lunes, 23 de mayo de 2011

La derecha movediza

En un encuentro con investigadores y académicos latinoamericanos de ciencias sociales en la provincia de Córdoba, los representantes de Bogotá y Medellín manifestaron su inquietud por la hegemonía de la derecha en la política colombiana a partir de la aparición en la escena nacional de Alvaro Uribe. Uno de ellos disertó sobre el pensamiento del general Fernando Landazábal Reyes, asesinado cuando era ministro de Defensa en el año 1998. Responsabilizaban a éste de la creación de los escuadrones de la muerte. La acción de los pelotones paramilitares que ejecutaban sindicalistas, periodistas, profesores se justificaba por la prédica de que la lucha contra la subversión comunista no era sólo militar sino una gesta del pensamiento y una batalla cultural que iba más allá de la guerra emprendida contra las FARC. Era a los forjadores de las ideas a quienes había que eliminar en nombre de una concepción de la historia de la civilización basada en fundamentos teológico-políticos. En el diálogo que tuve con ellos, me remití a lo que sucedió en nuestro país durante la llamada Revolución Argentina comandada por el general Juan Carlos Onganía, que llega al poder por un golpe de Estado en junio de 1966. Aquel fue el último intento de la derecha por aplicar a la política una filosofía del Hombre y una doctrina integral que sentara las bases de una auténtica restauración de valores. El gobierno militar se rodeó de intelectuales que colaboraron en la elaboración de las bases dogmáticas de una verdadera revolución que pretendía aunar aspectos del desarrollismo económico iniciado durante la presidencia de Arturo Frondizi y un corporativismo inspirado por el franquismo aún vigoroso en España. Los cursos de la cristiandad, la presencia del Opus Dei y la bendición de la Iglesia, cuya jerarquía estaba aliviada por el desplazamiento de las ideas de Juan XXIII, legitimaron desde el cielo la misión de los cruzados de esa nueva Argentina. El higienismo moral fue fundamental para iniciar el proceso de regeneración espiritual de la Nación. Su programa de acción abarcaba desde el desmantelamiento de los carritos de la Costanera al cierre de los hoteles alojamiento, la expulsión del cuerpo docente de la Universidad de Buenos Aires y la clausura del Instituto di Tella. Una cruzada moral contra los ateos, los artistas barbudos, los recientes hippies, la nueva ola, y los judíos también, colmaban la escena con personajes indeseables que había que suprimir en su expresión y aislarlos del resto de la sociedad. La proscripción del movimiento peronista se mantenía a la par de negociaciones con una dirigencia que en ciertos sectores y de acuerdo a órdenes y contraórdenes desde Puerta de Hierro simpatizaban con el antiliberalismo de la dictadura y su pertenencia ideológica al nacionalismo católico. Intelectuales de variadas profesiones como Mariano Grondona, el coronel Juan F. Guevara, el asesor espiritual del grupo neonazi Tacuara, padre Julio Meinvielle, el fervoroso defensor de Dios, de la Patria y del Hogar, Jordán Bruno Genta, los pensamientos inspirados del fundamentalismo católico de Jean Ousset, los textos del médico forense Mariano N. Castex, quien escribió El Escorial de Onganía sumaban energías con su esfuerzo erudito para sentar las bases doctrinarias de la nueva civilización argentina. La posibilidad de la “supresión ética” es el mandamiento que dejó como legado un gobierno que, a pesar de ser desbancado después del Cordobazo en 1969, sembró lo que era necesario para que pocos años después, mediante la categoría de subversivo, se iniciara la matanza de los nuevos herejes de la civilización occidental y cristiana. Una metafísica fascista que interpretaba los comienzos de la decadencia de Occidente como resultado del paganismo renacentista, de la nefasta doctrina del libre arbitrio de la que también era responsable el mismo Erasmo, hasta ingresar en definitiva crisis con la Modernidad, fue el último logro de una derecha vigorosa y confiada en sus armas intelectuales que estimaba tener algo promisorio y mesiánico que anunciar.

Con el Proceso de Reorganización Nacional, los argumentos se aguaron, poco había que justificar y la necesidad de exterminar se legitimaba a sí misma sin grandes esfuerzos de tipo ideológico. Si se lee el discurso de agradecimiento del almirante Emilio E. Massera en noviembre de 1977 por habérsele conferido el título de doctor Honoris Causa en la Universidad del Salvador, su prédica contra lo que denomina El Hombre Sensorial no es precisamente consistente desde el punto de vista teórico. Un símil de crítica a lo que ya podía llamarse posmodernidad, caracterizada por el nihilismo, el hedonismo, el materialismo y la rebeldía de una juventud fanatizada que no cree en los valores de sus mayores muestra a las claras que la cruzada de la muerte ya no encontraba las palabras que guiaran su misión. Años después, el neoliberalismo durante el gobierno de Carlos Menem ofrece nuevas armas ideológicas a la derecha mediante un reciclamiento del darwinismo social en el que los pobres son perdedores, los ricos son ganadores y los empresarios pretenden ser percibidos como emprendedores que crean maravillas que gozan los pueblos en curva ascendente. La Guerra de las Malvinas, el juicio a las juntas, la labor de los organismos que denunciaron la violación de los derechos humanos, la crisis de los mercados emergentes y la desocupación crónica en los noventa, la deuda externa que explota en 2001, la complicidad de la jerarquía de la Iglesia católica con la política de las sucesivas dictaduras diezmaron la capacidad de respuesta utópica y de legitimación ideológica de una derecha sin rumbo histórico. Refugiada en el tema de la seguridad, la falta de autoridad y un pragmatismo insípido, no consigue regenerarse como fuerza alternativa ni sabe elaborar una propuesta política. Hasta teme identificarse con sus antiguos nombres. Hoy ya nadie pertenece a la derecha explícita. Del neoliberalismo han quedado algunas semillas aún fértiles. Muchos creen que tal acepción designa al Consenso de Washington y a su oleada privatizadora. Es bastante más que eso. Se trata de una visión del mundo en la que “ganar” es lo fundamental. Todo vale si se gana. No es ni siquiera una figura totémica encarnada en el dios Poder lo que vale de por sí, sino la aspiración futurista y ruidosa de ser un ganador. Por eso es fácil encontrar hoy en día a estos seres bicéfalos que al mismo tiempo en que dicen construir un nuevo relato e invocan gestas emancipadoras, no son más que presencias más recientes de un modo de hacer política en la que ganar y estar en el podio del dinero y de las influencias políticas justifica cualquier tipo de alianza, manipulación y estafa. En nichos culturales, directorios de empresas, agencias de noticias y programas periodísticos, trepan por la escalera gubernamental para concentrar poder y caja mientras glosan el discurso setentista. Este ahora próspero “neoyuppismo” nacional y popular no sólo atañe a un problema moral sino político, ya que supone una idea del funcionamiento del Estado, de la relación entre dirigencia y ciudadanía, de la transparencia en el uso de los fondos públicos, de la separación entre lo público y el interés corporativo del personal gubernamental transitorio, de la distribución del poder y de la riqueza, del derecho de las minorías y de garantizar la libertad y diversidad de los espacios de opinión. Por eso, no se trata de que la derecha haya desaparecido sino de que ya no se la encuentra en su viejo refugio ni habla el mismo idioma.
Tomás Abraham

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