jueves, 8 de julio de 2010

Fiesta en la granja

“Una nación, en el concepto moderno, no puede apoyarse exclusivamente en la ganadería y la agricultura. No hay ni puede haber gran nación si no es nación industrial. La República Argentina debe aspirar a ser algo más que la inmensa granja de Europa.”

Estas precisas palabras, no salieron de la boca de un economista inscripto en una línea de pensamiento distinta de la neoliberal. Las mismas, que datan de 1906, provinieron de un ex presidente argentino del siglo XX, Carlos Pellegrini, el fundador del Banco de la Nación Argentina.
Ochenta y cuatro años después de esta premonitoria advertencia, el ministro de Obras y Servicios Públicos del menenismo, Roberto Dromi, reconocía a calzón quitado ante el Congreso Nacional: “Ustedes saben con honestidad que todos los pliegos tienen una cláusula no escrita, que no la hemos escrito por vergüenza.......nacional, que es el grado de dependencia que tiene nuestro país, que no tiene ni siquiera la independencia, ni siquiera dignidad, para poder vender lo que hay que vender. Un país que no tiene disponibilidad de sus bienes, un país que está inhibido internacionalmente. A-rro-di-lla-do, a-ver-gon-za-da-men-te, nuestro país, yo no quiero hacer historia de cuándo viene......éste es el país del que yo soy ministro hoy 28 de agosto de 1990.”
El compañero de andanzas de María Julia Alsogaray no quiso bucear en la historia de la dependencia, para ilustrar como, a decir de Salomón, que el escándalo siempre viene de antiguo.

