domingo, 26 de junio de 2011

El fin de la política

De acuerdo con la versión del kirchnerismo entusiasta, hemos pasado del “que se vayan todos” al “volvió la política”. También habríamos transitado de la decepción más grande al volver a creer, y de la apatía general al renacimiento de una juventud militante.

En fin, tiempos de gloria. Pero lo que sucede con las denuncias sobre el uso de fondos públicos, en relación con las organizaciones de derechos humanos, ha mostrado un flanco indeseado en la construcción del relato místico que ya tenía un prócer y una heroína. De un modo tradicional, la unción del panteón de los elegidos se hace en nombre de la muerte. La palabra “desaparecidos”, como la palabra “genocidio”, provocan el silencio de cualquier bípedo sin plumas que se digne llamarse tal. A sabiendas de esta verdad de Perogrullo de la psicología de los pueblos, este gobierno encontró su legitimidad ahora puesta en tela de juicio. Por lo tanto, la ética kirchnerista sustentada por Madres y Abuelas llegó al ágora nacional y es materia de debate. Le sigue la política. El retorno de la política, de acuerdo con la versión oficial difundida por los pastores del poder, contrasta con el menemismo neoliberal de la década de los noventa en la que la política estaba ausente. El diagnóstico es certero, pero la etiología está equivocada. No se silenció la política con cuotas –aunque se sabe que las compras a plazo y el endeudazo correspondiente hacen a la felicidad colectiva– como tampoco ahora se hace presente sólo por nuevas cuotas. Lo que hizo callar a los argentinos durante una década fue la memoria. Es increíble el poder que tiene la memoria en nuestro país. Podemos retrazar su historia por el modo en que el poder cuenta sus orígenes, y por las explosiones objetivas que le dieron nacimiento. El fin del gobierno de Raúl Alfonsín selló una época y puso una lápida sobre una ilusión compartida. La hiperinflación, la fuga de capitales y el poder militar eran nuevamente protagonistas en nuestro país como si nada hubiera ocurrido desde 1975. O sea que el alfonsinismo no había servido para nada, y el discurso democrático de tolerancia, pluralismo y “nunca más”, tampoco. El país estaba despojado de valores, tanto éticos como monetarios. Arcas vaciadas, gente en la calle con hambre, megaempresas del Estado en quiebra, petrodólares ofrecidos por la banca mundial. Menem lo hizo y el pueblo lo quiso. Por eso, el plan de convertibilidad se aceptaba como un milagroso mosaico que ordenaba un país y le devolvía la fuerza a un Estado exangüe. Nadie hablaba de política porque la verdad se imponía por sí misma. Llamé a este fenómeno en textos de la época: realismo trágico. Un fatalismo a la manera clásica en el que los dioses distribuían la suerte de los humanos, pero esta vez ya no decidido por seres celestiales, sino por un hormiguero de expertos y consultores que jugaban millones por minuto a la ruleta global. Ya no éramos una nación, sino un miembro más de los “emergentes”. Salir de la convertibilidad era una aventura sin retorno hacia el abismo hiperinflacionario y a la confiscación de inversores y ahorristas que tenían la garantía constitucional del valor de sus bienes. Quedarse era aceptar la realidad tal cual era. Se dependía de la buena voluntad del acreedor. La política volvió con el asesinato de José Luis Cabezas. El entramado mafioso del poder sacó de las sombras una verdad que ya no se pudo ocultar. Desde la jefatura de Aduanas de un coronel sirio, el crimen y el encubrimiento de la bomba a la AMIA, hasta el poder ubicuo de Yabrán, el menemismo mostró su otra cara, no tan graciosa ni tan Ferrari, bastante más siniestra. La crítica se hizo en nombre de la ética: se denunció la corrupción. Poco a poco, esta voz se hizo escuchar a medida que comenzaba un proceso deflacionario con altas tasas de desocupación. Para salir de su aguda crisis de los años ochenta, nuestro país se vio favorecido por la especulación financiera durante una década. Cuando este casino global dijo basta, se hundió en 2001. Estos ocho años de gobierno kirchnerista se han beneficiado con un nuevo capítulo de la tómbola financiera internacional. Los precios de los productos primarios son materia de especulación. Se hace “apalancamiento” con los valores de los granos. Se especula con el crecimiento de la India y China, y con las necesidades alimentarias de cientos de millones de nuevos consumidores. Se apuesta fuerte a futuro. Gracias a esta veta prometedora, las exportaciones argentinas de productos agrícolas pusieron en funcionamiento la economía. La llenaron de dólares. El Gobierno hizo caja, concentró el poder y el dinero y distribuyó favores de acuerdo con sus intereses. El tener dinero ofrece disfrutar del placer de la libertad, es decir, de elegir y decidir. La riqueza acaba con el fatalismo. Se venden y se compran voluntades y adulones.

El relato oficial habla del retorno de la política. Sin embargo, lo que volvió no es la política, sino el dinero al Estado. Lamentablemente, las fases históricas tienen fecha de vencimiento. No hay Bien que dure cien años. Por más que algunos hablen de “conflictos” y “hegemonías”, y otras palabras de una sociología escolar, en realidad, la política así entendida termina cuando aparece nuevamente la fatalidad. Y de hecho, se pueden percibir nuevamente sus alas negras. Nuestro país sigue siendo favorecido o condenado por la especulación internacional. Ayer eran bonos; hoy, granos. Un cambio de política, una nueva orientación de los grandes apostadores globales pueden provocar la caída de los precios de las materias primas o nuevas motivaciones para los capitales. Sería el derrumbe del Modelo. Quedará una tierra arrasada por la siembra intensiva de la soja, el desmonte y la tala de bosques, una ganadería en ruina y el “nunca menos”, convertido en una realidad esta vez sin candombe. Mientras tanto, los indicadores positivos de los primeros años del Gobierno tienden a ser neutros, con perspectivas de ser negativos. Los próximos años plantearán los mismos dilemas para cualquier gobierno que gane las elecciones. En los tres ámbitos estratégicos decisivos: la economía, la seguridad y el Estado, las políticas posibles tienen un mínimo margen de maniobra. Bajar la inflación, destinar menos fondos a los subsidios, controlar el gasto, diseñar una política más eficaz contra el narcotráfico, ubicar a cientos de miles de adolescentes en el circuito laboral y educativo son capítulos insoslayables de los programas de todos los partidos de la oposición, y también del oficialismo. Por eso se parecen, y sólo el encanto de sus dirigentes puede alterar las cifras electorales. Nada de lo que se necesita se logrará sin ajustes. La consecuencia de esta verdad amarga es que los políticos deben mentir. ¿Quién lo pagará? Pagar, pagan todos, pero donde más duele es en el que no tiene o tiene poco. Muchos rezan para que la soja se venda cada día más cara y que los apostadores a futuro sigan soñando con el Imperio Celeste. Los cambios en la economía que todos consideran imprescindibles sólo pueden ser graduales, consensuados, o imposibles. Pero ningún sujeto a merced de la codicia de conseguir votantes se anticipa a las catástrofes. Nuestro país no tiene política porque combina dos atributos demoledores: voracidad y megalomanía. Por eso la política ni se fue ni volvió. Está a merced de los vientos de la especulación financiera. Los presidentes exitosos son los que aprovechan los favores externos. Se legitiman con la memoria hábilmente construida y con el recuerdo fresco de la inmediata crisis anterior. Hasta que sobreviene una nueva.
Tomás Abraham

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