martes, 29 de enero de 2013

Teoría y práctica del ponciopilatismo



En un contexto de amenaza totalitaria por parte del Gobierno, no hay lugar para posiciones tibias ni para reconocer supuestos aciertos parciales de una gestión que ataca los principios básicos de la vida democrática.


Como se sabe, Poncio Pilatos fue el prefecto romano de Judea que dejó la decisión de colgar a Jesús o a Barrabás en manos de la Plaza, con resultados por todos conocidos. Vaya a saber por qué me viene tan frecuentemente su nombre a la memoria en estos tiempos de furia y desamor que vivimos los argentinos.
Poco importan aquí las frágiles correspondencias entre Historia y leyenda. Lo cierto es que quedaron asociadas a Poncio Pilatos tres conductas que se han ganado el podio de la tradición política argentina: evitar las propias responsabilidades, tomar la vox populi como vox dei y poner en un lugar igual en una imaginaria balanza a dos cosas que no pueden ser más desiguales: el inocente Jesús, injustamente acusado de intentar subvertir un orden injusto, y el culpable Barrabás, un vulgar asesino y bandolero.
La parábola de Pilatos y el destino de Jesús en la cruz son útiles para ilustrar otras barrabasadas de actualidad nacional, por ejemplo: la impunidad por vía de opinión mayoritaria , la idea de democratizar la Justicia para asegurar su eficacia, la noción de que el pueblo jamás se equivoca (tan curiosamente arraigada en el país del "yo no lo voté") y la pretensión de que la aclamación popular basta para legitimar cualquier cosa. Pero lo que es aún más interesante es el acto ponciopilatista por definición: la lavada de manos so pretexto de equidistancia.
El ponciopilatismo argentino es diestro en esta disciplina. Es fácil reconocer a sus cultores por esas frases sueltas que pronuncian como un mantra. Por ejemplo: "Hay que reconocerle al Gobierno lo que hizo bien". He aquí el truco en el que reside la homeopática astucia ponciopilatista, y que no es otro que el de aplicar a tiempos excepcionales métodos adecuados a momentos de normalidad. Basta enunciar este concepto en los términos reales en que se nos propone -"hay que reconocerle a todo gobierno lo que hizo bien"- para comprender la magnitud del dislate. Digámoslo así: si alguien dijera "hay que reconocerle a Hitler los cinco millones de puestos de trabajo que creó" o "hay que reconocerle a Videla que haya acabado con el terrorismo" estallaría un justificado escándalo. Casi todos sostendrían, con razón, que no se le reconoce a Hitler que haya bajado la desocupación porque el precio fue meter a los obreros alemanes en la industria armamentista, y al mundo en una guerra, y que no se le reconoce a Videla que haya acabado con el terrorismo porque el genocidio resultante fue más violento y cruel que lo que evitó. Se trata de una matemática elemental: no se reconocen virtudes cuando las consecuencias son peores que las causas. Sin embargo, los mismos que encabezarían la protesta contra la reivindicación de los aspectos positivos de Hitler y Videla nos proponen aplaudir la Asignación Universal por Hijo a pesar de que después de una década de tasas chinas y soja por las nubes la pobreza es mayor que la media de los años 90; o la designación de la Corte Suprema pese a que sólo se aplican sus fallos cuando le conviene al Gobierno; o la política de derechos humanos que terminó sumergiendo a las organizaciones que un día fueron el baluarte moral de esta nación en estafas organizadas por parricidas, huelgas obreras contra las Madres de Plaza de Mayo y amenazas de carpetazos de las Madres contra "los turros de la Corte". Etcétera.
La parte independientemente del todo. Aislada del todo. Por encima del todo. El ponciopilatista argento, genio autóctono del posmodernismo, cree que el Diablo está en los detalles. Por eso se le escapa el elefante, hábilmente escondido por el Gobierno en medio de una manada de elefantes, que también se le escapan. Momento en que el ponciopilatista recurre a otra de sus frases preferidas: "No podés comparar este gobierno con el nazismo y la dictadura". Como si las comparaciones fueran igualaciones. Como si sólo se pudiera comparar lo que es igual. Como si Newton no hubiera llegado a la ley de la gravedad comparando la Luna -que es grande y no cae- con una manzana -que es pequeña y cae-. "¡No me podés comparar la Luna con una manzana!", dirá el ponciopilatista