Se ha puesto de moda sostener que la política necesita
de mitos para entusiasmar al pueblo y, sobre todo, darles trabajo a los
académicos. Cuando se dice "mito" se dice "entusiasmo". Kant escribía
que la Revolución Francesa era una virtualidad permanente más allá de su
fracaso. Pensaba que la gesta francesa quedaría en la memoria de los
hombres. La emparentaba con su teoría de la estética, en la que lo que
definía como "sublime" en el arte nos da la vivencia de lo imponente,
infinito, apabullante. El romanticismo en sus variadas expresiones
también invoca a las intensidades que superan el dominio seco de la
razón. Wagner, al diagnosticar la decadencia de la cultura alemana
impregnada de cristianismo episcopal e ilustración afeminada, ponía al
día en sus óperas las sagas de los Nibelungos y la belleza de su
Sigfrido matando al dragón. Su alumno Federico Nietzsche, en sus
momentos de melancolía extrema, creaba el Zaratustra superhombre. Thomas
Carlyle ungió a la figura del héroe. El dominio de los afectos tampoco
es extraño a Michel Foucault, quien nos habla de la espiritualidad, la dianoia
griega, una conversión que a través de la construcción de una nueva
subjetividad exige una serie de trabajos que llama "tecnologías del yo".
Se le ocurrió que la revolución iraní de Khomeini era un ejemplo de
nueva espiritualidad política.
El filósofo Richard Rorty también desconfía de la razón
como motivadora de la acción colectiva. Pero su apelación no es a los
mitos con sus héroes, sino al prójimo. Considera que existen los medios
de sensibilización a través de la educación sentimental. Lo que llama
"solidaridad" se logra mediante la identificación con el sufrimiento de
los otros, aunque pertenezcan a culturas diferentes y países lejanos. El
dolor es universal; la felicidad es individual. Sensibilizar a
sociedades narcisistas puede lograrse, dice, con tecnologías
comunicativas y obras de la imaginación, desde la literatura hasta los
documentos audiovisuales, potenciados hoy por la velocidad digital.
Para el filósofo del pragmatismo, no se trata de
enarbolar dioses terrestres, sino de creer que la crueldad o el abuso
del poder es el mayor mal que un hombre puede infligir a otro.
Solidaridad y libertad son valores que no necesitan de intensidades
estéticas fértiles para la creación artística, pero fatales para la
gestión de los asuntos políticos.
No sólo la muerte les da sentido a las cosas.
Sin embargo, entre politólogos y cazadores de utopías, la
fabricación de mitos se ha convertido en una inquietud intelectual en
la era de la ciencia. Constituye una nueva figura de la racionalidad que
se critica a sí misma. Este malestar en la cultura, la necesidad de
nuevas ilusiones que alegren el porvenir -esta vez, recordando al
escéptico Freud- es peculiar de la clase media. Es el estamento social
en el que elucubran los eruditos preocupados por la mitología política.
Los intelectuales de clase media odian a la clase media y practican el
desprecio de la razón.
Entre nosotros, la idea de mito es insistente. La
política se edifica a partir de las figuras sacrificiales de Evita, la
"juventud maravillosa" y ahora Néstor. Los tres son símbolos del
discurso político de estos años, y configuran la filigrana sobre la cual
se teje el relato oficial. "El mito es inherente a la política", dicen,
como si volviera Pascal para repetirnos que el corazón tiene razones
que la razón no comprende.
Este sentimentalismo burgués nace por el ocaso de la idea
de revolución. Ni a Lenin ni a Mao se les ocurría confesar que las
masas proletarias necesitan mitos. Creían en la ciencia de la historia
llamada materialismo histórico y provenían de una tradición ilustrada.
Los jóvenes hegelianos, Marx a la cabeza, de acuerdo con su maestro
Feuerbach, concebían la religión como un mecanismo de alienación de las
conciencias, que despojaba a los hombres de su libertad a favor de la
producción de fetiches.
Del tótem o del ídolo religioso, del reino de los dioses
al mundo de las mercancías, el camino es considerado breve y rápido.
Adorar efigies celestiales ponía en funcionamiento el mismo mecanismo
que el fetichismo de la mercancía. Lo mismo pasa en la actualidad. La
creación de mitos en la sociedad del espectáculo y del consumo masivo
hace que la intención academicista de crear mitos para la felicidad del
pueblo sea una secreción del capital y de su hermana la burocracia de
Estado.
A esta necesidad romántica de mitificar y crear panteones
sacrificiales se le opone una especie de utilitarismo que pregona que
lo que le importa a la gente es que se le solucionen los problemas.
