sábado, 11 de mayo de 2013

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?


Confieso que estoy cansado de criticar al kirchnerismo. Si recaigo una y otra vez es porque el Gobierno no deja de ofrecer motivos. A medida que los golpes de la realidad perforan el relato, esos motivos crecen en cantidad y en gravedad. Y uno es débil y reincide.
Esta semana a Cristina no le bastó con haber dejado sellada, voto en el Senado mediante, la ocupación del Poder Judicial. Montó además un show con la plana mayor de su equipo económico en el que Lorenzino, luego de que Moreno recordara cómo se mide el alza de precios en el país de la fantasía, logró mascullar por fin, sin sonrojarse, los números de la inflación. Eso hubiera justificado el acto, pero el Gobierno, cuya divisa es hacer caja a cualquier costo, anunció medidas que delatan su idea del progresismo: los que menos tienen son los que más pagan, o los que siempre pagan en lugar de los poderosos.
Recapitulemos: primero, el Gobierno crea un cepo al dólar (cuando, según los testimonios que suma el escándalo Báez, quienes se llevaban los billetes afuera eran sus amigos); ahora, para paliar el daño que produjo el cepo, invita a repatriar los dólares en negro eximiéndolos del pago de impuestos. Se incluye aquí, claro, la plata mal habida. Las valijas pueden hacer el camino inverso. Miles de kilos. A la luz del día.
Pero me resisto a seguir por aquí, pues tengo la impresión de que pegarle al kirchnerismo se está convirtiendo en un deporte inútil. Después de Once, de las inundaciones, de la "democratización" de la Justicia y del caso Báez, todo está más o menos a la vista. El kirchnerismo es una fractura expuesta y ya sabemos de qué está hecho el hueso. Con decisiones cada vez más autoritarias a medida que la realidad embiste con mayor fuerza el sueño de la Presidenta, ya no hay relato ni cartón pintado capaz de maquillar las verdaderas intenciones: consagrar la impunidad y el poder perpetuo. Esto es claro, al menos a los ojos de los que quieren ver. Porque del otro lado están los que viven en ese sueño. Y ellos no quieren despertar. Así las cosas, además de obvia, la crítica se vuelve reiterativa. La más encarnizada incluso acarrea otros riesgos, pues alienta una polarización que resulta nociva por lo que deja afuera: el resto de la sociedad. Tal vez sea hora de escuchar mi cansancio. Tal vez sea hora de dejar el kirchnerismo por un rato para hablar de nosotros. Tal vez sea hora de preguntarnos cómo hemos llegado hasta aquí.
Lo escuché el otro día, en medio de un almuerzo de periodistas e intelectuales: la argentina es una sociedad que se acostumbra a cualquier cosa. Eso responde en parte a la pregunta: nos hemos ido acostumbrando a la progresiva degradación de la vida social y política. Pasamos del sobreseimiento de Oyarbide por el incremento patrimonial de los Kirchner a la recién aprobada reforma judicial. Vamos (van) de la parte al todo. Sin prisa pero sin pausa, en un proceso en el que lo inconcebible, más temprano que tarde, termina integrado al paisaje.
Sin embargo, hay un dato incómodo: Santa Cruz siempre estuvo ahí. Algunas voces lo advirtieron. Pero preferimos, quizá para eludir los desafíos de la realidad, aceptar el cuentito que nos hacían (después convertido en relato). Aunque nos hagamos los cínicos, somos cándidos monaguillos: creemos. Creemos -o queremos creer- que la cosa no puede ponerse peor. El costo del desengaño es alto, pero aún así soslayamos las evidencias y adaptamos la lente para ver sólo aquello que estamos dispuestos a ver.
En esto nos parecemos a Cristina. Y no es raro. El Gobierno es también creación nuestra, de toda la sociedad, incluso de aquellos que no lo votamos. Se ha repetido hasta el hartazgo que todo gobierno de algún modo refleja la sociedad de la que surge. Hoy el espejo del nuestro nos devuelve la imagen exacerbada de aquellos aspectos que como sociedad tendemos a negar.
Si de algo puede jactarse el kirchnerismo es de conocer la trama de la sociedad argentina. Sabe leerla, y en especial sus zonas más oscuras, abyectas o vulnerables. Gracias a esa habilidad ha sabido someter a distintos sectores con métodos humillantes. A los insumisos (el periodismo crítico, parte de la Justicia) los combate sin miramientos. El miedo, la extorsión, la ley del más fuerte, el vale todo, no son inventos de los Kirchner. Pero ellos han llevado el uso de estos dudosos instrumentos a extremos insospechados en una democracia. "Por eso nadie quiere hablar -le dijo Miriam Quiroga, la ex secretaria de Néstor Kirchner, a Jorge Lanata-. Porque son parte. Él tenía el control de todo." Los Kirchner actuaron como si pocos aquí estuvieran libres de pecado. Y, en sus términos, no les fue mal.
Como dice la ex secretaria, todos somos parte. Cada cual, cada sector, sabrá en qué medida. Como no lleguemos a reconocerlo, estaremos condenados a repetir el mismo destino una y otra vez. Al final quizá descubramos que el kirchnerismo, de alguna manera, nos guste o no, es parte nuestra. Y tal vez ése sea el principio del cambio.
Héctor M. Guyot