indignado, creyendo que desmiente así la ley de gravedad. Y es que el ponciopilatista no es malo ni tonto, sino débil. Sabe que el Diablo está ahí, pero teme mirarlo a los ojos. Por eso detesta la revelación de los rasgos comunes de lo que declara incomparablemente diferente. Por eso sostiene que es mejor esperar una guerra mundial y un genocidio antes de denunciar que ese aclamado señor de bigotitos que grita desde un palco en Munich está demente y sería inteligente no ser sus chamberlaines. "Si aún no sucedió, no sucederá", sostiene seguro el Poncio Pilatos argentino. Justamente él, que nunca adivinó que esos muchachos católicos de buena familia se iban a convertir en los Montoneros, ni advirtió que el Ejército lanussiano iba a terminar cometiendo un genocidio, ni vio venir al Menem neoliberal en los tiempos del Menem patilludo. Precisamente él, que se dio cuenta hace diez minutos -por reloj- de que esa simpática parejita de abogados santacruceños no se traía entre manos nada bueno. ¿Qué les habrá pasado?, se pregunta.
Indiferente a estas consideraciones, el ponciopilatista -enemigo acérrimo de las comparaciones- igualará -repito: igualará- a Jesús con Barrabás, es decir: a cualquier personaje desprovisto de poder y sin capacidad de daño con un gobierno que lleva nueve años de robo, delirio y autoritarismo, y que ha anunciado que vendrá por lo que queda. "¿Ven? Son iguales que ellos", disparará apenas un opositor alce la voz, y a continuación emanará otro apotegma de los suyos: "Yo no soy K ni anti-K", como quien actualiza el "Yo soy peronista, señor. Nunca me metí en política", copyright de Gatica y Soriano. Después acusará a los perseguidos por un poder despótico mediante el orwelliano expediente de atribuirles intenciones ("Si pudieran darían un golpe, proscribirían al peronismo, se comerían a los chicos pobres crudos. serían como ellos. ¡peores que ellos!") y se va a dormir lo más tranquilo; con la conciencia y las manos limpias. Como recién lavadas.
Comandos civiles hipotéticos, grupos de tareas en potencia: el antikirchnerista es la verdadera obsesión del ponciopilatista, quien sin saberlo repite así las acusaciones de Néstor Kirchner a los piquetes de la abundancia. Y aún peor es el "hay dos bandos" ponciopilatista, tan apropiado para describir la Argentina de hoy como la Chicago de ayer, cuyo control se disputaban Eliot Ness y Al Capone. Uno espera algo mejor de gente que sabe hilar fino alrededor del concepto "crimen de lesa humanidad". Pero no. La distinción estatal-privado, que opera tan bien para descartar la teoría de los dos demonios, es suspendida en sus efectos por el ponciopilatista experto, que se complace en ignorar el inigualable poder y la consecuente responsabilidad del Estado para proclamar que está contra los dos monopolios, que detesta la intolerancia de los dos grupos y que es equidistante de los dos bandos, el de los avasalladores y el de los avasallados. ¿Síndrome de Estocolmo? Parecen palabras demasiado grandes para el ponciopilatista telúrico, que se parece más bien a la madre de una mujer golpeada que le dice a la nena: "Hija, no te olvides de que es tu marido y de que vos lo elegiste". Y a continuación: "Además, a vos sólo tu marido te puede gobernar.".
No estoy hablando, claro, de la casi totalidad de la población nacional, que yuga todo el día para parar la olla y logra que el país siga andando pese a todo, y que por eso mismo tiene pocas oportunidades de repasar la Historia del siglo XX para comprobar cómo fue que de a poco se llegó a lugares que obligaban después a preguntarse cómo es que se había llegado tan lejos. Hablo del Partido de Poncio Pilatos en sus dos ramas: la política y la periodística, en ese orden. Hablo de gente como yo, que no construyó la casa en que vive, no cultivó la comida que come ni fabricó la heladera que usa. Gente a la que el resto de la sociedad subvenciona para que estudie y se perfeccione, acaso con la esperanza de que no se transformen en furgones de cola de la opinión pública sino que sean capaces de ver más lejos y comprender antes y mejor las cosas; entre ellas: la amenaza totalitaria que entrañan la demolición de las instituciones, el ataque a las libertades y las garantías individuales, la invasión del ámbito privado y la rotura de todos y cada uno de los principios que hacen posible la vida en democracia.
Fernando Iglesias

