miércoles, 18 de julio de 2012

El progresismo reaccionario


Un análisis sobre las falacias del discurso kirchnerista y la realidad nacional; una radiografía del "relato"
  
Hace ya más de ocho años que el gobierno de los asuntos públicos ha recaído en un grupo que, tímidamente al principio, y más estruendosamente a medida que percibía los réditos de la estrategia, ha venido reclamando para sí la titularidad del ideario progresista. Voluntariamente no programático, suficientemente impreciso como para poder acomodar allí aquello más oportuno en cada situación, ese ideario está alternativa o simultáneamente integrado por conceptos, valores o emociones que proceden del peronismo tradicional, de un izquierdismo rudimentario o de un nacionalismo ramplón.

Con escasa sofisticación intelectual, pero con alta eficacia política, el discurso oficial organizó dos campos simbólicos: el de los buenos y lo bueno, ocupado por el pueblo y sus abnegados gobernantes, acompañados por una creciente nomenklatura y secundados por grupos de académicos e intelectuales que ocupan los medios escritos, personajes famosos de una cultura glamorosa que se expanden por la radio y la televisión y un lumpemproletariado útil para disputar la calle, y el de quienes encarnan el mal: los medios "monopólicos", los empresarios ambiciosos, los nostálgicos del neoliberalismo, los lacayos del pensamiento hegemónico, los imprecisos imperios siempre amenazantes.

La entrada y salida de los actores en uno y otro escenario se sucede según un orden caprichoso, que obliga al coro a adecuar sus alabanzas y sus diatribas, según el estado de ánimo de quien dirige la escena. Camuflaje, máscara o disfraz, el discurso progresista ha resultado útil para satisfacer las exigencias morales de algunos sectores de la clase media sin afectar los intereses reales de casi ningún grupo de poder, manteniendo a la vez el control social de los sectores más desprotegidos de la sociedad por medio de los mecanismos clientelares clásicos.

Fundado sobre una serie de falacias, abonado por abundantes dosis de hipocresía y cinismo, enunciado por funcionarios que carecen de cualquier antecedente que haga verosímil la adopción tardía de un sistema de ideas y valores ajeno a sus tradiciones políticas y a sus prácticas corrientes, el "discurso progresista" del Gobierno ha resultado eficaz no sólo para integrar en sus filas a importantes sectores de opinión -que no distinguen, o simplemente disimulan, la distancia entre los valores declarados y los intereses defendidos-, sino también para silenciar a una oposición que, ingenua o cómplice, fue dejada sin habla, subyugada muchas veces por gestos engañosos a los que acompañó como si fueran verdaderos. Un discurso sesgado a la izquierda que, combinado con prácticas profundamente reaccionarias, satisfizo durante muchos años a un porcentaje muy amplio de la población.

Las falacias del progresismo reaccionario que gobierna el país son múltiples, variadas y mutantes. Bajo el manto neblinoso que han ido desplegando sobre la realidad, se ocultan ideas del mundo que, traducidas en políticas concretas, dan cuenta de una ideología conservadora en la concepción de la riqueza y en su idea de la cultura, y de una ideología reaccionaria en su concepción del poder y de la democracia.

La falacia del crecimiento, la distribución y el consumo, uno de los principales pilares de esa engañosa construcción, consiste en hacer creer que las mejoras de los ingresos de los sectores asalariados son el indicador más relevante para decidir el valor ideológico de una política económica. Sin embargo, en ausencia de una política fiscal y crediticia adecuada -y aún más en escenarios de alta inflación-, la mejora de ingresos de los asalariados es fundamentalmente -como señaló Eduardo Levy Yeyati- una transferencia de renta a los productores de bienes y servicios, y su efecto más destacable es la contribución que hace para incrementar la concentración de la riqueza. La ausencia de políticas públicas progresistas impidió que la población convirtiera los mejores ingresos en ahorros, es decir en riqueza, condenándola a consumir los excedentes generados con su trabajo, sin posibilidad de capitalizarlos. Así, los autos, las motos y los televisores fueron en estos años los símbolos emblemáticos de una sociedad cuyo consumo producía, por una parte, votos para el Gobierno y, por otra, ingresos extraordinarios para sectores empresariales muchas veces prebendarios, cuando no directamente predatorios.

