lunes, 30 de diciembre de 2013

La "bella indiferencia" de una Presidenta ausente

Freud utilizó la expresión “bella indiferencia” para referir a cierta distancia afectiva que caracterizaba a una de sus pacientes.
Lo que confería singularidad al caso era que aquella mujer parecía desconocer su responsabilidad sobre angustias que padecía a causa — precisamente— de algo que había realizado.
Hace apenas unas semanas comenzaba en Córdoba una ola de saqueos que mantuvo en vilo a la sociedad.
Una conjetura muy verosímil señala que fue la tentación oportunista del Gobierno Nacional (al negar el envío de la Gendarmería para infligir un daño político al Gobernador José Manuel De la Sota), lo que terminó encendiendo la mecha del incendio que pronto se propagó a otras provincias.
Sin embargo, días después Cristina apareció bailando exultante en el festejo de los 30 años de la democracia, luego de sentenciar que la seguidilla de saqueos no había sido más que un intento para desestabilizar al gobierno nacional y popular, que representaría la quintaesencia de la democracia.
Desde hace dos semanas una intensa ola de calor transformó las ciudades en virtuales hervideros. Los cortes de luz fueron multiplicándose a lo largo de los días. Niños, ancianos y familias enteras sin agua. Edificios sin ascensores. Centros de salud que no pueden atender a sus pacientes. Comerciantes que han perdido su mercadería. Calles tomadas por protestas que los funcionarios no parecen querer escuchar.
Un Jefe de Gabinete que cada mañana pretende envolver a la ciudadanía con una retórica tan ampulosa como ineficiente.
Un Gobierno Nacional cuya principal acción, hasta ahora, consistió en señalar la responsabilidad de las empresas de energía a las que amaga con quitarle las licencias. Y una Presidenta que está ausente, como en tantas otras ocasiones en que el infortunio se hizo presente.
Algún día, sociólogos, historiadores y analistas políticos teorizarán sobre el kirchnerismo.
Como ocurre con cualquier ejercicio histórico, probablemente se proceda a un análisis político-estructural de aspectos macro, tales como el modelo económico, la estructura distritibutiva, la política de derechos humanos, la tensión con los medios, el relato, la sanción de leyes sobre libertades civiles, y otras facetas políticas.
Difícilmente se centre en detalles tan precisos y reveladores como la indiferencia presidencial ante las angustias ciudadanas; sobre su profunda insensibilidad ante el sufrimiento del otro; sobre la recurrente vocación de auto situarse en esa especie de Olimpo autoconstruido, donde habitarían los espíritus más sensibles y las mentes más lúcidas.
Hace apenas unos meses, en un rapto de lucidez lingüística, Cristina sentenciaba que “La Patria es el prójimo”. Ese prójimo que hoy está abandonado a su suerte. Y sujeto a la triste indiferencia presidencial. 
Federico González

viernes, 20 de diciembre de 2013

Nada


Era la fiesta de ella y nadie se la iba a arruinar, cayera quien tuviese que caer. Este mecanismo puede ser considerado como acontecimiento excepcional, porque en verdad lo es. El capricho imperial atrasa a escala mundial, a menos que se compita con el venezolano Nicolás Maduro, el nicaragüense Daniel Ortega, el sirio Hafez Assad o el norcoreano Kim Jong-Un. Consiste en que lo que se exhibe como algo determinado, es todo lo contrario. Mueca poderosa e inquietante: se propone como celebración lo que es apenas un simulacro. La frialdad profunda es maquillada como goce apasionado.

¿Fue la “fiesta” del 10 de diciembre una maniobra histérica? Podría describírsela así, aunque ese mecanismo suele funcionar de manera más instintiva que deliberada. En los hechos, el histeriqueo es más una operación incontenible de la psiquis que un plan cerebralmente alevoso. Pero son mecanismos similares, el casamiento perfecto entre la mentira y la verdad.

