domingo, 7 de agosto de 2011

Fuerza y Estado

Tucumán ayer, como en Jujuy. El déficit habitacional y la desobediencia civil muestran la incapacidad del Estado tanto para solucionar como para proteger.


El 2002 aún hace sentir los ecos de su presencia. Siempre está latente el desborde caótico ante la política de autolimitación del Estado nacional a utilizar las fuerzas de seguridad para desalojar ocupaciones del espacio público. Ahora extendiéndose al privado.
En algún punto el problema precisará un cambio de política porque el más antiguo y primitivo contrato social, el que fundó la sociedad, se construyó alrededor de lo opuesto: la autolimitación de las personas al uso individual de la fuerza y la entrega al Estado del monopolio de su uso.
La mayoría de los filósofos del Estado son contractualistas: parten de la idea de que el Estado nace para acabar la guerra de todos contra todos y asegurar el orden. Thomas Hobbes fue quien más anudó el uso exclusivo de la fuerza a la génesis del Estado.
En su clásico libro Leviatán, escribió: “En lo que se refiere a la fuerza corporal, el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya mediante maquinaciones secretas, o agrupado con otros que se ven en el mismo peligro que él”. El Estado nace para “salir de esa situación salvaje que rebaja la vida a un peregrinaje brutal y corto”. Porque “por un lado, está el pathos bajo la forma del miedo, por el otro, el logos bajo la forma de un cálculo de beneficios; y esta dualidad obliga a los hombres a renunciar a su fuerza privada y poderes individuales para que algún otro se vea investido de un poder común que monopolice la fuerza de todos. A la guerra de cada hombre contra cada hombre se opone el pacto de cada hombre con cada hombre; de aquí brota el ‘contrato social’ que se enuncia en primera persona (‘yo autorizo...’) e invoca a todos los demás en la segunda (‘con la condición de que tú también...’)”. “La obligación de los ciudadanos hacia el Estado durará lo que dure su poder para defenderlos. Desvirtuado o agotado éste, hay lugar para la desobediencia civil.”
Jujuy atraviesa un estado de desobediencia civil que amenaza con propagarse a otras provincias, como sucedió ayer en Tucumán. Resolver los problemas de déficit habitacional y el control de la tensión social hasta que se alcance esa meta debería ser una política de Estado que todos los partidos se comprometieran a compartir y a mantener fuera de la discusiones electorales. Es el desafío más serio que enfrenta la política, porque la población argentina se duplicó entre 1960 y 2010 y no así, obviamente, la disponibilidad de espacio.
La inmigración engrandece al país. En el caso de Jujuy, donde la mitad de la población proviene en primera o segunda generación de Bolivia, el Estado precisa hacer un esfuerzo especial para poder sustentar la noble idea de la patria grande.
Las distintas corrientes ideológicas discrepan sobre cuándo “se gobierna demasiado” en materia económica. Pero en cuanto al déficit habitacional, como en salud, educación y seguridad, no debería haber disenso sobre la necesidad de una fuerte intervención del Estado. La anomia estatal en estos campos siempre deviene en caos social. Son los derechos humanos del presente, sin cuyo cumplimiento el Estado pierde su legitimidad esencial.
No reprimir sin alguna acción social que solucione el problema que dio origen a la protesta espiralizará el problema, porque la permisividad sola es demagogia que se consume a sí misma si no se resuelve la demanda.
La sociedad es un producto de nuestras necesidades; el Estado, de nuestras debilidades. Aquí hace falta doble intervención del Estado: construyendo casas y resguardando el espacio, tanto público como privado.
Jorge Fontevecchia

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