En el principio, estaba la vaca

Basta darse una vuelta por el pseudo barrio de Puerto Madero, para percatarse de los restos del esplendor de la Argentina agroexportadora. Con solo bajar la vista hacia los amarres donde se ataba la soga de los cargueros, una inscripción indica que fueron fabricados en Cardiff, Gran Bretaña. Esto, como se verá a continuación, no constituyó un mero fruto de las casualidades permanentes.
En 1776, el virrey Vértiz es puesto al frente del novel Virreinato del Río de la Plata, con sede en el Puerto de la Santísima Trinidad, ciudad de Santa María de los Buenos Aires. “La ciudad con un puerto en la puerta”, como decía una canción de Piero en los 70, comenzó a plasmar su predominio sobre el resto del territorio. Con el comienzo de la explotación de los saladeros en la llanura pampeana, el puerto de la Santísima Trinidad fue la boca de expendio de la carne salada (o tasajo) hacia el mercado británico. Así, con el primer paso de la explotación ganadera, se inicia el predominio de la demanda externa sobre la interna.
Con este esquema, se fue gestando una oligarquía terrateniente que le proveía insumos vacunos (por así decirlo) a la burguesía comercial afincada en el puerto.
Pero la metrópoli londinense quería más. Advirtiendo que la restrictiva política española de no abrir sus puertos a sus productos, los británicos resolvieron apoderarse por la fuerza del floreciente puerto de Buenos Aires. Dos expediciones armadas en 1806 y 1807, que resultaron un tremendo descalabro, les indicaron que el dominio efectivo del Río de la Plata sería por la sutileza de la insidia. Para ellos, la política económica era la continuación de la contienda bélica por otros medios.
Así, pusieron a trabajar a dilectos cerebros como Maitland y Strangford para socavar el poderío hispánico y disponer de este inmenso mercado en ciernes. Aprovechando la caída de España bajo la bota napoleónica, no les sería difícil plantear una lenta pero definitiva absorción de los deseos independentistas de los criollos rioplantenses. Precisamente, fue una fragata británica que ancló en el puerto de Buenos Aires el 14 de mayo de 1810, la que trajo la noticia de la disolución de la Junta Central de Sevilla, acontecimiento confirmado cuatro días después por otra fragata de igual bandera. Era el principio del fin del Virreinato del Río de la Plata, pues el 25 de mayo la autodenominada Primera Junta, integrada por sectores de la burguesía porteña, fuerzas militares y el clero, destituía al virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros.
La “Revolución de Mayo”, cantada hasta el hartazgo por la historiografía oficial y por los pseudo liberales, fue más que nada el triunfo de la burguesía comercial porteña y el comienzo del advenimiento del libre mercado bajo la férula británica. Según reconoce Félix Luna, “una de las prioridades de la Junta era obtener apoyo o, al menos, una actitud benévola por parte de Gran Bretaña. Pero había un gran obstáculo: esta potencia europea era aliada del Consejo de Regencia en la lucha contra Napoleón. Mal podían los ingleses, entonces, ayudar a quienes eran rebeldes a la autoridad española. Era un margen muy estrecho el que se ofrecía a los revolucionarios de Buenos Aires, pero el intento se hizo de todos modos, y no resultó mal.
Al día siguiente de la instalación de la Junta, su presidente y algunos vocales recibieron a dos capitanes de navíos de guerra británicos, fondeados en la rada. En esta entrevista se puso de manifiesto el tono que tendría en adelante la peculiar relación entre el gobierno británico y la antigua colonia española: simpatía por la causa rebelde, imposibilidad de prestar oficialmente cualquier tipo de ayuda. Pero también se evidenció la preocupación por mantener la cancelación del sistema restrictivo y monopólico que había caracterizado a la época anterior.
Tal fue el tono de las conversaciones que mantuvo en Londres, en agosto y septiembre de 1810, el enviado de la Junta, Matías de Irigoyen, con el marqués de Wellesley, encargado de las relaciones exteriores de su majestad británica. En este caso, Wellesley ofreció la mediación de su gobierno para entablar negociaciones entre Buenos Aires y el Consejo de Regencia, oferta que Irigoyen rechazó cortésmente. Pero el funcionario británico –como apunta un historiador- hizo la vista gorda de modo que el enviado porteño pudiera sacar de la isla una partida de fusiles y otras armas. Más no se podía pedir...” (Historia Integral de la Argentina, Planeta-1995)
Cabe recordar que el nombrado Wellesley, no es otro personaje que el futuro duque de Wellington, quien cuatro años después de este encuentro, derrotaría definitivamente a Napoleón en la batalla de Waterloo.
Plin, caja. Los naipes ya estaban echados sobre la mesa, y el desigual truco no había hecho nada más que comenzar.
Cuando el 9 de julio de 1816 las Provincias Unidas del Río de la Plata decretan en San Miguel de Tucumán la independencia formal, la burguesía portuaria no pudo disimular su codicia: “Tan pronto como las autoridades bonaerenses tuvieron noticias de la declaración de Tucumán, se la comunicaron a Staples (el enviado británico en Bs.As) con júbilo, expresándole su satisfacción por la perspectiva de un incremento en el comercio con Gran Bretaña. En agosto, el Director Supremo le ordenó a Sarratea, que estaba aún en Londres, que pidiera a Gran Bretaña el reconocimiento del nuevo Estado.” (John Street, Gran Bretaña y la independencia del Río de la Plata, Buenos Aires, 1967).
Este esquema, signaría por décadas el desarrollo de la nueva nación sudamericana hasta convertirla en una virtual factoría dependiente del capital británico: “Tras la victoria de las fuerzas de la capital sobre las del interior, representadas parcialmente por la Confederación Argentina por el general Justo José de Urquiza en 1852, se elaboró la Constitución de 1853. Se formalizó así el predominio del centro comercial portuario de Buenos Aires y de la oligarquía terrateniente de esa provincia sobre el resto del país. Pero esto no fue suficiente para superar la congénita impotencia de las clases dominantes para estructurar un mercado interno unificado y dotar a la Argentina de un Estado centralizado de manera democrática, que impulsara un armónico desarrollo económico capitalista. La segunda mitad del siglo fue el escenario de crisis constantes durante las cuales la conformación de la nación no logró plasmarse sino en un dominio compartido y contradictorio de los sectores comercial y terrateniente de la burguesía argentina. La continuación de los enfrentamientos armados civiles no permitieron la celebración, hasta casi diez años después, en 1862, de las primeras elecciones presidenciales.
En las últimas décadas del siglo XIX, la gran expansión económica argentina se basó en las ventajas comparativas de la pampa. La fertilidad de esas tierras empujó a los terratenientes a convertirse en proveedores del mercado mundial, principalmente de Gran Bretaña, potencia dominante de la época, ya que sus bajos costos relativos les permitían competir exitosamente. Mientras el ganado se reproducía sin mayores problemas, de manera natural, la bondad de las tierras pampeanas permitía un alto rendimiento de los cultivos agrarios. Carnes, cueros y cereales fueron así la plataforma para que la economía argentina creciera ininterrumpidamente durante las dos últimas décadas del siglo XIX y las tres primeras del XX. En ese período, el desértico paisaje de la pampa se fue transformando en otro de praderas fértiles que, a través de la construcción de miles de kilómetros de vías férreas, transformó a la República Argentina en un coloso exportador de esos bienes primarios a tal punto que, por su generación de riqueza, se los denominó “industria”. Con la construcción de los ferrocarriles por parte de los capitales británicos, la expansión del territorio cultivable y de la explotación de la ganadería extensiva se consolidó al poder trasladar sus producciones a los puertos de Buenos Aires y de Rosario para su exportación al mercado mundial.” (Angel Jozami, Argentina: la destrucción de una nación).
Como se apreciará al leer estas líneas, el sueño de la patria grande sanmartiniana fue sepultado bajo miles de toneladas de carne vacuna y cereales que generaron riquezas ingentes para un puñado de especuladores.
Estos, con su política de “tirar manteca al techo”y su estrechez de miras, imprimirían al país un corset limitado a su economía que a la larga sería fatal: “El importante excedente generado por la renta diferencial de la tierra en el mercado internacional no se destinó, sin embargo, como podría presumirse que hubiera ocurrido, a una fuerte inversión en el desarrollo industrial del país. La idea de que la independencia nacional dependía, en el moderno mundo capitalista, de un fuerte desarrollo industrial y de un mercado de capitales propio, fue siempre ajena a la ideología de los terratenientes argentinos, para quienes el buen pasar histórico que les había tocado en gracia era un hecho casi natural y eterno”. (Angel Jozami, obra citada).