El gobierno de la Argentina siempre necesita comunicar alegría. Su pulsión incontrolable es proyectar felicidad, como sea. Patrocina la difusión de una luminosidad casi religiosa. Milita en pos de una dicha obligatoria, a la que lubrica con ingentes recursos económicos. Esta gente ama la espectacularidad y por eso el regisseur de la Casa Rosada es un señor poderoso que concreta las puestas en escena más extravagantes que el grupo gobernante necesita. El escenario cívico argentino se ha convertido en el tinglado montado para desplegar un show de luz y sonido a la carta, a pura fuerza bruta, tamboriles y hasta sartenes para cacerolear, como las que zamarreó la presidenta. 
Motivos siempre habrá: la ley de medios, el Bicentenario, la democracia. Lo importante no es el qué, sino el cómo. Es la misma ideología del asueto serial. Así, la quincena final del año será un interminable feriado. Todo vale para “disfrutar”, el verbo organizador central de esta época. La Argentina bate records mundiales de días sin trabajar, a-puro-disfrute. Somos ricos y tenemos de sobra, ¿para qué mezquinarle tiempo al ocio? Hay que festejar. Pasarla bien es el nombre de la religión nacional en una Argentina enganchada al feriado eterno, al proverbial por-cuatro-días-locos-que-vamos-a-vivir, por-cuatro-días locos-nos-tenemos-que-divertir.

Los que celebran sin remilgos ni complejos, son también maestros de la negación cuando la visita truculenta resulta ser la muerte de argentinos. Contrita en sus interminables 36 meses de riguroso pero elegante luto, Cristina Kirchner no ha querido nunca complicarse con otras muertes. Este 10 de diciembre le importaba, más que nada, empañar a su objeto del deseo, medirse con Raúl Alfonsín, para demostrar que le ganaba, un abrazo avieso que pretendía nada más que ocupar el cetro de un republicanismo en el que ella no cree y al que no practica.
La otra cara de esa desasosegante alegría oficializada es la gelidez concreta que el poder ejecutivo de la Argentina dispensa, sin pestañear, al caído. Es una heladera que ha petrificado no pocos corazones. Cuando fue secuestrado Julio López (aún hoy desaparecido), Hebe Bonafini pareció congratularse. Dio a entender que por algo sería. Ahora la empardó la antes respetable señora de Carlotto, para quien hay dudas sobre la decena de muertos de esta semana. “Hay que ver quiénes son” balbuceó. No existe el sufrimiento cuando no afecta a los que mandan. El de los otros ni siquiera se lo admite.

Por cuerda separada, reina la fiesta. Cortejada por su falange de proveedores “artísticos”, jugosamente remunerados por la Casa Rosada, la presidenta expresa con meritoria franqueza sus preferencias estéticas y éticas. Invitados VIP al 10 de diciembre, Sofía Gala se roza con Ricardo Forster. Moria Casán con José Luis Manzano, Florencia de la V con Andrea del Boca y Pablo Echarri con Bonafini. En el escenario, los contratados hacen su delivery. León Gieco, el que pedía que la muerte no le sea indiferente, perpetra conscientemente su derrape: con argentinos muertos en uno saqueos tenebrosos, él proclama que esta vez sí es indiferente.

Una alfombra de helado cinismo transita el escenario nacional, en paralelo a unas celebraciones murgueras totalmente desprovistas de espontaneidad. Ya desde 2010, el kirchnerismo copó el mercado de la movida bullanguera. Como quien compra sexo porque odia las incertidumbres que implica la seducción, el Gobierno se enfiesta con murgas alquiladas. Allá va la presidenta, con una rígida sonrisa facial que mucho tiene de rictus pétreo y aderezo quirúrgico.

Baile de mascaras en el país donde todo lo que parece ser, en realidad no lo es, y en el que nada de lo importante pareciera ser visible. Binomio espantoso: estamos festejando la nada, mientras hay cadáveres todavía calientes.

