jueves, 27 de mayo de 2010

El poder, una forma de administrar la furia

Una escena de “Facundo” de Sarmiento y la biografía de José Félix Uriburu, el primer militar golpista, son reveladoras de cierto tono rabioso y permanente en nuestra identidad.

El ejercicio del poder concebido y ejercido como la práctica activa de la administración de la furia fue fundacional y es actual y visceral en la Argentina. La administración pública de la rabia es el reverso del pánico interior de la sociedad. A mayor temor, mayor agresión contenida, y la estrategia oficial, feudal casi siempre, a lo largo de las cronologías argentinas, ha sido la de decidir desde el poder a quién es conveniente odiar. Gobernar es históricamente aquí -generalizando, desde luego- el arte de convencer a quién abominar. Es un procedimiento que quizá Maquiavelo no desaprobaría.
Las cosas son muy distintas ahora. No hay represión ni sangre.
Pero tras el pánico de 2001, el encono y el miedo recuperaron potencia.

Hay una escena fundacional que narra Sarmiento en Facundo y que quizá lo explique alegóricamente. Facundo Quiroga huía de un calabozo en el que había estado encarcelado en San Luis por la autoridad que siempre lo perseguía. Huía a pie Facundo por el desierto y de pronto “cuando nuestro prófugo había caminado cosa de seis leguas”, cuenta Sarmiento, “creyó oír bramar un tigre a lo lejos”. Algunos minutos después, el bramido se oyó más distinto y más cercano, el tigre venía ya sobre el rastro, y sólo a una larga distancia se divisaba un pequeño algarrobo. “Entonces’ -dice Sarmiento que comentó Facundo- ‘supe lo que era tener miedo’”. Al fin, el gaucho llega al árbol, se trepa a él y el tigre -el puma, diríamos hoy- lo acecha debajo durante horas. Facundo, fascinado por la mirada brutal y a la vez estúpida del tigre, lo mira a su vez hipnotizado. Son eternidades de tensión en las que se jugaban la vida y la muerte. Hasta que se produjo una inversión fundamental: Facundo Quiroga se lanzó desde el árbol con su puñal bien asido y, furibundo, traspasó al tigre una y cien veces. Y, con la mano ensangrentada, se convirtió en otro. Desde ese momento, Facundo será “el tigre de los llanos”. Su terror se convirtió en furia y así, con furia y saña, persiguió enemigos como el tigre que había buscado devorarlo. Convirtió su miedo en encarnizamiento político. Los enemigos de Facundo a la vez lo odiaban, y Rosas probablemente más que nadie; al fin lo mataron en Barranca Yaco, sin pena pero cincelando su estatura de mártir. Odio contra odio.

Sólo San Martín, tal vez, supo eludir esa dialéctica espantosa y conjurar la saña. “No quiero manchar mi espada con sangre de mis hermanos”, sentenció y partió para no volver.

Pasado el tiempo, la furia fundacional se volvió patricia, conservadora y militarista. Es paradigmático el caso de José Félix Uriburu. Su biografía quedó olvidada, pero no fue menor en la historia del odio nacional. Es el padre de la patria golpista del siglo XX. Nació el 20 de julio de l868, en la misma casona de sus padres, José Uriburu y Serafina Uriburu, en la calle del Mercado, en la Salta señorial. Allí había vivido en l802 el mariscal de campo trasandino Juan Antonio Alvarez de Arenales, consejero y mariscal de Perú a la vez y gobernador intendente de Salta. Allí, en esa misma casa colonial, había nacido José Evaristo, el tío de José Félix, y también presidente de la Nación. Las rejas y los dinteles, las habitaciones que se abrían generosos a los patios y el sol salteño la glorificaban en su sencillez. Y en su linaje. Los padres de Uriburu eran primos entre sí y católicos ejemplares. Los primeros años de José Félix fueron ya marciales, penitenciales y felices en esa casa todo honor y todo orden, que José su padre, egresado de Chuquisaca y beato vocacional como su madre, Serafina, sostenían sin esfuerzo y con crucifijos en cada habitación para que José Félix y sus hermanas Florencia Teresa y Juana se educaran con el Señor presente. Por cierto, un crucifijo pequeño recordaba al pobrecito fallecido, Félix Ricardo, que no vivió lo suficiente.
José Félix fue a la escuela de la maestra Jacoba Saravia, salteña íntegra que lo vio partir a Buenos Aires en l881, a los trece años, donde el futuro golpista se incorporaría al Colegio Nacional como alumno libre, para ingresar después, al fin, al Colegio Militar, su destino manifiesto y añorado. Pero más interesante que su juventud cuadriculada y previsiblemente prusianofílica fue su muerte en París, claro.
Antes de ir a morir a París, Uriburu visitó Salta por última vez, concurriendo con todos los honores a la guarnición de la Quinta División, donde el comandante, su camarada el general de brigada Francisco Vélez organizó una bienvenida con desfiles, venias y vivas como correspondía. El 12 de marzo de l932 se embarcó en el Cap. Arcona junto a su esposa Aurelia Madero, la hija del constructor del puerto de Buenos Aires, a su hijo Alberto y a su nuera María Laura, para no volver. Desembarcaron en Boulogne Sur Mer. Poco pudieron hacer los doctores Lardenois, Lamierre, Rous y Millos que lo atendían. Pero lo confortaba el padre Urrutia que le dio la extremaunción. El 29 de abril de l932 murió Uriburu.
Aunque el país lo haya olvidado, su funeral fue tan “grandioso” como el de Hipólito Yrigoyen, a quien Uriburu había expulsado de la presidencia democrática. Las campanas tremolaron en Buenos Aires y en toda la Argentina. Y su cuerpo fue embarcado en L´Atlantique hacia Buenos Aires; en frenético duelo lo recibieron miles en las calles, el 26 de mayo.
El general Justo, presidente del país gracias al golpe que Uriburu había perpetrado el 6 de septiembre de l930, y ungido por el fraude, recibió sus “gallardos” restos fúnebres en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno. Y Uriburu fue llorado por muchedumbres.

Después llegaron más revoluciones, como todos sabemos, más sangre y más antinomias y se desató la complejidad del peronismo, tan compleja que no cesa.
Bárbara (en el buen sentido de la palabra) o aristocrática, la ferocidad se volvió constante. Luego hubo otros golpes, ya no tan patricios (aunque nostálgicos de un patriciado racista arraigado en el nacional catolicismo). Fueron aún más aterradores.

Después llegó la democracia y su largo y zigzagueante camino de reconstrucción.
Las cosas son muy distintas ahora. No hay represión ni sangre. Pero tras el ataque de pánico de 2001 que todos sufrimos, la furia, la saña, el encono, el despecho y el odio, y por consiguiente el miedo, recuperaron potencia en los corazones, y los fantasmas coléricos de la historia no descansan en paz.
Miguel Wiñazki

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