recorre con tres virtudes, que, para estar a tono con la época, son franciscanas: fuerza para no desanimarse, coraje para eludir las provocaciones y alegría para demostrar a los demás y a nosotros mismos que hay algo mejor que caer y llorar: levantarse para seguir adelante.
Alvaro Abos