Pepe Eliaschev

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La Argentina, encallada en la historia

Hegel soñaba el proceso histórico como una forma de síntesis y superación de cada etapa precedente. En el reverso de esta concepción, la Argentina vive una forma regresiva del tiempo y una retroversión de la historia. De hecho, pareciera que el motor de nuestra historia se hubiera detenido. El presente, en nuestro caso, no es superación ni síntesis, sino la zona de acumulación del pasado, sin poder dejarlo atrás. En los pliegues del presente aparece una y otra vez el déjà vu . No es una excepción este final de ciclo kirchnerista, que se está convirtiendo en una ultraantología de escenas del pasado. La tendencia a la repetición, en sus aspectos más nocivos, muestra que bajo la proclama de la revolución hemos tenido un simulacro conservador, y un profundo respeto y arraigo en el statu quo . Porque la Argentina es el cambio en la superficie y la permanencia en lo profundo.

En efecto, la tensión social de estos días nos ha retrotraído a lo más nefasto de principios de siglo. Hordas primitivas invadiendo el Obelisco con la excusa de un festejo, ante la indolencia e impasividad de los poderes públicos; saqueos e incendios en más de una docena de provincias, en las cuales los vecinos debieron armarse en defensa propia ante la ausencia del Estado y la huelga policial. Estas escenas han mostrado nuevamente la fragilidad del tejido social, porque denotan que sólo la fuerza pública parece evitar el delito de gente que convive una al lado de la otra. A su vez, la corrupción, como emblema de los años 90, sigue teniendo una vigencia absoluta. Su volumen y descaro no sólo se ha repetido sino que ha ido in crescendo , con su complemento de impunidad, como lo muestra la suspensión del fiscal Campagnoli, mensaje cuasi mafioso para jueces y fiscales que se animen a investigar el poder.

Yendo más atrás aún, nos visitan nuevamente la inflación y las políticas de parche de los años 80, con emisión monetaria, déficit fiscal, controles de precios, cortes de luz y riesgo de default . Problemas que, al igual que en aquella época, son enfrentados con improvisaciones infantiles. De hecho, bastaría una brusca caída de la demanda de dinero y un aumento de su velocidad de circulación para espiralizar del todo la inflación. Podría continuarse la enumeración también hacia atrás, porque se hicieron presentes numerosos rasgos del autoritarismo predemocrático, como la imposición del temor para toda expresión de ideas diferentes. La matriz autoritaria de producción de iluminados sigue intacta, zona de donde brotan tanto la evangelización como las herejías, de derecha y de izquierda.

En suma, la sensación es que, en el plano sustancial, la Argentina es un barco encallado en la historia. Nada logra mover nuestras cuestiones más profundas de su estancamiento. Nietzsche, aunque en términos de orden metafísico, concibió la noción del eterno retorno de lo mismo como la carga más pesada: "Vamos a suponer que cierto día o cierta noche un demonio se introdujera furtivamente en la soledad más profunda y te dijera: esta vida tal como tú la vives y la has vivido tendrás que vivirla todavía otra vez y aún innumerables veces". Éste es el demonio que atormenta a la Argentina desde hace años. Es la impresión onírica de haber vivido todo lo que estamos viviendo. Y es, probablemente, la carga más pesada para el ánimo de los argentinos y la mayor razón para su desesperanza.

Que los restos de nuestra historia se reciclen una y otra vez tiene un correlato en una política que carece de inspiración e innovación y de visión del futuro. La vaca, viva o muerta, es una acertada figura para nuestros recursos dormidos. Nuestros gobernantes tienen una función rumiante frente a lo que necesita ser resuelto: emprenden una masticación indefinida, sin digestión ni expurgación. Es por eso que nuestro país sufre una monumental indigestión histórica.