lunes, 28 de enero de 2013

Once, reflejo del país kirchnerista


Fue un hecho menor e inocente que pasó inadvertido. Sin embargo, revelaba de manera prodigiosa la naturaleza del kirchnerismo. Me refiero a aquella euforia tecnológica que el Gobierno vendía desde los vagones de los trenes metropolitanos en carteles que anunciaban, a todo color, "Vamos a Tecnópolis". Relato K en estado puro: una falsa entrada al futuro, el progreso y la igualdad pintada sobre la superficie de una realidad que atrasaba 50 años e iba camino a la tragedia y la destrucción.
Corrían los últimos meses de 2011 y desde hacía mucho los pasajeros de estos trenes viajábamos como animales en coches con asientos despedazados y ventanas rotas, temiendo que una súbita lengua de fuego o una explosión pusieran fin al viaje por el que habíamos esperado 15, 20 o 30 minutos. Por eso, y más allá del horror, el choque de aquel tren en la estación de Once en el que murieron 51 personas no fue para mí una sorpresa. Tampoco para organismos de control como la Auditoría General de la Nación, que se había cansado de hacer advertencias. Mi error fue creer que tanto dolor y tanto cinismo pondrían en evidencia que el rey estaba desnudo, que al fin se resquebrajaría de manera inapelable el cartón pintado del relato, que la mentira caería por su propio peso.
La primera respuesta del Gobierno fue el silencio. Un calco de la estrategia seguida tras la tragedia de Cromagnon. Después la Presidenta apeló, como siempre, a la victimización. Esperar que admitiera su responsabilidad era ilusorio, pero el intento de presentar al Estado como querellante en la causa fue tan cruel y mezquino como la pretensión de cargar las culpas en las espaldas del maquinista. La farsa, de todos modos, siguió adelante y hoy, un año después, los trenes están más deteriorados que entonces. Se viaja peor y con el temor a un nuevo desastre como acompañante crónico.
Sin embargo, la tragedia de Once tiene aún mucho por decir. En la acusación, que se conoció esta semana, el fiscal habla de la "complicidad criminal" del Estado, dice que se privilegió "el negocio por sobre el servicio" y que la falta de controles sobre los millonarios subsidios "permitía el saqueo". Si dentro de cien años un historiador quisiera entender las claves de la realidad social y política de nuestros días, bastaría con que agotara los significados de esta tragedia que cifra, como ninguna otra cosa, el país de los Kirchner.
Once es la corrupción. Mientras funcionarios y empresarios amigos vivían el festival de los subsidios, el servicio se caía a pedazos. "Los trenes perdían sus prendas y nadie los arropaba, quien debía arroparlos no invertía ni arreglaba nada", describe el fiscal. Lo increíble es que de los miles de millones de dólares que pasaban de mano en mano no se hubiera separado apenas lo necesario para mantener el servicio en su mínima expresión. Al menos para no perder esa fabulosa maquinaria de exacción de fondos públicos. La omnipotencia y la impunidad tienen que ser grandes.
Once es el relato. En la audacia y la ceguera del Gobierno, marca tanto la apoteosis como los límites de la realidad alternativa oficial. Hoy buscan convertir esta tragedia en un logro o una virtud, como se hizo con el embargo africano de la Fragata Libertad, pero no les va bien. Hay que desarrollar una sorprendente insensibilidad para anunciar una "revolución" en el transporte y distribuir, en la misma estación de Once y mientras los familiares recordaban a sus muertos a once meses del hecho, volantes que dicen: "Estamos cambiando el Sarmiento. Confiá en nosotros".
Once es el desprecio. Primero, por los millones de personas que todos los días deben subirse al tren, gran parte de las cuales pertenecen a esa franja de la población más postergada que el Gobierno dice querer ayudar. El maltrato es triste e indignante. Pero Once es, sobre todo, el desprecio por la vida. "La cara visible de la corrupción es la muerte", han dicho los familiares de las víctimas.
Once es el paraíso (y el infierno) del falso empresario. Enriquecerse al calor del poder es una costumbre bien argentina. En este caso, se trata de una expresión sofisticada del clientelismo que contamina la vida política y social. Un clientelismo que, como el otro, paga con creces al gobernante ambicioso.
Once es el deterioro. Los Kirchner han perfeccionado la destrucción del sistema ferroviario que inició Menem. En la Argentina de hoy las locomotoras se detienen y mueren en silencio, como los elefantes, y los buques se hunden solos.
Once es también el país de una sociedad por momentos resignada, cuando no indiferente. Por conveniencia, por comodidad, por temor. No es sólo la Presidenta la que no quiere ver la realidad.
"Todo lo diferido se va pudriendo", escribió la española Carmen Martín Gaite en una de sus novelas. Hablaba de las relaciones familiares, pero se trata de una verdad que bien se puede aplicar a una sociedad, en tanto familia que está obligada a buscar, para bien de sí misma, la mejor convivencia posible. Lo otro, el engaño, el autoengaño, fatalmente trae mayor dolor y a la larga es mucho más costoso.
 Héctor M. Guyot