Hacer que el crecimiento de la economía dependa del consumo está en las antípodas del pensamiento progresista, que hubiera estimulado el ahorro privado y público, y lo hubiera derivado a inversiones que incrementaran la riqueza de los sectores populares y medios de la sociedad (promoviendo, por ejemplo, el acceso a la vivienda propia), que mejoraran la capacidad de producción de la economía y que fortalecieran la cantidad y calidad de los bienes públicos: salud, educación, cultura, seguridad e infraestructuras.

La crítica de la "sociedad de consumo" ha sido central en la construcción del pensamiento progresista, pero ha estado ruidosamente ausente del discurso oficial. A la democracia de propietarios que proponía John Rawls, este gobierno opuso un capitalismo de Estado que no sólo concentra la riqueza, sino también, necesariamente, el poder. Si la concentración de riqueza tiene su correlato en una concentración inaudita de poder es porque una economía de consumidores -y no de propietarios- se corresponde con una democracia de clientes.

Cuando el poder político está muy mal distribuido, inevitablemente -y el adverbio no es un recurso de estilo- provoca que aquellos que lo controlan lo utilicen en favor de sus propios intereses y en contra de los intereses del conjunto de la sociedad. Por eso, desde el liberalismo político hasta la izquierda, la distribución del poder es una reivindicación principal del pensamiento progresista. Reivindicación que nunca, ni en sus años provincianos ni en su actual época en la Nación, fue compartida ni en el discurso ni mucho menos en sus prácticas por el grupo gobernante.

Aunque la falacia de la "distribución" y la falacia "del poder popular" son quizá las más reveladoras del carácter reaccionario del Gobierno, sus políticas se sostienen sobre otras muchas: la de los "épicos combates", por ejemplo, que en verdad el kirchnerismo nunca libró. El más emblemático de esos combates, el de las retenciones a las exportaciones agropecuarias, no fue un conflicto político ni ideológico, sino tan sólo una mal encarada negociación para la apropiación de renta. Las grandes batallas del Gobierno no fueron, en general, otra cosa que eso: la expropiación de las acciones de YPF o la lucha contra la prensa independiente son intentos de incrementar el poder económico o político, no en beneficio de la sociedad -que finalmente termina dañada-, sino del grupo gobernante.

Junto con la falacia de los épicos combates, es recurrente la "falacia de las cosas buenas", que funciona como argumento de autoabsolución y como cierre de toda crítica acerca de la gestión del Gobierno. Todo discurso opositor es cancelado con una enumeración de virtudes. Eso implica ignorar que todo gobierno -aun los peores- tiene en su haber "cosas buenas". La falacia consiste en tomar el todo por la parte, y considerar que es un "buen gobierno" aquel que ha hecho "cosas buenas". La Asignación Universal por Hijo pretende así ser prueba suficiente de una buena política social; el matrimonio igualitario, de la ampliación de derechos civiles; descolgar el retrato de Videla, de una política de derechos humanos? Gestos carentes de riesgos y carentes de costos, con los cuales acumular prestigio simbólico progresista.

El gobierno kirchnerista es, a diferencia del conservadurismo popular menemista de raíz tatcheriana (en el que abrevaron, no está de más recordarlo, buena parte de quienes son funcionarios actualmente), un gobierno profundamente reaccionario: al agudizar la desigual distribución de la riqueza y empeorar la distribución del poder político, establece las condiciones para la permanencia de un régimen autocrático cada vez más corrupto, ineficiente y autoritario. Un régimen que intentó convencernos de que su política se inscribía en el ideario progresista, pero del cual es necesario recordar, parafraseando a Gore Vidal, que forma parte de una escena política en la que actúa un solo partido, un partido de derecha con dos alas: el peronismo conservador y el kirchnerismo reaccionario.
Alejandro Katz