A la Argentina le cabe la línea que Marx destinara a la filosofía: nos hemos dedicado a interpretarla, pero de lo que se trata es de transformarla. Cada diez años un gobierno convierte a la población en conejo de Indias de un experimento político que la devolverá a los casilleros iniciales de su avance. Así, el movimiento de la Argentina no es lineal y ascendente, sino errático y circular, destinado a mantener su statu quo más profundo. En nuestro caso, nuevamente invirtiendo los dichos de Hegel, no es la repetición de la historia lo que la convierte en farsa, sino la farsa lo que lleva, una y otra vez, a la repetición de la historia.

Ahora bien, ¿cuál es la consecuencia, en una sociedad, de repetir una y otra vez la historia? ¿Es inocuo que los hechos vuelvan una y otra vez? ¿Estamos simplemente frente a un lucro cesante de nuestro destino, o tiene esto secuelas más graves? La primera secuela es que la evidencia de lo inmutable genera altos niveles de frustración en la población, cosa que opera como uno de los combustibles de la violencia. Pero la otra consecuencia de la repetición indefinida es la impermeabilización de la conciencia y la destrucción de los umbrales de reacción de la gente. En esto radica la perversión de lo que se repite.

En efecto, hace 12 años, dos muertos eran suficientes para hacer caer un gobierno. Hoy, 13 muertos no son suficientes para suspender una fiesta en la que baila, en desconexión con la realidad, la Presidenta. Imaginemos también lo que siente el argentino medio cuando se alimenta nuestro reino del oxímoron al enviar a uno de los ejemplares más encumbrados de la viveza criolla como representante argentino a las exequias de Mandela. El fármaco que hemos ingerido para que esto sea posible es el de la reiteración y vaciamiento de sentido.

Es que lo más grave del vale todo de características exponenciales que estamos viviendo hoy en la Argentina es que genera una devaluación masiva de los hechos. Vemos que pasan decenas de eventos graves en pocas semanas, sin que a la larga se produzcan consecuencias. El tsunami de impunidad que observamos hace perder las referencias, y la velocidad de los acontecimientos hace que no tengan tiempo de producirse como significado. Y que no alcancen a adquirir valor. Así como se lavan los activos en efectivo visibilizándolos y depositándolos en el sistema bancario, un lavado de valores colectivo se produce también cuando se habilita la exteriorización de la ausencia de Derecho en la vida pública en forma crónica, sostenida e impune. Con hechos fabricados en material descartable es muy difícil avanzar en nuestra historia y dar un paso decisivo hacia adelante.

A su vez, de la banalización de los hechos a no asumir la responsabilidad sobre los propios actos hay un pasaje inmediato. El movimiento generalizado de irresponsabilidad se ve también liderado por el Estado, como lo muestra la reciente ley que aniquila el derecho a las reparaciones que le debe el Estado a los ciudadanos, la ley de auto-amnistía para lo ocurrido en estos años. Esa tendencia a la no responsabilidad se observa en cómo todo lo que ocurre se imputa a una conspiración o a un agente externo. Es la imposibilidad de asumir error alguno y, por lo tanto, la imposibilidad de modificarse a sí mismo.

Pero nunca se señalará lo suficiente que el misterio insondable no radica en la obscenidad del poder, sino en la ausencia de una insurrección profunda frente a este estado de cosas. El misterio es la debilidad de la rebeldía colectiva, probablemente horadada por la gota que cae una y otra vez. En cualquier caso, se ve que la energía de nuestra desdicha no ha sido suficiente todavía para producir un cambio. Ojalá ocurra en 2015, aunque todavía falta mucho para eso. Ya que antes de llegar se impone otra pregunta: ¿estamos en vías de experimentar una nueva crisis, a pesar de ser evitable? No lo sabemos, pero no se puede descartar que las produzcamos, aún innecesarias, porque es el único mecanismo de cambio que hasta ahora parece haber funcionado. En este sentido, la repetición más sutil es que la Argentina cede, cada tanto, al encanto de su desplome.

Enrique Valiente Noailles