miércoles, 16 de enero de 2013

Deje de mentir


De fondo, en esta conversación, se escucha un tema de Los Redondos, Nuestro amo juega al esclavo, en el que el Indio Solari canta, a modo de estribillo “violencia es mentir”. Usted, señora, dice que no miente, pero negar es una forma de mentirse a uno mismo y a los demás.
Por ejemplo, señora, su patrimonio. Si un ciudadano quiere que se lo explique, usted tiene que hacerlo. Se llame Darín o Clarín, si es un medio el que pregunta. Tiene, señora, tanta experiencia en la función pública –tanta que casi no trabajó en otro lugar que no sea el Estado– que seguro comprende los motivos. Y entiende, señora, que no basta con la declaración jurada, porque en esas planillas usted dice “qué” tiene en bienes y dinero pero no cuenta “cómo” logró semejante aumento, de seis millones a ochenta en sólo diez años. No hay otro empleado público en la historia que haya alcanzado semejante riqueza en tan poco tiempo. Ni Manzano ni Menem.
La duda es: ¿por qué no revela los detalles y da una lección de trasparencia que sirva de ejemplo a todos los que la sucedan? ¿Por qué no, señora? En estos casos, señora, negar información es ocultar, y sólo oculta el que no quiere revelar la verdad. ¿Será que la verdad resulta indecible?
Y usted sabe, señora, que no alcanza con enojarse y remitirse a la Justicia cuando, por otra parte, es usted misma, señora, quien día por medio dice que la Justicia no responde a los intereses del “proyecto nacional y popular”. ¿Por qué, entonces, debería creer un ciudadano de a pie lo que dice un juez como Oyarbide sobre su patrimonio?
Le cuento otro caso, del que seguramente usted no está enterada, porque si no ya habría tomado medidas. Se trata de su vicepresidente, Amado Boudou. Al parecer, por su inexperiencia o por su formación en un partido de la “derecha”, el muchacho cometió, digamos, “algunas irregularidades” administrativas. Nada importante, según él, pero por las dudas hizo echar al jefe de los fiscales, al juez y al fiscal que lo investigaba, y el expediente pasó a manos más confiables.
Y así, señora, podría hacerle una larga lista de “contradicciones” con la verdad. Esta semana nos conmovió usted con el encendido discurso sobre la “liberación” de la fragata Libertad, pero no dedicó un párrafo a contarnos por qué arriesgamos el navío en un puerto que no debió incluirse en el recorrido, y por qué nadie pagó con su cargo por eso.
Ni por los 51 muertos en la estación de Once. El ministro responsable sigue ahí. Pero ahora, a casi un año de la tragedia y después de diez de gobierno, usted anuncia un plan de inversión para los trenes. ¿Comprende por qué resulta cada vez más difícil creerle?