El tren equivocado

El final de este derroche ingente, precipitó la decadencia argentina: “Hacia fines del siglo XIX, Inglaterra enfrentaba una dura disputa. En el orden interno, los trabajadores organizados en sindicatos reclamaban mejores condiciones de vida y las empresas necesitaban mantener sus márgenes de utilidad para reinvertir y acompañar la reconversión industrial hacia un perfil productivo con elevados costos de instalación. La solución fue abaratar el costo de la alimentación en Inglaterra, con lo cual indirectamente se aumentaban los salarios, pero sin perjudicar la ganancia empresaria. Los ingleses invirtieron en el ferrocarril, electricidad, gas, teléfonos, el primer subterráneo de América Latina, los puertos y los frigoríficos. Se extendió la frontera agrícola, la campaña del desierto incorporó las más valiosas extensiones de la pampa húmeda. Sin embargo, a diferencia de los EE.UU, la agricultura y la ganadería no crecieron como subsidiarias del desarrollo industrial interno, sino como un subsidio implícito al consumo de los ingleses y como instrumento funcional a su industria. Nos subimos al tren del progreso, pero asociándonos a quienes iban a perder. EN 1937, al declararse la inconvertibilidad de la libra esterlina, comprendimos que el tren nos había conducido a una vía muerta y nos había alejado de nuestro destino”. (Oscar Tangelson, Revolución tecnológica y empleo, Buenos Aires, 1988).
Ahora, en este día tan particular, sería muy acertado que la clase dirigente política y empresaria, en vez de lucir escarapelas y tremolar banderitas, tenga muy en cuenta los errores del pasado para que Argentina jamás vuelva a ser la rebosante granja de nadie.
Fernando Paolella

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