domingo, 15 de julio de 2012

Voces que desentonan en el mundo cristinista

     
En más de una oportunidad, burlándose de sí misma y de su exagerada coquetería , Cristina Fernández ha admitido que se pinta “como una puerta”. Puede que, sin embargo, haya algo más que banalidad detrás del gusto por los potingues y los ojos de negruras egipcias: una sobredosis de kohl y de rimmel es lo que pide la distancia que separa la platea de la escena, al espectador del actor, a la admiración de la mirada. El maquillaje de la Presidente pertenece a la teatralidad. La proximidad, el primer plano, en cambio, se enamoran de las caras lavadas. Se lo hizo entender Carl Dreyer a la Falconetti al elegirla para protagonizar a su alucinada Juana de Arco.
Y el lunes 9 de julio hubo un derroche de teatralidad: 35 minutos en los que la jefa de Estado y su discurso fueron y vinieron de la virulencia al arrobamiento, de la exhortación a la orden, del mohín a los ademanes ampulosos, del “nosotros, el Estado” al furibundo “ ¡Corré la cámara, che, que no me pueden ver de ahí! ¡Corré la cámara!”, una salida de madre más propia de la dueña de un cortijo que de la presidente de una república. Aunque a lo mejor a ese trato estén acostumbrados los ministros, los gobernadores, los intendentes del oficialismo, simples servidores del matrimonio santacruceño. ¿Por qué usar otros modos con aquellos a los que se alude como “la piara”? ¿Por qué no suponer que si ellos lo han soportado, bien pueden soportarlo todos los demás? Acaso ése sea el carácter que el frío y el viento incesante de la Patagonia han cincelado en una mujer de clase media baja con desmesuradas aspiraciones de ascenso social. La apoteosis histriónica sobrevino al final, al hablar de los agoreros y asegurar que, en diciembre de 2001, ninguna de esas voces había alertado al pueblo de lo que estaba por suceder. Llegado ese punto, la Presidente interrogó: “¿Algún argentino lo escuchó por radio o por televisión? ¿escucharon o leyeron en algún diario nacional o internacional que el gobierno iba a tomar esa medida? Contéstenme: ¿escuchó alguien? ¿escuchó alguien?” Desde el fondo del hipódromo la multitud, convocada, pronunció el “noooo” que la Presidente quería oír. Para muchos resultó estremecedor.
Ya sin el peso de la historia de por medio, el miércoles la señora de Kirchner iba a llamar “el pelado éste”al ministro de Economía español Luis de Guindos, un hombre con el que tal vez tenga que cruzarse un día cualquiera en alguna cita internacional. El embajador en Madrid Carlos Bettini las debe estar pasando canutas. No fue lo peor: un poco más tarde, la primera mandataria se iba a referir a las declaraciones que, sobre el frenazo de la actividad, había formulado el propietario de una importante inmobiliaria, “un señor con cara de pobre que no tiene nada que hacer”. Tras identificarlo por su apellido, contó que le había solicitado al titular de la AFIP que investigara su situación. Según la Presidente, Ricardo Echegaray le informó de inmediato que el empresario “no presenta declaración jurada de ganancias ni de ningún tipo desde el año 2007”. A las pocas horas, la AFIP suspendía la habilitación de la inmobiliaria. Casi al mismo tiempo trascendía que el fiscal anticorrupción Julio Vitobello, “por propia iniciativa” , había ampliado el plazo para la presentación de las declaraciones juradas de la Presidente. El escrache por cadena nacional ha dejado de ser un privilegio reservado a los periodistas y empieza a convertirse en un instrumento de coerción aplicable a cualquier ciudadano . Hace un mes, en junio, le tocó vivir esa experiencia al abogado Julio César Durán, el “abuelito amarrete” que no podía comprar dólares para regalar a sus nietos.
El escarnio público es apenas un método complementario al de las multas astronómicas aplicadas por Guillermo Moreno a las consultoras que divulgaron cifras de inflación alternativas a las del INDEC. O a la persecución a que es sometida la empresa Boldt, acusada por el gobierno de haber revelado la sucesión de coincidencias que vinculan al vicepresidente Amado Boudou con Ciccone Calcográfica. O a la intimidante presencia de los inspectores de Echegaray en el humildísimo barrio desde donde se emitió un programa de televisión no apto para los tucumanos. Ya no alcanza con la grotesca proliferación de medios –estatales y privados– cuya existencia tiene como única misión alimentar el relato que Cristina Fernández hilvana con perseverancia ante la sociedad, también hay que disuadir a las voces que desentonan con ese mundo feliz. No es descabellado preguntarse quién será, de aquí en más, el valiente que se atreva a abrir sus datos a un cronista , a contar sus dificultades a la prensa.
Lewis Carroll creó un personaje irascible y despótico, la Reina de Corazones, concebido –dicen– como una venganza contra su soberana, Victoria, la del luto interminable, “la viuda de Windsor”.     La Reina de Corazones es lunática e implacable, su orden favorita es “ que le corten la cabeza ” y por eso tiemblan los jardineros que, desesperados, pintan los rosales blancos con el rojo que a ella le gusta. En la comitiva de la Reina de Corazones está el Conejo Blanco, “siempre riendo sin ton ni son”. El juego de crocket que practica la reina con sus súbditos es estrafalario: no tiene reglas y si las tiene no deben ser cumplidas . Alicia , la protagonista de Carroll, se pregunta entonces: “¿Qué será de mí? Aquí todo lo arreglan cortando cabezas. Lo extraño es que todavía quede alguien con vida”. La niña está asustada. Pero el miedo se disipa cuando Alicia logra recordar que, al fin de cuentas, la temible Reina de Corazones no es más que un naipe de la baraja.
Susana Viau

