lunes, 24 de enero de 2011

El mono gramático

Octavio Paz escribió un libro con un título contundente: El mono gramático. Nadie duda de que somos animales de lenguaje. Hablamos, y si no lo hiciéramos, nada nos destacaría del conjunto de los seres vivos conocidos. Usamos símbolos y los símbolos nos constituyen. En la década del sesenta del siglo pasado, la filosofía se dedicaba a extraer todas las verdades posibles de la primacía del signo. Se lo llamaba significante, grafo, escritura, traza, marca, reja, grilla, huella, monema, semantema, morfema, discurso, acto de habla, etc. Disciplinas como la semiótica, la semiología, la lingüística, la fonología, el psicoanálisis, marcaban el rumbo de la cultura. La filosofía anglosajona, de acuerdo a su versión del legado de Wittgenstein, se abocaba al análisis del lenguaje y se ofrecía como terapia de las desviaciones lingüísticas. Toda la tenaza académica abría sus pinzas para apresar la palabra.

Pero en la misma época existía algo que se llamaba contracultura. Y ésta no tenía el grafo como estandarte, sino el cuerpo. Más aún, tomaba distancia y criticaba el panlingüismo cultural. En el quiebre de la palabra emergían los fenómenos alucinatorios gracias a las experiencias con la mescalina, el lisérgico, el peyote y sus hermanos menores como el hachis y la marihuana, que junto a la música y al “living theatre” abrían el campo de la percepción. Y aquello que se presentaba era una dimensión del mundo en la que la palabra quedaba chica. Las letras reducidas a su verdadera materialidad eran nada más que cosas, garabatos sobre soportes toscos, signos carentes de volumen, de belleza, de imagen englobante. Puro artificio, insuficiencia vital y abulia. Un plano de intensidad casi nula frente a lo que se mostraba brillante, incandescente, vibrante, una vez abiertas las puertas de la percepción. El yoga, la meditación trascendental, el budismo venían al rescate del mono gramático, cansado de palabras planas, y ofrecían el silencio y la ligereza del orientalismo.

Todo esto era el “cuerpo”, la otra cara del símbolo instrumental. El grafo: herramienta apta para el poder y el saber, e inútil para el ser. Por supuesto que en esta contracultura se jugaba una ilusión de completud y un acceso sin mediaciones a un todo. ¿Por qué no? Ese clamor de inocencia, ante la sabiduría basada en el sentido común del relativismo o en el cinismo astuto de quienes hablaban de la castración simbólica y de las trampas de lo imaginario, no iba por eso a sonrojarse ni resignarse a que el hombre no fuera un ser de intensidades. “¡Queremos más!”, nos dice la sangre. “Tengamos menos”, nos advierte el sabio. Pero el mono gramático no dice ni una cosa ni la otra, sólo sostiene el infinito del lenguaje, el murmullo inacabable del “sema” a costa del “soma”.

Fue en momentos en que se daba este diálogo de sordos entre filósofos del lenguaje y cultores del cuerpo y de la visión, que irrumpen Gilles Deleuze y Michel Foucault, con una nueva idea. La expresan en dos obras: El Antiedipo y La voluntad de saber, escritas entre los años 1972 y 1976. Deleuze se inspira en la literatura sobre la esquizofrenia y la que describe el comportamiento de los animales: la etología. Vuelve el cuerpo pero no como una entidad mística o furor poético sino como idea de territorio, línea de fuga, aparatos de captura. Toda una línea de pensamiento en la que el movimiento y la velocidad, la agudeza en la percepción de las situaciones, la visualización de la salida en caso de peligro, las líneas de fuga que es necesario encontrar cuando los sistemas se presentan con alta consistencia y baja porosidad, o sea como muros, es decir un pensamiento en acción que tiene a las multiplicidades de protagonistas.

Foucault distingue el ars erótica, cuya finalidad es maximizar el placer, de la ciencia sexualis, de la que deriva una operación hermenéutica. Marca la diferencia entre la simbólica de la sangre y la analítica de la sexualidad. La primera nos introduce en un universo de fantasmas que evocan al incesto, a la muerte, a la pureza y a la mezcla de sangres, a los sistemas de filiación, a los tótems y los tabúes que incitan a la transgresión y a la culpa. La segunda depende de dispositivos biopolíticos que de acuerdo a las disciplinas que intervienen subsumen los cuerpos a la historia. Gestionan la reproducción de la especie en relación con los sistemas económicos y sus objetivos de poder. La mortalidad, la natalidad, la salubridad, las migraciones, de las poblaciones derivan la sexualidad de las necesidades de control de sociedades complejas.

La aparición de estos dos textos produce una ruptura en el espacio de un pensamiento en situación de clausura. Entre el cuerpo desnudo, el grito primario, la iluminación disolvente y, por otro lado, la palabra especular, el sujeto barrido, la condena narcisista y el rumiar interminable de la filosofía analítica, estos dos filósofos elaboraron sus textos y abrieron el campo de la palabra.

No importa si somos hablados, ya que hablamos y el azar existe. Si supiéramos todo lo que vamos a decir, nos convertiríamos en un personaje aclamado por la contemporaneidad: el burócrata. El inconsciente no es un Deus ex machina. El mundo aparentemente vano del mono gramático no deja de incitar a nuevas aventuras. Deleuze y Foucault en sus textos y sus clases no decían más que atrévete a hablar, atrévete a escribir, a pensar y a decidir. No busquen el saber. Pero nadie debe obedecer un mandato de ignorancia ni delegar en otros el conocimiento. No hay por qué perder el alma por la bendita pasión de la curiosidad. Mirar por el ojo de la cerradura es un gesto prometeico. Robar el fuego, espiar, preguntar, replicar, hasta mentir, son actos no de sabiduría sino de coraje. El saber es lo que se da por añadidura. No es un botín sino un exceso o un resto. Estos dos maestros occidentales recuperaron el cuerpo al hacer del mundo de palabras redes de deseo y de poder. Montaron la escena de los únicos universales activos: las pasiones. Por eso invocaron a Spinoza y a Nietzsche. Pusieron en entredicho los baluartes que sostienen el pensamiento filosóficamente correcto que teoriza y construye argumentos que justifican el Estado, las Ideologías, las Clases Sociales, las Familias, el Sentido y la Verdad. Frente al rumiar sombrío de palabreros, poetastros, canónigos y positivistas, Deleuze y Foucault se mantienen jóvenes, del único modo en que los monos gramáticos lo son. Bailando en la orilla.
Tomás Abraham

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