El odio como factor clave del modelo
Si
algo tiene el gobierno de Cristina Kirchner es previsibilidad. Todas
las amenazas que formulan desde hace años, van en serio. Todas las
batallas que entablaron, para afuera y para adentro, son de verdad.
Todo
el odio que bajaron a la sociedad era genuino. Consiguieron hacer lo
que fracasó en los 70. Inocularon a un tercio del país con su
veneno, y fabricaron una nueva generación de resentidos, militantes
del odio. Y generaron la reacción inevitable de parte de los
odiados: el repudio y la bronca. Acaso odio, también.
Siempre
se sostuvo que, el principal problema de este tipo de manejos por
parte de los Kirchner, no estaba tanto en insuflarles odio a sus
seguidores respecto de determinado actor político del país, sino en
el riesgo cierto de que ese odio lo enfocaran sobre la sociedad que
no los acompaña.
La
gente que marchó el 13S y el 8N manifestó su bronca contra el
Gobierno, no contra los seguidores del Gobierno. Pero los seguidores
del Gobierno mostraban su bronca sobre la gente común.
Estaba
muy claro el riesgo que corríamos. La desintegración social.
Asistimos
por estos días, a un festival de escraches. En resumidas cuentas, el
escrache no es otra cosa que la foto del divorcio. “Con vos no me
siento ni en el bondi”, “acá no te sirvo ni un café”.
Divorcios
que ya se venían verificando entre amistades y parientes. Entre
vecinos que se cruzan por la calle y no se saludan. Muchachos
treintañeros que cuando se asomaron a la política padecieron
kirchnerismo, y se creyeron que el enemigo de la patria era el cuñado
que se queja de la inflación y le prende la luz del living a
Lapegüe.
La
Presidenta alienta estos comportamientos cuando arenga a la tropa
propia con aquello de "es bueno que estén cerca, por si pasa
algo", y los chiquitos cantan a coro "si la tocan a
Cristina qué quilombo se va a armar". Manipulación
elemental, básica. Manual del alumno bonaerense Kapelusz.
La
diferenciación entre “ellos” y “nosotros” se advierte hasta
en los actos públicos. Ponen vallas y cordones policiales para que
asistan únicamente los del palo. Dejan al resto lejos.
Estamos
cerca tal vez de que los opositores al kirchnerismo deban llevar en
el saco una estrella donde se lea "Fachen", y que se
diferencien colectivos, bares, plazas y mingitorios públicos.
Los
argentinos no estamos distanciados, estamos socialmente divorciados.
No
nos pasamos la cuota alimentaria, nos denunciamos y no nos dejamos
ver los pibes. Nos peleamos hasta por los veladores del casamiento.
Nos hablamos mediante los bogas, que se juntan a cenar para ver cómo
nos pueden esquilmar mejor a todos. Alguna conventillera del barrio
nos ha llenado la cabeza contra el hermano. Hemos pasado de
desconfiarnos, a tenernos bronca.
Hay
que entender que la crispación no es una casualidad. Ha sido
hábilmente instalada para dividir voluntades y, así, poder reinar.
El
fanatismo tampoco es casual. Casi que les resulta imprescindible.
Al gobierno de Cristina Kirchner no le sirve tener adherentes, sino fanáticos. Porque los adherentes pueden cuestionar. Mientras que los fanáticos espiralizan sus argumentos hacia abajo, pero siempre terminan defendiendo lo indefendible.
Al gobierno de Cristina Kirchner no le sirve tener adherentes, sino fanáticos. Porque los adherentes pueden cuestionar. Mientras que los fanáticos espiralizan sus argumentos hacia abajo, pero siempre terminan defendiendo lo indefendible.
Así
se justifica el latrocinio, así se va logrando la “talibanización”
del sentido común. Así el ladrón puede ser beatificado, o nombrado
vicepresidente, así se logra que aclamen la liberación de Barrabás,
crucificándolo a usted, porque denuncia la cueva de ladrones.
Salta
a la vista que, para “el modelo”, todo este odio es altamente
necesario.
Acaso
el destino marcaba que, alguna vez, debían gobernar aquellos
enamorados del odio de los 70. Acaso haya sido una etapa que la
Argentina, de uno u otro modo, tenía que cumplir, vaya a saber. Pero
no se retornará con elegancia de este asunto. No nos saldrá gratis
este nuevo pleito social prefabricado. Por eso, es importante no
olvidar y tener siempre bien en claro quién lo instaló y para qué
fin.
Por
eso esta revolución de opereta indefectiblemente debe terminar,
dentro de tres años, en la Justicia. Para que permanezca
suficientemente expuesto que, además de inocular vilmente su
odio, se robaron el país.
Será
la única forma de que los argentinos podamos explicarnos, por una
vez, alguna historia verdadera.
Fabián
Ferrante