viernes, 13 de julio de 2012

El gobierno se comió al Estado

 
Nestor Kirchner proclamó que la política recuperaba la primacía. Aludía a su decisión de enfrentar los poderes fácticos ("las corporaciones") y reconstruir las capacidades del Estado, luego de una década de "neoliberalismo". No se puede dudar de que el Gobierno ha desarrollado al máximo su capacidad decisionista. Vivimos a los saltos, en un país imprevisible. En cambio, es difícil reconocer en ese decisionismo la reconstrucción del Estado. Más bien parece lo contrario.

Distinguir entre Estado y gobierno es una imprescindible operación analítica. Hoy no es tan difícil, porque el Gobierno, muy concentrado, se confunde con el presidente. El Estado, en cambio, está relacionado y condicionado por múltiples procesos, como la cultura ciudadana o la homogeneidad social, que hacen a la diferencia entre el Leviatán de Hobbes y el Estado que piensa con la sociedad, de Durkheim.
Pero hay aspectos estatales específicos: el marco jurídico e institucional, las agencias públicas y el funcionariado, con su capacidad y su ética profesional. En un Estado virtuoso, esa maquinaria sirve para planificar las políticas gubernamentales, prever sus consecuencias, evaluar sus resultados. Todo ello implica una limitación al decisionismo o a la primacía de la política. A la vez, un Estado deteriorado estimula el uso de golpes de voluntad política, para sustituir las falencias de los instrumentos normales.

¿Que ha ocurrido con el Estado argentino? Es posible distinguir dos grandes etapas, separadas por la cesura de 1976. En la primera, la Argentina tuvo un Estado potente, con capacidad para formular proyectos de largo plazo. Desde fines del siglo XIX, organizó la sociedad mediante grandes políticas, como la educativa o la de nacionalización. Progresivamente los intereses sociales se fueron organizando y comenzaron a hacer oír su voz: trabajadores, chacareros, estudiantes, médicos e industriales reclamaron tanto reivindicaciones como reglas de juego. El Estado creció legislando, creando agencias y funcionariados especializados.

Desde 1930 comenzó a intervenir en la economía, regulando las grandes variables y facilitando la negociación entre los intereses. El impulso continuó, y en la segunda posguerra el Estado dirigista promovió distintas actividades y se hizo cargo del bienestar social.
Por el camino de la promoción, el Estado adjudicó franquicias, probablemente necesarias para consolidar el interés general, pero que gradualmente derivaron hacia los privilegios, y finalmente, las prebendas. Tal el caso de las leyes de asociaciones profesionales o de promoción industrial. El Estado potente fortaleció los grupos de interés y éstos, para asegurar sus franquicias, aprendieron a presionar al Estado y competir por la distribución de sus beneficios; finalmente se instalaron en sus oficinas y ministerios. El Estado potente fue también un Estado colonizado, campo de batalla y botín de los distintos intereses. La puja se acentuó luego de 1955 y a comienzos de los años 70 desbordó dramáticamente la capacidad estatal de control.

Hacia 1976 comenzó el giro en el que aún vivimos. Desde entonces las políticas apuntaron no sólo a reducir las competencias del Estado, sino a quebrar su espina dorsal. Más allá de matices y motivaciones, esto sucedió desde Martínez de Hoz hasta Kirchner. En un momento, fue llamativa la privatización de las empresas del Estado. Pero lo decisivo fue el sistemático desmonte y desnaturalización de las agencias estatales de control, tanto para la actividad privada como para los gobernantes y administradores. Esto deterioró las normas y los procedimientos y facilitó la arbitrariedad en la toma de decisiones.
A lo largo de estos años, la reducción de los controles estatales permitió el despliegue del prebendarismo. La "patria contratista", la "patria financiera", los "capitanes de industria" y las empresas privatizadas de los años 90 fueron sucesivamente los protagonistas del desguace del Estado. Luego de 2001, cuando el Estado comenzó a recuperar su base financiera, surgió una nueva camada de prebendados depredadores, esta vez más estrechamente asociados con los administradores del Estado.