viernes, 10 de mayo de 2013

La Argentina bajo el riesgo de los Kirchner


Presentamos la traducción de la nota publicada el 9 de mayo en Le Monde sobre la gestión kirchnerista 
La Argentina bajo el riesgo de los Kirchner
Por Paulo A. Paranagua
En diez años de poder, Néstor Kirchner y después su mujer Cristina llevaron adelante una gestión arbitraria e imprevisible de los asuntos de Estado. En línea recta con el populismo peronista que a menudo condujo al país al caos económico y la corrupción.
En mayo de 2003, hace diez años, Néstor Kirchner, ex gobernador peronista de Santa Cruz, una provincia del sur argentino, llegó a la presidencia de la república con un déficit de legitimidad. Elegido casi por defecto, obtuvo el 22 por ciento de los votos en la primera vuelta. El ex presidente Carlos Menem (también peronista), aunque con posibilidades de ganar el ballotage, prefirió retirarse antes que sufrir un revés en la segunda vuelta.
Para fortalecer a una opinión pública sacudida por la crisis de 2001, que condujo al país a la quiebra, Kirchner se dedicó a consolidar la recuperación económica, emprendida con éxito por el ministro de Economía Roberto Lavagna, a quien mantuvo en su cargo. El nuevo presidente apoya los esfuerzos de los defensores de los derechos humanos, los legisladores y algunos magistrados para terminar con la impunidad de los militares implicados en los crímenes de la dictadura (1976-1983). Por último, teje alianzas "transversales" para lograr una mayoría en el Congreso. Su ministro de Cultura, Torcuato Di Tella, eminente sociólogo y asesor del gobierno, veía en esto el esbozo de una nueva centroizquierda, capaz de "superar" al peronismo, fuerza dominante de la vida política desde 1945.
¿Néstor Kirchner, muerto en 2010, era un outsider? "Kirchner no es un dirigente atípico", respondía su esposa Cristina a la pregunta de Le Monde en noviembre de 2003. "Es un puro producto del peronismo". ¡El zorro pierde el pelo pero no las mañas! "No se puede gobernar sin negociar con el inmenso aparato del partido peronista, formado por burócratas de los sindicatos, intendentes corruptos, punteros barriales clientelistas, policías, traficantes y delincuentes, que se oponen a cualquier cambio", confiaba años después el filósofo José Pablo Feinmann, otro asesor del gobierno. "'Si no controlo el aparato, este me va a dominar, no resistiría dos días', me dijo Néstor".
En 2005, el presidente remueve al ministro Lavagna y administra personalmente la economía nacional, de la misma forma que había administrado los recursos de una provincia petrolera débilmente poblada de la Patagonia: decisiones al día tomadas por un grupo cerrado, sin reunión del consejo de ministros ni rendición de cuentas al Congreso ni explicaciones a la prensa. Cuando era gobernador de Santa Cruz, había enviado a Suiza 500 millones de dólares de regalías petroleras sin detallar jamás el itinerario de esa suma ni sus intereses.
Abogados de empresas, los Kirchner habían dedicado los años de plomo a acumular una fortuna. A partir de 2003, sus declaraciones anuales muestran un enriquecimiento vertiginoso, sin que la cuestión de un conflicto de intereses se les pase por la cabeza a los interesados. Para sus detractores, los montos declarados no serían más que la punta del iceberg.