Hacen un llamado a lo concreto y descreen de toda ideologización. Lo
percibimos en el macrismo y en el sciolismo. En este último caso, ha
habido un ligero cambio desde el momento en que su referente invoca a
Dios y habla de su vida con un sentido religioso y agradecido.
La gratitud y la compasión son parte del discurso religiosamente correcto.
Un relato mitologizante necesita dos ingredientes: un
mártir y un enemigo. Ambos protagonistas han sido la característica
principal del mensaje cristiano, que comienza con la pasión de un Dios
que muere por amor a los hombres, y de un enemigo que no es el diablo,
sino más bien el hereje, es decir, el enemigo interno. Nuestro país,
eminentemente católico, ha separado por ley la Iglesia del Estado, al
tiempo que ha reintegrado el sentimiento de culpa cristiano en el
corazón de los intelectuales del Modelo de Crecimiento con Inclusión,
para completarlo con el de Compasión con Resentimiento.
Hace poco, un dirigente progresista me decía que
necesitaba un mito. En su foja de servicios carecía de mártires, de
héroes y de enemigos. Lo primero que pensé fue lo absurdo que es
pretender construir un mito. Se invalida por su mismo enunciado. Nadie
cree en un mito. A nadie se le ocurre creer en el mito mesopotámico. Se
cree en el Dios de los judíos o no. Se cree en la Verdad, no en una
narración de la que no se puede ocultar su artificio retórico. En todo
caso, respondí que, desde mi punto de vista, lo que en realidad
necesitaba era una Idea, así, con mayúscula, como la escribiría Herr professor Hegel, una idea fuerza que tuviera la potencia de una imagen.
La diferencia con el mito es que mientras éste remite a
un origen sacrificial que les da sentido al relato y a la historia, la
idea es clave de futuro, sin que por eso deba ser mesiánica. La mención
de un futuro no está de más en este país de los recuerdos, en el que las
sombras son cada vez más largas.
No todos los fundadores de mitos o epopeyas son mártires
del amor; los hay más divertidos, como el conocido Prometeo, creador de
la civilización por haber robado el fuego divino que ofrendó a los
hombres para que cocieran la carne animal y el barro. Así, hizo posible
la cocina y el techo, la comida y el abrigo, la cuna de la humanidad.
Al insistir el mentado dirigente en que no veía cómo las
meras ideas pueden atraer a una juventud que necesita ídolos y camisetas
estampadas, le dije que había que pensar en un nombre entusiasmante que
compitiera con La Cámpora.
Luego de unos minutos de reflexión, se me ocurrió que
frente al nombre de quien fue un simple adláter del trío Juan D.
Perón-Isabel-López Rega, bien podía surgir el nombre de una verdadera
mole del firmamento nacional, no la "Mole" Moli, sino el hombre más
genial de la historia argentina.
De ese modo, se podía crear La Sarmiento, rama juvenil de
la Argentina del futuro, aprovechando la coyuntura que favorece el
intento. Después de la alocución de Hugo Biolcatti en la Sociedad Rural,
en la que se sirvió del ilustre sanjuanino para criticar al Gobierno,
hubo una reacción generalizada ante lo que se consideró una apropiación
indebida del gran escritor presidente.
Para sorpresa de muchos, vimos cómo un contingente de
revisionistas históricos multiplicó las citas de textos dispersos y nos
remitió al famoso discurso de Chivilcoy y demás intervenciones para
mostrar que el autor del Facundo denunciaba la codicia de la oligarquía y elogiaba los menesteres y la conducta de los gauchos.
El prócer olvidado del Bicententario resurgía así como
herramienta crítica de la Mesa de Enlace, y se le hacía un lugar en el
panteón oficial. Sarmiento pasaba de ser genocida a ser antioligarca.
Por eso pensé que en esta nueva muestra de neooportunismo
histórico se creaba un contexto favorable para que Sarmiento adquiriera
su femenino correspondiente y encolumnara a las juventudes de un
proyecto progresista con miras al futuro.
El pasado mítico se origina en una muerte, mientras que
la idea de futuro es una llama de vida. No está mal como consigna.
Finalmente, no todo es memoria, menos cuando se la usa para manipular el
presente.
Es posible, entonces, pasar de la Idea al Ideal sin pagar el peaje mítico.
Sarmiento le habla a la juventud con algo más que con el
gesto del puño derecho en el corazón, mueca de funcionarios en busca de
aliento. La mística sobreactuada de hoy, el lenguaje liberacionista
degradado, sólo encubren el único modelo real impuesto en estos años:
construir poder con el dinero del Estado. Hay otro nervio en Sarmiento,
otro vigor, otro talento, otra locura. Nos toca redescubrirla y hacerla
joven.
Tomás Abraham
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