En los años 90 hubo un amplio debate sobre la transformación del Estado. Unos subrayaron su deserción y otros su incipiente modernización. Durante el kirchnerismo el debate se oscureció, porque la fuerte intervención del Gobierno fue presentada en términos de políticas estatistas. Pero difícilmente podían serlo; basta mencionar al Indec para constatar que el Estado seguía su marcha barranca abajo.
La Argentina tiene hoy un Estado débil pero, en cambio, un gobierno fuerte, concentrado en la Presidenta. La tradición presidencialista es antigua. Está en la Constitución de 1853 y fue profundizada por Roca y sus sucesores. Con la democracia, Yrigoyen y Perón la fortalecieron con su aducido mandato plebiscitario. Desde 1930, los gobiernos sumaron otro factor: un Estado con fuerte capacidad de intervención. Las dos largas dictaduras recientes aumentaron el presidencialismo, pero con una diferencia: la de 1966 confió en el Estado para la realización de sus ambiciosos proyectos, mientras que la de 1976 inició la demolición del Estado. Desde entonces, los gobiernos fuertes empezaron a coexistir con el Estado débil.

En 1983, el gobierno comenzó a transitar por un camino diferente de toda la tradición política argentina, distinto. Se instituyó una democracia republicana, fundada en el pluralismo. Se trataba de construir un país dentro de la ley, lo que implicaba poner reglas al gobierno. En aquellos años de ilusión, se supuso que la democracia era suficiente para solucionar los problemas de la sociedad. No se advirtieron las fallas de la herramienta estatal, ya deteriorada, y pronto la desilusión ganó los ánimos ciudadanos. Sumadas a la acción de los resistentes poderes fácticos y al fuerte endeudamiento externo, llevaron a la experiencia democrática a un mal final.
La crisis de 1989 instaló una certeza: el país estaba en estado de emergencia y eran necesarias reformas drásticas y urgentes. Por entonces el peronismo volvió al poder, y en rigor no lo abandonó hasta hoy. La forma que eligieron los sucesivos gobiernos peronistas para salir de la crisis profundizó el desarme del Estado y la consolidación de los grupos prebendarios. Pero, además, se instaló el decisionismo presidencial. Se basó en leyes "de emergencia" y en una práctica de gobierno que desde entonces bordea los límites de la legalidad. Por otro lado, fue reapareciendo el antiguo estilo político, descartado en 1983. Volvió la fundamentación plebiscitaria -que colocaba a los presidentes más allá de la ley-, el estilo faccioso y la identificación entre partido, gobierno y Estado. De las transformaciones de 1983 sólo quedó el sufragio, y poco más.

El balance es poco alentador. Con un Estado en estas condiciones no parece posible otro tipo de gobierno. Por otra parte, en sus diversas expresiones, estos gobiernos han cosechado un apoyo amplio por parte de los votantes, que parecen estar muy lejos de aquella ciudadanía de 1983, celosamente vigilante de la institucionalidad democrática. Libres de controles institucionales, los gobiernos usan sin limitaciones los recursos estatales, y con ellos producen los sufragios necesarios para su reproducción.
¿Qué podemos hacer quienes no nos satisfacemos con esta primacía de la política? ¿Qué alternativa ofrecer a la mayoría? Sin duda es importante recuperar y fortalecer todas las instituciones que limitan el poder decisionista del Ejecutivo y reencauzarlo así dentro de la institucionalidad republicana. Pero no alcanza. Para volver a poner al gobierno en caja es necesario reconstruir el Estado. Restablecer una burocracia calificada, reconstruir la ética administrativa -tan degradada por la corrupción-, rehacer los mecanismos de toma de decisiones y volver a poner en funcionamiento las instituciones de control.
Sólo así se podrá restablecer la diferencia y la distancia entre el gobierno y el Estado. Y sólo así, retomando el dictum de Durkheim, el Estado podrá reasumir su función de alojar y estimular el pensamiento de la sociedad. Hasta que eso ocurra, viviremos en emergencia y a los saltos.
Luis Alberto Romero