Cuando Cristina Kirchner reemplaza a su marido en 2007, el manejo improvisado de la economía sigue siendo discrecional e imprevisible. Para los amigos, todas las facilidades. Para los demás, el peso de la ley, sin perjuicio de inventar nuevas reglas de acuerdo con las circunstancias. El cambio más espectacular sin duda es el que hubo respecto de Clarín, el principal grupo multimedia de la Argentina. La luna de miel duró hasta el momento en que Néstor Kirchner, que quería una participación en el capital, sufrió un rechazo. De un día para el otro, el grupo se convirtió en el enemigo a derribar. "Clarín miente", gritan los Kirchner en cada acto político. En 2009, se vota una ley de medios con disposiciones hechas a medida, destinadas a desmantelar el grupo. La justicia bloquea su aplicación. Entonces, en 2013, se improvisa una reforma de la justicia y los recursos contra el Estado, para asegurarse de que el poder judicial deje de inmiscuirse en los asuntos del ejecutivo y el legislativo.
Más allá de las peripecias que la Argentina de los Kirchner presenta con la regularidad de un folletín, el balance de estos diez años de gestión con medidas de corto plazo presenta contrastes: Buenos Aires logró renegociar la mayor parte de la deuda, sin restablecer, sin embargo, su crédito internacional. La producción se reactivó, con resultados moderados en la industria. El Estado aumentó el impuesto a la soja, locomotora de las exportaciones, y se apropió de los fondos de pensión, pero el régimen fiscal legado por la dictadura militar no fue modificado.
Mientras que Aerolíneas Argentinas fue nacionalizada, nada se hizo para corregir el deterioro de los transportes ferroviarios, desguazados en los años 90 con la complicidad de los sindicatos peronistas: en 2012, un accidente ocurrido en una estación de Buenos Aires causó 51 muertos y 700 heridos. La empresa petrolera Repsol YPF volvió a manos del Estado, mientras que las compañías mineras gozan de total libertad para operar en perjuicio del medioambiente y el fisco.
Buena parte del empobrecimiento provocado por la crisis de 2001 desapareció pero la miseria sigue presente. Los aumentos de salarios y las jubilaciones revalorizadas se ven recortados por una inflación del 25 por ciento enmascarada por la falsificación de las cifras oficiales. Se adoptó el matrimonio igualitario pero el aborto sigue siendo tabú.
La inseguridad jurídica hace huir a los inversores: el último en retirarse fue el grupo brasileño Vale. El proteccionismo dejó en coma al Mercosur, la unión aduanera sudamericana. Argentina no ha dejado de caer en el índice de percepción de la corrupción de Transparency International y actualmente está en la cola del pelotón. En cuanto al control de cambio, se presta a todo tipo de manipulaciones.
El descaro y la falta de visión, sin embargo, se disfrazan con un discurso épico. Se habla de un "modelo" Kirchner, secundado por un proyecto "nacional y popular". Adaptado al gusto del momento y despojado de los oropeles de la "doctrina justicialista" del general Juan Domingo Perón (presidente de 1946 a 1955 y de 1973 a 1974), este relato no remite menos a la misma ideología: el nacionalismo, que invoca una excepción argentina, una idiosincrasia diferente de cualquier otra, un "ser nacional" cuya esencia se encontraría en el curso de la historia. Eva Perón, la egeria del general, aparece en los nuevos billetes de 100 pesos y su efigie domina la principal avenida de Buenos Aires, aun cuando su libro, La razón de mi vida, ya no es de lectura obligatoria en las escuelas.

