martes, 12 de octubre de 2010

Retroprogresismo

En la década que los Kirchner pusieron de moda, la palabra progresista no existía. Lo más parecido era la “música progresiva”, signo del rock nacional. Los años ’70 desbordaban de pasiones políticas. Había marxistas, liberales, maoístas, trotskistas, conservadores, socialdemócratas, nacionalistas. Pero progresistas, lo que se dice progresistas, no. Estaban los que querían hacer la revolución guevarista y los que apostaban a revitalizar el capitalismo de la mano de la Trilateral Commission. Más un millón y pico de variantes. Ninguna parecida a un “progre”.
Quizás si a aquellos jóvenes setentistas, que hoy conforman el deseo imaginario del progresista tipo, les hubieran contado cómo serían en el futuro sus herederos progres, lo habrían entendido. Eso sí, probablemente responderían con cierta desazón: “Ah, ¿eso quedó de nuestras utopías?”.
Qué otra cosa podrían pensar esos jóvenes que fantaseaban con socializar los medios de producción de quienes hoy celebran como una revolución repartir 180 pesos por mes a los hijos de los más pobres. Seguro que por lo menos se sorprenderían si vieran a estos neosetentistas abrazarse con Hugo Moyano como si en él se corporizara Agustín Tosco. O si descubrieran que el encargado del proyecto progresista bonaerense es alguien que basa su ideología en su increíble habilidad para mencionar, sin repetir y sin soplar, 50 sinónimos de las palabras deporte, esperanza y trabajo. ¡En sólo un minuto!
Al menos se mostrarían escépticos si se enteraran de que empresarios como Daniel Hadad, Diego Gvirtz y Sergio Szpolski deben cargar sobre sus espaldas con el enorme peso de comunicar las actualizaciones doctrinarias de aquellas utopías. Y seguro que les parecería un exceso cubrir de responsabilidad en materia de difusión revolucionaria, a personajes buenos en otras artes, como Florencia Peña, Eduardo Feinmann o Daniel Tognetti.
Pero eso no sería lo peor: imagínense si supieran que los jóvenes Cristina y Néstor, a quienes ellos un día vieron partir hacia el sur para prosperar económicamente, se convertirían 30 años después en los líderes de una revolución progresista. Cómo explicarles que esos abogados que en lugar de presentar habeas corpus por los presos políticos se dedicaban a litigar contra los deudores hipotecarios de la 1.050, resultarían ser los nuevos defensores de los derechos humanos.
Este es el riesgo de usar a la historia para juzgar al presente. Una seguidilla inacabable de “chicanas” aprovechadas más para lastimar al otro que para sustentar argumentos. El retroprogresismo cae en esa terrible tentación de analizar el ayer con los ojos actuales y manipularlo en provecho propio. Bajo el amparo de una tranquilizadora, y nada rebelde, corrección política.
Convertir al pasado en un garrote del presente encierra otros dilemas. Porque es imprescindible no olvidar los errores ni los crímenes (los primeros para no repetirlos; los segundos para que se sepa que hay castigo).
Pero el uso a repetición de esa herramienta puede dar la sensación de que lo único que se persigue es mantener el foco sólo en los derechos humanos del ayer porque no se sabe qué hacer con los derechos humanos de hoy.

Hay un peligro adicional para los controladores de la historia: la pasión revisionista los coloca a ellos mismos en el centro de la revisión. Y no todos los retroprogresistas resisten un archivo. Al margen de que algunas comparaciones entre lo que pasó y lo que se dice que pasó resulten sorprendentes: ¿cuántas veces se puede reescribir la historia? ¿Todas las necesarias hasta que coincida con nuestros intereses?
La última característica de los progres K es sentirse eternos deudores de los reales protagonistas de aquel pasado épico. Al punto de necesitar siempre su aprobación para saber qué es lo correcto y lo incorrecto.
Hacen mal. No deberían preocuparse demasiado por parecer una caricatura ante quienes formaron parte de aquella “juventud maravillosa”. Porque los setentistas ya no son jóvenes. Y hay dudas de que hayan sido de verdad maravillosos. A muchos de ellos también les resultaría complejo explicar cómo pasaron del nacionalismo ultracatólico al marxismo, por qué se levantaron contra un gobierno democrático (que era peronista) y mataban a inocentes, o discriminaban a los gays, o encarcelaban a sus compañeros adúlteros, o tenían pulsiones armadas disfrazados con uniformes y grados militares, o tomaban a la militancia como una aventura pequeño burguesa recubierta de compromiso social.
Es cierto que la década del ’70 es una tentación legítima y apasionante repleta de errores y tragedias de las que conviene aprender. Pero el hoy es una deuda urgente imposible de disimular con más palabras.
Gustavo González

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