Le doy un último ejemplo. Con la excusa de la “guerra” que estamos ganando a los fondos buitre, decía usted que padecimos dos períodos de endeudamiento provocado por ellos, con la ayuda de los “caranchos” de adentro. Recordó los años del ‘76 al ‘83, cuando los militares asaltaron el Estado, y luego los años del llamado “menemismo”, de 1991 a 2001, y de la convertibilidad, que concluyó con el estallido de la Alianza y de la sociedad.
Pues bien, señora, no quiero obligarla a negar o a mentir nuevamente, pero si alguien se lo preguntara, ¿podría decir dónde estaban usted, su marido y su cuñada Alicia, y qué hacían en cada uno de esos períodos? Fue su marido, señora, el que consagró a Menem como “el mejor presidente de la historia”. Fue su marido, señora, el que aprovechó para depositar a su nombre los mil millones de dólares que recibió Santa Cruz por la privatización de YPF y que ya se esfumaron. Era su marido, señora, el que compró dos millones de dólares una semana antes de que aumentara el precio.
El mal, señora, que contamina desde hace años al kirchnerismo , al menemismo y a todas las versiones de lo mismo, y lo que violenta, es la mentira sistemática desde el poder. Eso, al cabo de los años, es lo que indigna. El “relato”, escrito y sostenido por los fanáticos o beneficiarios de turno, o por los intelectuales del “proyecto”, capaces de envolverlo y protegerlo en el “espesor” de las palabras, no resiste la confrontación con los protagonistas y los hechos.
¿En qué “proyecto nacional y popular” se puede creer, señora, cuando el que lo quiere vender es Boudou? ¿En qué bandera de los “derechos humanos” se quiere envolver usted, señora, si se saca fotos con Gerardo Martínez, el secretario general de la Uocra que fue un comprobado informante de la dictadura? ¿En qué “defensa de los trabajadores” se puede confiar, señora, si sus aliados son Cavalieri, Lezcano y el resto de “los gordos” que se hicieron multimillonarios al frente de sus sindicatos? ¿De qué “juventud maravillosa” hablamos, señora, si los responsables políticos de los Montoneros que usted tiene de asesores no se hacen cargo de los pibes que mandaron a morir?
¿De qué “patria” habla, señora, en discursos que recuerdan a Galtieri? ¿Por qué citar en vano a próceres austeros y modestos, como Belgrano o San Martín, que se sentirían avergonzados frente a las fortunas personales que ostentan usted y sus ministros?
De eso se trata, tal vez, señora: de dejar de simular sacrificio. De dejar de hacer asados en la ESMA, conferencias en cadena para anunciar promesas, de pagar por los aplausos, y de ver, mirar, reconocer, aceptar, bajar el tono, callar, pensar, hacer un minuto de silencio y acompañar en el dolor a los que padecen y a los que sufren por sus muertos.
Y haga a la vez, señora, el esfuerzo para dejar de fumarse a los que ya se sabe quiénes son, de vender humo, de negar y de mentir.
Carlos Ares