lunes, 9 de julio de 2012

Unicato dogmático

El peronismo ofrece largas historias de choques entre gobiernos nacionales y bonaerenses.
La traumática relación entre el presidente y el gobernador de la provincia de Buenos Aires es un clásico del peronismo. El coronel Domingo Mercante –a quien Evita bautizó con el apodo de “el corazón de Perón”– fue un hombre de extrema confianza del fundador del PJ. Mercante fue gobernador desde 1946 hasta 1952. Su relación con Perón y Evita fue excelente hasta la reforma constitucional de 1949. El punto de mayor interés de esa reforma era, para Perón, la reelección. Y receló de Mercante, al que acusó de querer sucederlo. A partir de ese momento, Mercante cayó en desgracia y en 1953 fue expulsado del justicialismo.

En 1974, durante la tercera presidencia de Perón, se produjo otra situación conflictiva. La gota que rebasó el vaso fue el trágico intento de copamiento del Regimiento 10 de Caballería Blindada de Azul. Perón reaccionó con furia, una de cuyas consecuencias fue la renuncia forzada del gobernador Oscar Bidegain, a quien se lo acusó de ser tolerante con la subversión. Bidegain fue reemplazado por su vice, Victorio Calabró, un dirigente de la UOM.

En 1990, el gobernador era Antonio Cafiero, que encabezaba la renovación peronista que había sido derrotada en la interna por el binomio Menem-Duhalde. A pesar de esa caída, las aspiraciones presidenciales de Cafiero no habían cedido. Nació entonces la iniciativa de reformar la Constitución provincial, con el objetivo de permitirle acceder a otro mandato. Menem operó fuerte para que eso no prosperara. Y lo logró: en una consulta popular triunfó el “no”.

Fue luego el turno de Duhalde, quien renunció a la vicepresidencia para postularse a la gobernación y terminar de desplazar de ese territorio al cafierismo. Puso como condición para dar ese paso la creación de un fondo extra aportado por la Nación a los fines de hacer frente a las infinitas necesidades de la provincia. Duhalde llegó con la idea de que en 1995 él sería el candidato presidencial del peronismo. Esa idea murió el día que Menem le anunció la reforma de la Constitución, con la cláusula de la reelección incluida. Ello obligó a Duhalde a buscar la reforma de la carta magna provincial para que se le abriera la posibilidad de ser reelecto y así sustentar sus aspiraciones presidenciales. La ruptura definitiva entre el presidente y el gobernador se produjo en 1998, cuando Duhalde se plantó y dijo que no apoyaba el deseo de Menem de buscar su re-reelección, hecho no contemplado por la Constitución.

Ya en tiempos del kirchnerismo, las cosas no fueron muy diferentes entre Néstor Kirchner y Felipe Solá. Kirchner siempre consideró a Solá como alguien ajeno a su proyecto. No obstante, ante la falta de una alternativa mejor, pensó en él como candidato a la gobernación en 2007. Para ello debía forzar a través de la Corte Suprema bonaerense una rebuscada interpretación de la Constitución provincial que le permitiera a Solá presentarse a un tercer mandato. Esta maniobra murió tras el triunfo de monseñor Joaquín Piña en el plebiscito de Misiones por el que se rechazó la iniciativa del gobernador Carlos Rovira de buscar la reelección indefinida. Ante esa circunstancia, Kirchner sacó de la galera la candidatura de Daniel Scioli, quien, a esa altura, se aprestaba a comenzar su campaña por la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Es decir que “Scioli gobernador” fue un invento de necesidad y urgencia de Kirchner.