Los socialistas, los socialdemócratas, los comunistas, los de centro, los demócrata-cristianos, los liberales, los conservadores, los demócratas y los republicanos, las principales familias políticas de los dos últimos siglos, en algún momento hicieron su autocrítica, y a menudo varias veces en lugar de una. Los peronistas, jamás. No obstante, no faltan muertos en el ropero.
El regreso del general Perón al poder en 1973 fue una catástrofe que condujo, tres años más tarde, al peor golpe de Estado sufrido por los argentinos. Los Kirchner fomentaron una idealización romántica de ese período de irracionalidad, que no contribuye al respeto por las instituciones de la democracia. En lugar de proceder a una relectura desapasionada de la historia, los peronistas proponen una versión mítica, propicia para los desvíos ideológicos.
La constitución prohíbe un tercer mandato presidencial consecutivo, pero esto no impide a Cristina Kirchner hacer un vacío a su alrededor, mientras que sus partidarios preconizan una reforma de la Ley Fundamental. En una obra reciente, Carlos Gabetta, creador de la edición argentina de Le Monde Diplomatique, llega a una conclusión abrumadora: "Todos los gobiernos del populismo peronista argentino condujeron al país al caos económico; todos llevaron la corrupción a un paroxismo y desembocaron en la tragedia o el Grand-Guignol".
TRADUCCIÓN: Elisa Carnelli

viernes, 3 de mayo de 2013

Sobre ética y política



Max Weber postuló a la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad” como las dos vertientes que definen la conducta bajo las cuales deberían regirse los hombres en una sociedad, y explicaba “hay una diferencia abismal entre obrar según la máxima de una ética de la convicción, tal como la que ordena «el cristiano obra bien y deja el resultado en manos de Dios», o según la ética de la responsabilidad, como la que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción” (El político y el científico).

Vale aclarar que no significa que ambas vertientes sean excluyentes, que actuar siguiendo las propias convicciones conlleve una falta de responsabilidad, o viceversa, que el actuar responsablemente signifique ignorar las ideas en las que uno cree, sino que en función del ámbito de acción del individuo (privado o público, según se trate), debe prevalecer la una sobre la otra, en razón de las consecuencias que en tales circunstancias nuestros actos puedan acarrear.

La política (como espacio y como acción) es, por definición, el ejemplo paradigmático de las acciones que involucran a un conjunto en una sociedad o a la sociedad toda. Por tanto, el accionar de los políticos (y más específicamente de los funcionarios públicos), debe conducirse primero por la ética de la responsabilidad, evaluando siempre las consecuencias de sus decisiones, debiendo pensar ante todo en el interés colectivo y en el impacto posible de sus determinaciones en el colectivo social, antes que en sus convicciones, ideología o intereses personales.

La lógica cortoplacista y sectaria que tiñe hoy a las decisiones políticas está a contramano de la ética que debe imperar en el desempeño de la función pública y ese es el gran problema irresoluto en nuestro país, pues genera imprevisión e irresponsabilidad. Sucede entonces que ante una tragedia anunciada, por ejemplo cuando mueren 51 personas en un accidente ferroviario o 60 en una inundación, nadie es responsable.

Y cuando no hay responsables crece la impunidad, no se investiga nada o se ocupa de ello un juez amigo, esto se observa sobre todo cuando se trata de malversación de los fondos públicos con intención de hacer “caja” para la política y/o enriquecerse en forma personal. Sería muy largo enumerar todos los ejemplos existentes, pero vale destacar que la mayor parte de ellos ocurren bajo la vista complaciente cuando no el apoyo abierto, de gran parte de la sociedad.

Es imperioso construir una verdadera ética pública, entendida como el ejercicio de la función pública a partir de la responsabilidad, no como el ejercicio mezquino de las convicciones y de los intereses personales o del partido. No es menor la disyuntiva, se trata sencillamente de definir en qué sociedad queremos vivir y fundamentalmente que futuro estamos dispuestos a construir para nuestros hijos.

Claudio Brunori