Max
Weber postuló a la “ética de la convicción” y la “ética de
la responsabilidad” como las dos vertientes que definen la conducta
bajo las cuales deberían regirse los hombres en una sociedad, y
explicaba “hay una diferencia abismal entre obrar según la máxima
de una ética de la convicción, tal como la que ordena «el
cristiano obra bien y deja el resultado en manos de Dios», o según
la ética de la responsabilidad, como la que ordena tener en cuenta
las consecuencias previsibles de la propia acción” (El político y
el científico).
Vale
aclarar que no significa que ambas vertientes sean excluyentes, que
actuar siguiendo las propias convicciones conlleve una falta de
responsabilidad, o viceversa, que el actuar responsablemente
signifique ignorar las ideas en las que uno cree, sino que en función
del ámbito de acción del individuo (privado o público, según se
trate), debe prevalecer la una sobre la otra, en razón de las
consecuencias que en tales circunstancias nuestros actos puedan
acarrear.
La
política (como espacio y como acción) es, por definición, el
ejemplo paradigmático de las acciones que involucran a un conjunto
en una sociedad o a la sociedad toda. Por tanto, el accionar de los
políticos (y más específicamente de los funcionarios públicos),
debe conducirse primero por la ética de la responsabilidad,
evaluando siempre las consecuencias de sus decisiones, debiendo
pensar ante todo en el interés colectivo y en el impacto posible de
sus determinaciones en el colectivo social, antes que en sus
convicciones, ideología o intereses personales.
La
lógica cortoplacista y sectaria que tiñe hoy a las decisiones
políticas está a contramano de la ética que debe imperar en el
desempeño de la función pública y ese es el gran problema
irresoluto en nuestro país, pues genera imprevisión e
irresponsabilidad. Sucede entonces que ante una tragedia anunciada,
por ejemplo cuando mueren 51 personas en un accidente ferroviario o
60 en una inundación, nadie es responsable.
Y
cuando no hay responsables crece la impunidad, no se investiga nada o
se ocupa de ello un juez amigo, esto se observa sobre todo cuando se
trata de malversación de los fondos públicos con intención de
hacer “caja” para la política y/o enriquecerse en forma
personal. Sería muy largo enumerar todos los ejemplos existentes,
pero vale destacar que la mayor parte de ellos ocurren bajo la vista
complaciente cuando no el apoyo abierto, de gran parte de la
sociedad.
Es
imperioso construir una verdadera ética pública, entendida como el
ejercicio de la función pública a partir de la responsabilidad, no
como el ejercicio mezquino de las convicciones y de los intereses
personales o del partido. No es menor la disyuntiva, se trata
sencillamente de definir en qué sociedad queremos vivir y
fundamentalmente que futuro estamos dispuestos a construir para
nuestros hijos.
Claudio Brunori
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