Cristina Fernández de Kirchner nunca quiso mucho a Scioli, a quien no ha perdido ocasión de humillar cada vez que ha podido. La gestión del actual gobernador nunca fue brillante; la de sus predecesores, tampoco. La provincia de Buenos Aires, que viene siendo gobernada desde hace 25 años por el peronismo, no conoce otra realidad que la de la crisis permanente. Por lo tanto, detrás de este conflicto hay algo más: es la lucha por el 2015. En esa lucha, Scioli ha pasado a ser el enemigo del kirchnerismo, lo que anteayer quedó evidenciado una vez más a través de una multiplicidad de voces que se escucharon ejecutando una misma partitura, en la que no sólo se criticó su gestión sino que, además, se lo descalificó. Públicamente lo hicieron el presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez, el senador Aníbal Fernández, el diputado Carlos Kunkel y el intendente de Lanús, Darío Díaz Pérez; privadamente, muchos más. En ese marco, el acérrimo enemigo que Scioli tiene metido en su gobierno, Gabriel Mariotto, tuvo su “Resolución 125”, cuando le hizo saber al gobernador que el proyecto de ley de declaración de la emergencia económica no contaba con el apoyo del kirchnerismo.
Lo que se observa en la provincia de Buenos Aires tiene mucho de intervención federal. Hay una clara decisión del Gobierno nacional de imponerle a Scioli la agenda en un verdadero operativo de pinzas del que también participa el políticamente resucitado ministro de Planificación, Julio De Vido, quien se reúne en su despacho con intendentes bonaerenses a los que les exige lealtad a la Presidenta como condición sine qua non para recibir los fondos destinados a la continuidad de la obra pública. Como se ve, todo “muy democrático”.

La conferencia de Scioli de hace unos días fue una mezcla de su sempiterno y ya inconducente “sicristinismo” y de gestos que, en los códigos del kirchnerismo, son de una insoportable rebeldía. El más claro, la conferencia de prensa abierta a las preguntas de los periodistas. Para la Presidenta y su círculo áulico ese es un pecado mortal. Otro: para la Presidenta, los problemas son inventos de los medios; en cambio para Scioli representan la realidad. Por otra parte, la ausencia de Mariotto lo dijo todo: entre el sciolismo y el cristinismo ya no hay otra cosa que el desamor.
“Vamos por todo”, es el lema guía del kirchnerismo. A las pocas horas del resonante triunfo electoral de Fernández de Kirchner hubo un mensaje de texto atribuido al actual jefe de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina –cuya pobrísima presentación ante la Cámara de Diputados obliga a preguntarse qué le pasó y dónde quedó todo lo aprendido en su paso por las aulas universitarias en las que descolló como alumno brillante–, que decía “ahora vamos por todos”. Abal Medina se enojó con la difusión de ese mensaje diciendo que había sido mal interpretado. Los casos de Scioli y Moyano demuestran, sin embargo, que el “vamos por todos” representa el pensamiento real de un gobierno que hace del unicato un dogma.
Nelson Castro

lunes, 2 de julio de 2012

Cosita

Todos son lo que eran. Todos saben lo que sabían. Serán lo que son. Sabrán lo que saben. Así, nada cambia. El país sigue abocado a la repelente tarea de catar sustancias indigeribles. Más de lo mismo. Nueve años después de haber llegado al poder, el Gobierno promete la revalorización del ferrocarril. No titubea ni tartamudea, como si hubiera desembarcado ayer, como si otro hubiese sido el gobierno que fogoneó el negocio del transporte por ruta, descuidando y terminando de empobrecer la ya escuálida red ferroviaria que recibió al asumir.
Moyano tampoco trepida: ahora (y sólo ahora) esos “exiliados en el Sur” durante los años militares son unos usureros que se hicieron ricos mientras la militancia moría en las mazmorras castrenses. Ambas partes hablan como si hubiesen nacido ayer. Antiguos de toda antigüedad, operan con criterios arcaicos. Ignoran que, ahora mismo y más que nunca, todo queda registrado y es sencilla y fácilmente recuperable. Ya no es un tema de memoria o caprichos de la nostalgia. La tecnología más despiadada digitaliza y resucita archivos. Las palabras regresan. Las fotos denuncian. Debe estar desesperadamente flaca de voluntad esta sociedad argentina para hacerse la que no ve.
La Presidenta confesaba que le dan “cosita” los chanchos, horas después de que ella se llevara puestos la ley y el orden al sacar a la policía de la calle sólo para arruinarles la fiesta a Moyano y sus raleados cofrades. ¿Cómo es que saca a la policía de la calle? ¿Cómo es que prepotea a los jueces pidiendo que la procesen? ¿Cómo es que declara duelo nacional por los gendarmes muertos en Chubut esta semana, cuando no hubo similar pesar estatal para las víctimas fatales del desastre ferroviario de Once en febrero? Es un vacío descomunal: por default, a la Argentina ya no se le mueve un pelo por nada. Las expresiones de rechazo y protesta existen, claro. Pero son parciales, limitadas, relativamente anónimas o, al menos, incapaces de generar un replanteo total del estado de cosas.
Lo de los chanchos es fenomenal. Imperturbable como sólo pueden serlo quienes han asumido de modo terminal su condición de infalibles, Cristina Fernández se pega un salto aéreo a una población de San Luis para seguir con su cháchara porcina y mojarle la oreja a la dirigencia nucleada en torno de Moyano. No explica (¿para qué?) por qué ni su marido ni ella pusieron los pies en San Luis desde 2003, única provincia rigurosamente ninguneada por ser gobernada por el raro peronismo de los hermanos Rodríguez Saá, quienes –pecado capital– nunca le pidieron plata a la Casa Rosada. La leyenda de las ejecuciones hipotecarias en las que se afanaban los treintañeros Kirchner de los años 80 es difusa, pero es evidente que siempre constituyó su abigarrado músculo dominante la opción de prestar para dominar, entregar algo para conducir todo, con o sin 1050.
Amnesia y amnistía son vocablos de raíces comunes y se patentizan en la carga de la artillería moyanista contra una gestión que compartieron y de la que el jefe sindical se benefició mientras pudo. Si a la Presidenta le encanta extasiarse con los fastos de un pasado mítico y sobredimensionado (Felipe Varela, la vuelta de Obligado), el jefe sindical no suena en un pentagrama demasiado diferente. En su cascoteado discurso del miércoles volvió a embelesarse con los años 40 del siglo XX y con las cosas que Perón les “dio” a los trabajadores. Si, como lúcidamente apunta Matilde Sánchez, el camionero y sus seguidores practican una “crispación viril” (Clarín, 28 de junio), desde el Gobierno se siguen infatuando con la letanía retro-progresista. Ahí anda la Presidenta abrazándose y besándose con cada retoño de los años 70 que encuentre, para insistir en que sólo trata de serle fiel a sus compañeros de esa época y a su marido muerto el 27 de octubre de 2010. A esa muerte, acaecida hace ya veinte meses, ella la sigue evocando con un luto de estirpe tradicional, como si en ese caso la coqueta y siempre producida primera ciudadana de este país se comportara como una de esas mujeres de negro eterno que se ven, por ejemplo, en las imágenes sicilianas de El Padrino II.
Epoca de ligerezas insoportables: hasta los verbos fallan, porque se los usa mal, para decir lo que ni corresponde insinuar ante las damas. “Quieren voltear a Cristina”, declara Héctor Timerman, ex director del diario procesista La Tarde y el canciller argentino más políticamente devaluado de los últimos 29 años, en su vano intento de asociar lo que ocurrió en Paraguay con la protesta de una jornada de huelga parcial. Exageraciones, paroxismo, mandobles retóricos y, sobre todo (nunca falla), la reiteración de los más arcaicos mecanismos.
Constatar este vacío no recauda rating, no mide, no altera amperímetros. La pobreza de la oferta opositora se relaciona y potencia con la endeblez de la demanda social. El denominador común del columnista promedio en diarios y revistas fustiga a los hasta ahora fallidos candidatos a ser opción, pero no se subraya el raquitismo de la demanda. Todo sucede como si esta noble, virtuosa y meritoria sociedad fuese diariamente frustrada por una dirigencia política oblicua, mediocre y atolondrada. Es el vacío esencial del cuerpo político argentino lo que plaga de oscuridad el diagnóstico de lo que ocurre.
Del poder actual pocos cambios se pueden aguardar ya. La Presidenta ya ha ratificado hasta el hastío a quienes la obedecen en silencio que cambiar no está en sus proyectos. No lo hizo en 2007, cuando su marido la puso en funciones. No lo hizo en 2011, cuando la ceremonia presidencial fue un trámite hogareño. Este poder K no renueva de manera sana y fuerte sus cuadros. Los tritura de a poco mientras los deja en funciones como mamotretos inanimados, castigados de por vida. Cambiar es un pecado en el modo de pensar de un sistema de poder que maquilla su archi-conservadurismo esencial disfrazándolo de audacia transgresora. El cambio, en serio, le da “cosita” a la Presidenta de la Argentina.
Pepe Eliaschev